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—Toma, vamos. —Obligó a sus palabras a recuperar un tono normal y con gran cuidado separó los labios de la loba, para luego introducir el cuello de la botella de elixir entre los largos dientes—. Puede tragar el licor, y eso la hará dormir de nuevo e impedirá que sienta dolor. —Observó con atención mientras una buena dosis descendía por la garganta del animal—. Bien, ¿está lista el agua? Lo mejor será que le echemos un remiendo lo más deprisa posible, y así podré marcharme y llegar a casa con ella antes de que oscurezca.

Le ofrecieron un poni y una carreta para que ella y su paciente regresaran al bosque, pero Niahrin no quiso aceptar. No estaba acostumbrada a manejar caballos, dijo; montar a la grupa era una cosa pero si la dejaban sola se metería en un lío, y además no tenía ningún sitio donde instalar al poni durante la noche. Agradeciéndoselo de todo corazón, prefería mucho más tomar prestada una carretilla que podría devolver más adelante; la loba estaría bastante cómoda, y la caminata no era nada para ella. Antes de partir recetó unas pócimas para la tos de un vecino y para el hijo de otro que empezaba a sacar los dientes, entregó a la madre del muchacho un paquete de hierbas para cocinar, y muy amablemente aceptó cuatro pescados salados, un pesado pastel y una cesta de huevos recién puestos en pago de sus servicios. También volvió a prometer que Retty podría visitar a la loba cuando ésta estuviera recuperada, lo que disipó un poco la tristeza del chiquillo mientras la veía marchar colina arriba empujando la carretilla hasta desaparecer de la vista siguiendo la carretera de Ingan.

Los aldeanos ofrecieron escoltarla, pero Niahrin había decidido que nadie debía acompañarla en el trayecto de regreso a casa. Por una parte quería mantener para sí el secreto que había descubierto; y, por otra, el solitario paseo le proporcionaría tiempo para reflexionar sin distracciones sobre aquel misterio.

La loba yacía en la carretilla, tan cómoda como era posible tenerla en un lecho de sacos y paja. El animal se encontraba sumido en un profundo sueño, parecido a un trance —Niahrin le había suministrado más cantidad del licor de la que era estrictamente aconsejable, pero tenía sus ramones—, y, mientras se ponía en marcha con pasos largos y decididos, con la carretilla traqueteando y bamboleándose delante de ella, la bruja empezó a revisar mentalmente lo poco que sabía.

Un lobo que hablaba el lenguaje humano. ¿Había oído jamás algo parecido? Rememoró las historias que su madre le había contado, luego retrocedió aún más hasta las enseñanzas y los conocimientos locales recibidos de su abuela, y decidió que no. Y la criatura había sido arrojada a la playa por el mar. Por norma los lobos no se aventuraban cerca del mar; parecían sentir un temor o aversión instintivos por él, y sabía con seguridad que ninguno vivía a menos de dos kilómetros o más de la costa. ¿Existiría, se preguntó de improviso, alguna conexión con el barco embarrancado frente al cabo Amberland durante el temporal del día anterior? Las noticias viajaban veloces en la región, y el naufragio había sido el tema de conversación en el mercado de Ingan. Había muchos supervivientes, por lo que había oído (y había que dar gracias a la Madre por ello), que se estaban recuperando en uno de los poblados de Amberland situados más allá a lo largo de la costa. A lo mejor podría enviar un mensaje con uno de los hijos de los guardabosques, para preguntar si había habido una loba a bordo del barco. No era muy probable, pero Niahrin había aprendido hacía ya tiempo que no era prudente descartar ni siquiera las conjeturas más extravagantes.

Luego estaba la cuestión de lo que había dicho la loba. Algo sobre que quería a Índigo. ¿Qué era Índigo? ¿Una persona?, ¿un lugar?, ¿un objeto? ¿O lo había entendido todo mal, y la pobre criatura había estado intentando decir «me quiero ir» o algo parecido? Sí, eso tendría sentido. Pero Niahrin tenía el presentimiento de que no lo había entendido mal.

Contempló meditabunda el lamentable montón de pelaje gris, seco ahora pero todavía sucio, que descansaba en el interior de la carretilla. Primero lo primero: comodidades y cuidados era lo que importaba por encima de todo, y esas cosas ella podía proporcionarlas en grandes cantidades. Pero, cuando hubiera hecho todo lo que estaba en su mano... bien, entonces habría tiempo para investigar más a fondo.

Niahrin llegó al bosque una hora antes de anochecer, lo que la satisfizo. Los días eran cada vez más largos a medida que la primavera se estiraba hacia el verano; muchos de los árboles mostraban ya los brillantes colores de las jóvenes hojas nuevas como una neblina verde, y la hierba en los claros brotaba exuberante y vigorosa. Tendría una buena cosecha de escalonias en su parcela de las verduras cualquier día de éstos, y era casi el momento de sembrar judías y raíces de verano. Una época de cultivo y también una buena época para curar heridas. Con una extraña y pesarosa sonrisita, se dijo que era también una buena época para volver a despertar una vieja magia, una que hacía muchos años que no utilizaba. La idea le produjo un escalofrío nada agradable, pues en lo más profundo de su mente todavía la temía como siempre había hecho, y le devolvía recuerdos que habría preferido no recuperar. No obstante, un don existía para ser utilizado. Y el don que su abuela le había entregado, veinticinco años atrás, era tal vez el único medio de resolver este enigma...

Su casa se encontraba a media hora de camino desde el linde del bosque, en un claro entre robles, fresnos y abedules que en pleno verano formaban un agradable dosel moteado. Al igual que otras casas de los alrededores, estaba construida en madera con un tejado de turba, y se erguía firme y cuadrada en el interior de su propia parcela vallada con mimbre. No tenía más que un piso y dos habitaciones, pero siempre había sido lo bastante amplia para las necesidades de Niahrin.

La mujer empujó la puerta —no había cerraduras, pues ningún isleño osaría jamás penetrar en la casa de una bruja sin ser invitado— y encendió dos velas antes de arrastrar la carretilla hasta el umbral y levantar en brazos a la loba que dormía en su interior. El animal era pesado, y, pese a su buena forma física y su fuerza, Niahrin dio gracias que la criatura no estuviera despierta para sufrir tan torpe maniobra. Por fin, consiguió depositar a la loba sobre un jergón relleno de heno junto a la chimenea, y empezó a encender el fuego que había dejado dispuesto aquella mañana. Lo primero que haría sería colocar su comida a calentar, pues nadie trabajaba bien con el estómago vacío, y mientras el cazo hervía tendría tiempo de tratar adecuadamente los entablillados y vendajes de la loba y de añadir uno o dos conjuros, que no había podido realizar bajo la mirada de los aldeanos, para infundir poder curativo.

Cuando terminó, del cazo del trébedes se elevaba un olor apetitoso y la habitación estaba caliente y bien iluminada por la luz del hogar, desafiando a la oscuridad exterior. Mientras se servía una generosa ración de estofado de conejo en un bol y cortaba un pedazo de grueso pastel como postre, Niahrin entonó una dulce canción, en parte para calmar a la dormida loba y en parte para crear la atmósfera soporífera que permitiría a su mente realizar la transición desde una realidad a la otra. Comió despacio, de forma casi ritual; luego se sirvió un vaso de agua de una jarra, lo bebió y fue a sentarse con las piernas cruzadas en el lado opuesto de la chimenea al que se encontraba la loba. Durante quizás un minuto todo permaneció en silencio; entonces, desde algún punto en las profundidades del bosque, un búho lanzó su solitario y lúgubre grito, y Niahrin supo que era el momento oportuno.

Se llevó una mano al parche que le cubría el ojo izquierdo, y lo levantó. Desde que le habían hecho aquello, había dejado de tener espejos, pero recordaba muy bien la expresión de horror en los rostros de aquellos a quienes se había mostrado; el asco, la repugnancia, la compasión por una mujer condenada a la soltería por el don de su abuela.