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La respuesta de Niahrin fue rápida y eficiente. Dio a Grimya un potente sedante y apaciguó su dolor en el descanso del sueño. Cuando la loba volvió a despertar, le había vuelto a arreglar las tablillas y renovado los vendajes, y ella yacía otra vez en posición cómoda frente al fuego. La bruja estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas al otro lado de la chimenea, contemplándola, y en cuanto vio que Grimya estaba despierta

preguntó:

—¿Se ha ido el dolor?

Grimya parpadeó; luego recordó que su secreto había sido descubierto y que no había necesidad de fingir que no comprendía.

—sssi —respondió con voz ronca y, tras una pausa, añadió avergonzada—: Gracias...

Niahrin pasó entonces a darle una amable pero severa conferencia sobre su estupidez. ¿No se daba cuenta de lo malherida que estaba? Un hueso de su pata trasera derecha estaba roto y los cuartos traseros habían quedado algo aplastados. Padecía magulladuras y golpes demasiado numerosos para poderlos contar, había sufrido conmoción y los efectos del mal tiempo y era sólo gracias a un milagro de la Madre del Mar que no se había ahogado. Así pues, ella le agradecería que fuera tan amable de no estropear todo el trabajo de Niahrin, que al fin y al cabo era sólo por su bien, comportándose como un cachorro insensato e intentando ponerse en pie cuando únicamente estaba en condiciones de permanecer tumbada muy quieta hasta que se le dijera lo contrario. Grimya aceptó el rapapolvo en silencio y con las orejas caídas; lo cierto es que no se había dado cuenta del alcance de sus heridas y ni siquiera ahora estaba segura de lo que significaba una pata rota ni de cuánto tiempo tardaría en curar. Pero, cuando la reprimenda finalizó, la expresión y actitud de la bruja cambiaron.

—Bien, pues —dijo—. Creo que podemos dejarlo ahí por ahora, siempre y cuando tenga tu promesa de que me obedecerás.

No tenía demasiada elección, se dijo Grimya, incómoda; de modo que se pasó la lengua por el hocico y contestó: —Sssí. Lo prrrometo.

—¡Estupendo! Ahora, creo que tú y yo tenemos mucho que contarnos la una a la otra, ¿no es así? —Niahrin le dedicó su peculiar sonrisa torcida, y la ceja sobre el ojo sano se enarcó profundamente—. Una loba que habla con voz humana... ¿Sabes, querida, que en un principio creí que estaba equivocada? —Vaciló—. Es decir, si realmente eres una loba, y no alguna quimera. —Soy una loba. Nada más.

Y, consciente de que no podía esquivar la verdad, o al menos una buena parte de ella, Grimya contó a Niahrin la mutación con la que había nacido y que la había convertido en una proscrita entre los de su raza. La bruja escuchó comprensiva, y dio la impresión de que no tenía dificultades para aceptar su historia, a pesar de lo extraña y fantástica que era. A Grimya le costaba admitir su evidente aceptación y por fin se interrumpió y preguntó vacilante:

—¿Me... crees?

—¿Creerte? —Niahrin pareció sorprendida—. Desde luego. ¿Por qué no tendría que hacerlo? Sólo un loco cree que la creación de la gran Madre tiene límites... Y, además, tengo la evidencia de mis propios oídos y ojos, y no existe nada que me convenza más que eso. —Su curiosa sonrisa se transformó de repente en una mueca—. ¡A menos que no seas un ser vivo sino un duendecillo travieso que ha venido a tomarme el pelo! —No lo soy... —empezó Grimya, angustiada. —¡Tranquila, querida, tranquila! No era más que una broma mía, sólo una broma. Sé lo que eres. No tengo ninguna duda. Pero me desconcierta que no nos hayamos encontrado antes. Me gusta pensar que conozco a mis lobos, y estoy segura de que habría observado la presencia de uno diferente. ¿No eres de esta parte del bosque? —No —admitió Grimya—. No..., no soy ni de este país. —¿No eres de las islas? ¡Ah! —Niahrin juntó las manos—. Entonces es lo que yo sospechaba: estabas a bordo del barco; ¡el barco que embarrancó en los arrecifes de Amberland! Grimya no podía llorar, no podía derramar lágrimas como lo habría hecho un humano, pero de improviso sus ojos ambarinos mostraron tal desolación que Niahrin se inclinó al frente con una débil exclamación de pena.

—Querida, ¿qué es lo que he dicho? ¿Qué te ha trastornado? —Entonces recordó el incidente en la casa del pueblo, y la palabra que la loba había pronunciado en su delirio: Índigo. No era un lugar, pensó Niahrin, y tampoco un objeto. Empezaba a comprender.

»Grimya —agregó, confiando en haber entendido bien el nombre—, ¿quién es Índigo?

—¿Qué..., qué sabes de ella? —La loba se puso rígida. «Ella... » Bueno, así que había estado en lo cierto; y ahora sabía un poquito más.

—No —dijo la bruja—, no sé nada, pero tú pronunciaste su nombre mientras dormías, la llamaste. —Extendió la mano para tocar la cabeza de Grimya con suma dulzura, acariciante, consoladora—. ¿Quién es, cariño? Confía en mí, y cuéntamelo todo.

Grimya confiaba en ella. Tenía la mente más despejada ahora, y percibía con su infalible instinto que esta mujer no la traicionaría, ni la utilizaría ni intentaría sacar provecho de ella en ninguna forma. Sus anteriores temores carecían de fundamento; y resultaría un alivio, un gran alivio, confiarse a un espíritu amigo, a alguien que quizá tuviera el poder de ayudarla.

Habló a Niahrin de Índigo. No dijo toda la verdad, ya que la cautela permanecía aún y era una antigua regla que ni ella ni Índigo revelaran jamás todo su secreto a ningún ser viviente. Índigo era su querida e íntima amiga, explicó, y desde su fortuito encuentro en el País de los Caballos, el lugar donde ella, Grimya, había nacido, las dos habían viajado juntas durante..., bueno, hacía ya muchísimo tiempo. Habían visto gran parte del mundo, pero finalmente se habían cansado de vagabundear y habían planeado regresar a las Islas Meridionales, país natal de Índigo. La muchacha se había enrolado en la tripulación del Buena Esperanza... y el resto, dijo Grimya, Niahrin ya lo sabía.

—Diosa querida. —La voz de la bruja estaba llena de compasión—. Tan triste final a lo que debiera haber sido una historia feliz... Que tú sobrevivieras, y sin embargo tu amiga haya..., haya muerto.

—No; no ha muerto. —Los ojos de Grimya centellearon.