—Sentados —repitió Perd con salvaje énfasis, como si una parte de su retorcida mente hubiera captado sus pensamientos—. Sentados. ¡Esperando! Para desgarrar...
—¡Perd, es suficiente! —Niahrin regresó al mundo real con un sobresalto. Arrugó la frente ante el tono empleado y repitió con menos vehemencia—: Suficiente. Agradezco tu preocupación, como te he dicho, pero no quiero escuchar nada más. Dices que tienes cosas que tratar conmigo. ¿Qué es lo que puedo hacer?
El hombre se miró los pies y sacudió la cabeza. Como era un gesto al que ya estaba acostumbrada, la bruja suspiró. —Vamos, querido, dime lo que es. Ya sabes que no se lo diré a nadie más; sabes que puedes confiar en mí.
Durante unos instantes volvió a producirse un silencio; luego, inopinadamente, el hombre avanzó arrastrando los pies hasta quedar a centímetros de distancia de ella, aunque con la verja todavía entre ambos. Niahrin percibió un olor familiar en su aliento: el áspero alcohol destilado por algunos de los menos honrados habitantes del bosque y vendido a todos aquellos que eran lo bastante estúpidos para matarse lentamente sólo por conseguir unas pocas horas de inconsciencia. De todos modos, en el caso de Perd el mejunje parecía hacer más bien que mal; al menos mantenía a raya su delirio y lo dotaba de cierto equilibrio durante un tiempo. Había dejado caer al suelo el bastón de endrino ahora, y estiró un brazo hacia ella, subiéndose la manga del sucio abrigo mientras lo hacía. Niahrin contempló con asombro la larga cuchillada que descendía desde el codo hasta la muñeca. No era profunda pero estaba cubierta de sangre seca, y se veían señales de supuración bajo la mugre general que cubría la piel.
—¿Cómo te hiciste eso? —inquirió, mirándolo a los ojos.
Perd no contestó, lo que fue más que suficiente para confirmarle la verdad.
—¿Con ese cuchillo tuyo? ¿Sí? —Él hizo un gesto afirmativo de la cabeza, y la mujer chasqueó la lengua—. ¿Cuántas veces te he advertido sobre esa arma tan peligrosa? No estás en condiciones de manejar un cuchillo así; si no estás amenazando sombras con él entonces te amenazas a ti mismo.
—Lo necesito —refunfuñó Perd—. Lo necesito. O ellos desgarrarían...
Lo interrumpió rápidamente antes de que pudiera empezar de nuevo.
—Perderás el uso del brazo, o peor, si no se limpia y venda.
—La limpié y la lavé.
—Lo más probable es que la lamieras con la lengua. Ahora, entra en... —Entonces recordó a la loba que estaba en el interior de la casa y cambió rápidamente lo que había estado a punto de decir. Perd no debía ver a la criatura, o ella no podría controlarlo—.
Entra en el jardín y siéntate en el banco, y yo iré a buscar lo necesario. —El pestillo de la puerta chasqueó; él entró y se dejó caer sobre el banco de madera que ella indicaba—. Espérame aquí y no te muevas.
Seguía allí cuando ella salió, y había empezado a llorar; las lágrimas describían pálidos riachuelos por el sucio rostro. Niahrin estaba acostumbrada a aquello y no dijo nada; no sabía el motivo por el que lloraba, ni siquiera si existía un motivo para ello, pero preguntarle era inútil ya que no podía —o no quería— dar una respuesta sensata. La mujer había llevado agua caliente y un trapo y uno de sus preparados de hierbas con un vendaje limpio, y Perd permaneció sentado sin ofrecer resistencia como un niño pequeño mientras ella limpiaba y trataba y por fin vendaba la cuchillada. Niahrin se preguntó qué habría ocasionado que se atacara a sí mismo esta vez. A Perd lo seguían a donde fuera fantasmas y demonios, y durante sus momentos malos a menudo intentaba exorcizar los horrores que se apoderaban de él en su imaginación, derramando su propia sangre en un intento desesperado de arrancar y destruir a sus imaginarios atormentadores. Aunque no podía afirmar que Perd le gustaba —lo cierto es que dudaba que a ningún ser vivo del país le pudiera gustar un hombre así— la bruja lo compadecía profundamente y a menudo había deseado que sus remedios tuvieran el poder de curar la demencia.
Pero ahora se preocupó sólo del bienestar físico del anciano. El vendaje no tardó en quedar colocado y atado, y repitió por tres veces una severa instrucción de que no tenía que arrancarlo sino regresar a verla dentro de dos días, o al menos tan pronto como se acordara de hacerlo, de modo que ella pudiera ver cómo iba la cicatrización.
—¿Y dónde está tu cuchillo, ahora? —preguntó.
Él la miró de soslayo, furtivamente.
—En alguna parte, bien guardado.
De modo que no se había deshecho de él. Niahrin suspiró.
—Muy bien. Pero debes recordar, Perd: la hoja es afilada, y hace daño. Intenta no tocarla. ¿Me lo prometes?
—Lo... —Por un instante, una extraordinaria claridad apareció en los ojos del anciano, y con ella una terrible desdicha—. Lo intentaré...
—Estupendo. —Dio unas palmadas en el brazo sano y, ayudándolo a ponerse en pie, lo empujó en dirección a la verja—. Muy bien, pues; vete a casa, y nos volveremos a ver dentro de dos días.
Salió del jardín arrastrando los pies, luego se detuvo de improviso y se miró.
—Diosa bendita... —dijo con voz débil y entrecortada—. Diosa bendita, la suciedad... —Se dio la vuelta bruscamente y la contempló suplicante—. ¡Quiero estar limpio! Madre querida de todo lo vivo, ¿qué me ha sucedido? ¿Cómo me he convertido en esto? —La sujetó del brazo—. ¿Puedo lavarme? ¿Puedo?
También esto lo había visto Niahrin con anterioridad: un breve pero violento retorno a una lucidez completa, y repugnancia por sí mismo.
—Sí, querido —contestó—, puedes lavarte y bañarte; no afectará al vendaje el que se moje. Pero no te lo quites. Recuérdalo.
—Sí. —Apartó la mirada de ella como avergonzado de encontrarse con sus ojos—.
Lo recordaré esta vez. Sé que me olvido a menudo, pero lo recordaré. Gra..., gracias. Eres siempre tan amable... No sé por qué.
Niahrin lo miró alejarse y vio cómo el juego de luz y sombras del bosque lo ocultaba mientras se marchaba. Había dejado atrás el bastón de endrino, y ella lo recogió y lo dejó apoyado contra la verja. A lo mejor se acordaría y regresaría en su busca, o tal vez se limitaría a cortarse otro con aquel terrible cuchillo suyo. Sacudiendo la cabeza, triste por él aunque a la vez perdida toda esperanza, Niahrin regresó a la casa.
Entró... y en el umbral recibió un sobresalto. La loba herida había conseguido darse la vuelta y se encontraba medio caída, medio sentada con las patas delanteras clavadas en el suelo y los pelos del lomo totalmente erizados, los dientes al descubierto y los ojos llameantes. Un hilillo de saliva resbalaba de sus mandíbulas, y, cuando la sombra de Niahrin oscureció la entrada, gruñó amenazadora.
Niahrin se quedó muy quieta, sorprendida y asustada, Empezó a preguntar:
—¿Qué... ? —Pero antes de que pudiera pronunciar otra palabra la loba dijo, con voz gutural pero con elocuente claridad:
—¡Échalo! ¡Echa fuera al demonio!
El cuerpo de la bruja se cubrió de gotas de sudor caliente y frío.
—Has hablado...
—Sssí. He hablado. ¡Échalo! ¡Por favor! —Entonces, romo si le llegara como una espantosa revelación, añadió—: ¡Oh, me duele... me... duele!
Grimya no había querido hacerlo. Se había sentido indecisa, demasiado temerosa de confiar en la bruja a pesar de lo que el instinto y la evidencia le decían, y había dado gracias por la interrupción que le había evitado verse forzada a tomar una decisión. Pero, al escuchar las voces que sonaban en el exterior de la casa, otro instinto se había despertado en su interior. Quien fuera que estuviera ahí afuera y lo que fuese que estuvieran diciendo, Grimya sentía miedo. No, más que eso: estaba aterrorizada. Y sintió un ramalazo de amargo odio como jamás lo había sentido en su vida, ni siquiera cuando siendo un cachorro su jauría se había revuelto contra ella, la había atacado y la había expulsado por ser diferente. El hombre de allí fuera también era diferente, pero en lugar de compasión ella no sentía más que un intenso horror y repugnancia, y con ellos una espantosa sensación de vulnerabilidad. Había conseguido mantener el control cuando Niahrin regresó por unos instantes en busca de agua, hierbas y vendajes, pero, cuando la bruja salió otra vez, el sofocante temor empezó a crecer y crecer hasta que Grimya ya no pudo contenerlo. Había maldad en el exterior, una amenaza terrible, y presa del pánico había dominado el dolor para prepararse a rechazar su ataque. Ahora, sin embargo, no había ningún ataque y el dolor se había apoderado de ella; no tenía fuerzas para luchar contra él ni para ocultar su angustia. Ni le importaba haberse delatado, pues el dolor que sentía eclipsaba todo otro pensamiento.