En la piedra de la chimenea se mantenía caliente un puchero tapado; la mujer sacó un plato de madera de un nicho en la pared y sirvió parte del contenido del puchero en él.
—Aquí tengo comida para ti. Son gachas, y, aunque a: lo mejor no te gustan demasiado, llevan hierbas y cebada y te harán bien. Cuando estés más fuerte te daré
conejo y tal vez un poco de carne de venado.
Sí, parecía probable que la criatura comprendiera, ya que : profirió un ruidito de aquiescencia como si diera su conformidad. Niahrin depositó el plato en el suelo frente al animal y retrocedió.
—Y, cuando hayas comido —dijo—, quizá podamos conversar.
La loba la miró con asombro y desazón, y las dudas de Niahrin desaparecieron al instante. Sonrió al tiempo que se agachaba en el suelo de modo que ambas quedaran a la misma altura.
—Mi nombre —añadió en voz baja— es Niahrin. Pero no sé el tuyo, ni siquiera si tienes realmente un nombre. ¿Me lo dirás, querida? Porque creo que puedes hacerlo, si quieres.
Grimya le devolvió la mirada mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad. No sabía qué hacer, y con la incertidumbre llegó el temor. ¿Cómo es que aquella mujer conocía su secreto? ¿Lo había adivinado simplemente, o poseía algún poder que le permitía saber la verdad? Durante todos los años pasados con Índigo, Grimya había revelado su habilidad sólo a muy pocos extraños y únicamente cuando circunstancias desesperadas no le habían dejado otra elección. No sabía nada de Niahrin, y no podía saber qué podía hacer la bruja si ella capitulaba. Para muchas personas, un animal con el poder de hablar como los humanos sería un trofeo que querrían explotar, y Grimya temía que la mujer no quisiera más que encarcelarla o bien exhibirla en una jaula o venderla a otra persona. Un lobo que hablara podía proporcionar a su captor una buena cantidad de dinero, y la mujer era a todas luces pobre, por lo que podría verse tentada con facilidad.
Niahrin, que observaba al animal con atención, volvió a hablar:
—No tienes por qué tener miedo de mí, querida. No quiero hacerte daño. —Hizo intención de extender una mano, pero Grimya le mostró los dientes de improviso y la mano retrocedió—. Por favor —dijo la bruja—. Por favor; no tengo intención de hacerte daño en ninguna forma.
Grimya, quería creerlo. Después de todo, la mujer la había acogido, alimentado y cuidado e incluso había eliminado el dolor de su espalda y patas. Seguía sin poder mover las patas, y en un breve instante de temor se había preguntado si no era cosa de la mujer, una forma de aprisionarla y dejarla indefensa. Pero, a medida que su mente se despejaba, regresó a su memoria el naufragio y con él el horrible recuerdo de haberse visto arrojada al mar; de su lucha por llegar a la orilla y su incapacidad para vencer la fuerte corriente que la arrastró fuera de la bahía, lejos de la tripulación y de sus rescatadores, para finalmente lanzarla contra unas rocas ames de que acabara en aquella playa desierta como si se tratara de un pedazo de madera. Entonces había sentido un terrible dolor, un dolor que la había hecho aullar, y cuando intentó incorporarse las patas le habían fallado y había perdido el conocimiento. A partir de ese momento, sus recuerdos no eran más que una nebulosa de roja agonía; había habido voces infantiles, movimientos traqueteantes, murmullos y oscuridad y alguien que intentaba secarle el pelo, luego nada hasta el momento en que había despertado en este lugar. No, esta mujer no le había hecho daño sino que hacía todo lo que podía para ayudarla. Grimya deseaba
confiar, pero...
De repente se escuchó un ruido fuera de la casa, un fuerte golpe y una voz que gritaba. Niahrin dio un respingo al escuchar que aullaban su nombre.
—¡Niahrin! Bruja, ¿estás ahí dentro? ¡Sal, mujer; despierta, maldita sea, y ayúdame a echarlos!
Niahrin maldijo en voz baja. Se incorporó de un salto y corrió a la puerta, que abrió de un tirón para precipitarse luego al exterior. Por qué ahora, de todos los momentos que se podían elegir...
—¡Perd! Perd, ¿eres tú quien crea toda esta conmoción fuera de mi casa?
Con los labios apretados por la cólera corrió hacia la puerta del jardín; al acercarse, los matorrales situados en el linde del claro se agitaron y apareció un hombre. Era alto, enjuto y vigoroso, aunque el rostro arrugado y los blancos cabellos, lacios y cada vez más escasos, indicaban que tenía ya más de setenta años. Vestía un surtido de ropas mal combinadas y demasiado grandes para él que en otra época habían sido de buena calidad pero que ahora necesitaban desesperadamente un lavado y un arreglo, y mientras avanzaba a grandes zancadas hacia la puerta agitaba en el aire un nudoso bastón de madera de endrino.
—¡Mujer, estás descuidando tus deberes! —Su voz era un chillido irritado—. ¡Holgazaneando dentro de casa sin tomar prevenciones para mantener apartados a los lobos, y todo viniéndose abajo! ¿Es que quieres que vengan y te desgarren la garganta? ¿Lo quieres? ¿Lo quieres?
El enfado de Niahrin se convirtió en furia.
—Perd Nordenson, ¿qué haces aquí? ¿Qué es lo que quieres? ¡Estoy ocupada! A menos que tengas algo que tratar conmigo, vete y déjame en paz.
—¿Algo que tratar? —El anciano hizo una mueca despectiva—. ¡Deberías considerarte satisfecha de que yo tenga cosas que tratar contigo, mujer, porque de no haber sido así por la mañana te habrían encontrado en la cama con la garganta desgarrada! Pero yo los vi. ¡Los vi, y los eché!
Niahrin suspiró al comprender. Perd y los lobos. Con Perd siempre se trataba de los lobos. Por qué los odiaba de aquella forma era algo que ni ella ni ninguna de las personas que lo conocían podían adivinar, pero incluso pronunciar la palabra «lobo» en presencia de Perd era provocar una diatriba de apasionado odio. Y Perd poseía una poderosa habilidad para odiar.
La mujer avanzó con más tranquilidad hasta el final del jardín y, manteniendo la barrera de la puerta entre ellos, intentó adivinar el estado de ánimo del anciano. Parecía probable que se tratara de uno de sus mejores días, ya que al menos se mostraba coherente y de momento no le había escupido ni arrojado el bastón contra la cabeza, cosas ambas que sabía que había hecho en más de una ocasión. Esperando no equivocarse, dijo en tono apaciguador:
—Bueno, Perd, ya debes de saber, porque te lo he dicho muchas veces, que los... las criaturas no me molestan y no tengo nada que temer de ellas. Pero te agradezco tu preocupación.
Había pulsado la cuerda apropiada, ya que el fuego se apagó en los enloquecidos ojos
de Perd y éste desvió la mirada. Sus manos se retorcían incesantemente sobre el bastón.
—Ahí. —Dirigió un dedo acusador hacia un punto situado junto a la valla de Niahrin—. Estaban ahí, justo ahí, tan tranquilos! ¡Dos de ellos, sentados, contemplando tu puerta! Iban a... —¡No, Perd, no iban a desgarrarme la garganta!
¡Diosa bendita! Su obsesión era inquebrantable, se dijo la bruja, y su voz recuperó un tono acerado. Era vital mantenerse firme con Perd y no dejar que adquiriera ventaja ni por un instante. Al mismo tiempo, no obstante, su cerebro registró y empezó a dar vueltas a lo que el anciano había dicho. Dos lobos, sentados sencillamente... Eso no era nada corriente; no era en absoluto su forma de comportarse.