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Ella era especial, eso era lo que su abuela había dicho. Niahrin no le guardaba rencor, pues aun entonces había comprendido que la anciana tenía razón y había aceptado el don de buen grado; incluso había querido más a la abuela por ello. ¿Qué importaba si ningún hombre iba a mirarla jamás a no ser con expresión de repugnancia? Estaba casada con su arte, y eso era algo que aquellos que la compadecían no podrían entender nunca.

El ojo izquierdo de Niahrin era el ojo de una monstruosidad. Sin pestañas, la piel arrugada como una pasa a su alrededor, su color convertido en un horrible gris cadavérico, cuyo iris parecía difuminarse en el blanco del ojo y fundirse en él. Y la mirada era fija e inmóvil, desviada a un lado en una espantosa mirada estrábica; una expresión de auténtica demencia.

Pero Niahrin distaba mucho de estar loca. Y este ojo, este don, por grotesco y horrible que pudiera ser, le proporcionaba algo que era totalmente suyo.

Niahrin empezó a canturrear otra vez en voz baja. El terrible ojo bizco parpadeó una vez, y sobre la imagen de la habitación iluminada por las llamas empezaron a aparecer nuevos paisajes, que se materializaban despacio pero con claridad, otras realidades que se fusionaban con su agradable mundo. Pasado, presente y futuro, uniéndose como los hilos del telar de un tejedor. Lo que fue; lo que podría haber sido; lo que podría ser. Y en su mente, como fantasmas susurrantes, las voces del podría y del pudo y del si empezaron a hablarle...

CAPÍTULO 4

Niahrin permaneció despierta hasta bien entrada la noche, meditando sobre lo que había averiguado —o, quizá lo que era más importante, sobre lo que no había averiguado— en su viaje a los mundos de las posibilidades.

Estaba sentada junto a la más pequeña de las dos ventanas de la casa, observando los cambiantes dibujos que la luz, de la luna trazaba al filtrarse por entre los árboles que rodeaban el claro mientras las imágenes seguían persiguiéndola. De vez en cuando volvía la cabeza y contemplaba la yacente figura de la loba, apenas distinguible ahora en la cada vez más apagada luz de las llamas, y en esos momentos le daba la impresión de que las imágenes se acercaban más, de que surgían de entre las sombras para convertirse casi en una presencia tangible en la habitación. Una anciana, con la espalda encorvada por el reuma, los ojos extraviados y llenos de una silenciosa y furibunda amargura; una pareja hermosa, despreocupada y risueña; un hombre vestido con ropas elegantes que yacía boca abajo sobre un lecho mientras su sangre teñía las sábanas de hilo; un anciano sabio, de cabellos blancos y rostro bondadosos, que tocaba un arpa que lloraba y gemía. Y otra más. Alguien cuyo rostro sabía que había visto en algún monto de su vida pero al que su memoria era incapaz de dar un nombre o una identidad. Ése era el misterio más extraño de todos. A lo mejor era el esfuerzo agotador que significaba poner en funcionamiento sus poderes adivinatorios, o tal vez no era más que el efecto soporífero del fuego que la había adormilado y le había hecho perder la concentración, pero se despertó de improviso con un sobresalto, a tiempo de escuchar los ecos de un sonido familiar que se desvanecían en el bosque. Frotándose el ojo derecho para aclararlo —el parche volvía a estar en su sitio—, Niahrin atisbo por el grueso cristal de la ventana, ahuecando la mano sobre él para ver mejor. La luna debía de haberse puesto, ya que el claro estaba a oscuras. Pero en algún lugar ahí afuera, silenciosos como la noche misma, ellos estaban despiertos y alerta. No los vería, a menos que quisieran mostrarse, pero sintió su presencia con fuerza y sin la menor duda. Los lobos del bosque eran viejos amigos y no los temía. Sin duda habían percibido la nueva presencia entre ellos, en su casa, y sentían curiosidad. O algo más... A su espalda se escuchó un movimiento y un gañido ahogado. La bruja volvió la cabeza y vio que la loba se agitaba en medio de su drogado sueño. Lamía el aire con la lengua, una de las patas delanteras se crispaba y la cola intentaba inútilmente golpear sobre el jergón.

—Chissst. —Niahrin alzó una mano y dibujó un signo en el aire—. Chisst, pequeña; duerme. Sin sueños, sin dolor. El herido animal profirió un suspiro casi humano y volvió a relajarse. Niahrin lo observó unos segundos; luego se levantó y fue hasta la puerta. El aire nocturno susurró fresco contra su rostro y brazos desnudos; aguardó hasta que su ojo se hubo acostumbrado a la oscuridad y entonces avanzó hasta la puerta del jardín.

—No os inquietéis por ella —dijo en voz baja—. Está a mi cuidado, y haré todo lo que pueda para ayudarla. Pronto regresará con vosotros, os lo prometo.

Los lobos, si es que escuchaban, no dieron ninguna respuesta. Sólo se escuchó el débil crujir de las ramas del bosque y el murmullo de una ligera brisa danzando por entre la vegetación del jardín. Niahrin suspiró y regresó a la casa. Esta noche había hecho todo lo que había podido. Lo único que deseaba ahora era dormir.

También Grimya había oído la llamada de los lobos del bosque, pero el sonido llegó hasta ella en medio de una neblina de semiinconsciente confusión. En algún punto de su entumecida mente era consciente de que sentía dolor, aunque el dolor se encontraba en otro plano; sabía que estaba allí pero no lo sentía. Pensó que había dormido mucho tiempo, y había soñado mucho; sueños extraños y desconcertantes en los que intentaba correr tras Índigo pero descubría que las patas traseras no querían obedecer y era incapaz de moverse. El sonido de la llamada de los lobos la entristeció y asustó, pero había habido otra voz, una que no conocía, que le había canturreado y había hecho desaparecer sus temores. Cuando sentía sed, unas manos sostenían un cuenco con agua para que bebiera, y el agua tenía un curioso dulzor que la tranquilizaba y la sumía de nuevo en sueños. A otro nivel de conciencia percibió períodos de luz y de oscuridad, y luego por fin se produjo una sensación de emerger, de forcejear hacia arriba a través de nubes grises en dirección a un punto de luz, a medida que la auténtica conciencia iba regresando poco a poco. Sintió dolor entonces; un abrasador dolor punzante que la atravesó como una lanza al rojo vivo, y lanzó un involuntario e incontrolado gañido borboteante. Al momento se escuchó un movimiento a su espalda; luego una sombra cerró el paso a la luz que penetraba por la ventana de la casa, y una mujer se inclinó sobre ella.

—¿Estás despierta? —Una mano descendió ligeramente para tocar la parte superior de la cabeza de Grimya. —. Ah, sí, ya veo que lo estás. Y además tienes dolor. Espera, espera un momento, y lo aliviaré. —Se alejó; Grimya escuchó unos ruiditos, y enseguida la mujer regresó con un cuenco de algo que parecía agua aunque no olía como ella. «¿Puedes lamer? Inténtalo, a ver si puedes beber. Yo te ayudaré. —Con sumo cuidado ayudó a Grimya, a levantar la cabeza un poco, y la loba consiguió lamer el contenido del recipiente. El líquido tenía un gusto raro pero no desagradable, y casi al momento se produjo un alivio del dolor.

Niahrin sostuvo el cuenco hasta que ella hubo terminado; luego lo apartó.

—Muy bien, ya está. No te muevas. Quédate quieta.

Acarició el pelaje de Grimya para tranquilizarla, pero su mirada estaba alerta mientras contemplaba el rostro de la loba con furtivo interés. ¿Comprendía la criatura lo que le decía? Era difícil estar segura; sus adivinaciones no habían sido concluyentes, y en los tres días transcurridos desde entonces Niahrin había empezado a preguntarse si no habría estado equivocada desde el principio y no habría confundido los gritos de dolor del animal con el habla humana. Pero, aunque los ambarinos ojos de la loba estaban todavía como aturdidos, existía tensión y cautela en; su mirada; no simplemente la cautela propia de cualquier animal sino algo mas... inteligente. Bien, se dijo al fin Niahrin, sólo había una forma de asegurarse, y ésta era desafiar directamente a la criatura. Si la intentona fracasaba; no habría hecho otra cosa más que hacer el ridículo, y, como allí no había nadie para reírse de ella, ¿qué importaba?