Выбрать главу

Si ese estado de ánimo duró más de una hora o dos, podría haber tenido algún efecto permanente en él.

—¿Y lo habría obligado a huir? —Cadic aspiró por entre dos dientes—. Es posible. Pero ¿adonde iría? ¿Adónde podría ir? No tiene familiares vivos por lo que sabemos; dudo incluso que pueda afirmar tener un solo amigo en las Islas Meridionales. Niahrin asintió solemne.

—Es cierto. Pero ¿quién puede comprender la mente de un hombre como Perd? — Sonrió con ironía—. La Madre bien sabe que muchos de nosotros lo hemos intentado y fracasado. Bien, lamento enterarme de esto, Cadic. Al igual que tú, no puedo decir que sienta afecto por Perd, pero es triste pensar que está solo vagando perdido por ahí. No dudo de que tendrá sus razones para haberse marchado, y tanto si buscaba algo como si huía es una pregunta que probablemente jamás tendrá respuesta. Lo buscaré a mi manera, de la misma forma en que tú lo buscarás a la tuya, y si descubro algo serás el primero en enterarte.

—Te lo agradeceré. —Cadic le devolvió la sonrisa—. Ahora lo mejor será que me vaya. Gracias, Niahrin..., y no olvidaré hacer correr la voz en busca de tu amiga perdida. Cuando el hombre hubo desaparecido en el bosque, Niahrin terminó de regar sus jóvenes plantas y regresó a la casa. Grimya dormía —lo que no era malo— y la bruja la contempló durante un minuto o dos mientras rumiaba sobre lo que Cadic le había dicho y se preguntaba cómo encajaba con la imagen fragmentada y escurridiza que había empezado a componer estos últimos días: Grimya, la mutante que tenía el poder de hablar; sus propios amigos lobunos, curiosos, que venían a sentarse en silencio frente a la casa como si velaran; Perd Nordenson, con sus extraños odios y obsesiones, que ahora había desaparecido. Lógicamente no existía conexión, pero Niahrin había aprendido hacía tiempo que la lógica no estaba demasiado presente en el juego de la vida y que los cabos más inverosímiles estaban conectados en la mayoría de los casos. Además, sus visiones no mentían. Y Perd había formado parte de esas visiones; una parte que ella no comprendía.

Volvió la cabeza por fin y dirigió la mirada a la estrecha puerta, cubierta por una cortina de lana, que separaba la zona de vivienda de la casa de la otra habitación más pequeña. ¿Cuánto tiempo hacía que no había entrado allí dentro? ¿Dos años?, ¿tres?, ¿más? Probablemente más, ya que no recordaba qué había ocasionado su última incursión ni en nombre de quién había tenido lugar. Desde entonces la puerta había permanecido atrancada y la cortina no había sido descorrida. Niahrin no quería alterar eso, pues siempre había de pagarse un precio en aquella habitación y el precio era alto. Sin embargo, el instinto le decía que, puesto que sus otras habilidades habían fracasado, o producido como máximo respuestas nebulosas y ambiguas, éste podría ser el único recurso válido.

Volvió a dedicar una rápida mirada a Grimya, comprobó que la loba seguía profundamente dormida, y avanzó hacia la puerta de la habitación interior. La cortina estaba llena de polvo; cuando la apartó a un lado una araña se escabulló de entre los pliegues, corrió pared abajo y desapareció en una grieta. Tras murmurar una disculpa a la pequeña criatura por haberla molestado, Niahrin desatrancó la puerta, levantó el

pestillo y penetró en la habitación.

La familia de la araña había tejido toda una capa de telarañas sobre el ventanuco cuadrado, de modo que la luz que se filtraba por ella poseía un tinte opaco e irreal. Pero, aparte de eso, y bajo el polvo que descansaba como una mullida manta sobre todas las cosas, la habitación estaba exactamente como la recordaba; tal y como la había dejado cuando por fin había salido dando traspiés agotada y deprimida a causa del agobiante trabajo mental, físico y espiritual que le imponía.

La rueca se encontraba en su rincón, con una silla baja colocada junto a ella. Los husos de plata, vacíos, brillaban entre la pátina del desuso; una corriente de aire penetró por la abierta puerta y la rueda se movió un poco, crujiendo en su soporte con un sonido que Niahrin recordaba bien. Pero, dominando la habitación, oscuro y anguloso y también ligeramente siniestro, se alzaba el telar. Descuidado y sin tocar y sin alegres dibujos de urdimbre y trama que lo animaran, permanecía aletargado, tal y como lo había estado durante años; aletargado, pero no muerto. Niahrin percibió su contacto, su atracción, igual que su abuela y su tatarabuela los habían sentido antes que ella. Otra parte de su legado; un poderoso sirviente y a la vez un amante exigente.

Permaneció con los ojos clavados en el telar y la rueca durante un buen rato, y luego, con calma, tomó su decisión. Al otro lado de los límites del bosque, en los pedregosos páramos que separaban el bosque de la tundra septentrional, habrían empezado ya a esquilar a las menudas y robustas ovejas. Habrían empezado a esquilar su magnífica lana para cardarla y teñirla y luego venderla a los hilanderos y tejedores, quienes se reunirían en Ingan el próximo día de mercado para comprar la primera —y la mejor— recolecta de primavera. Muy bien, pues; muy bien. Iría a Ingan, compraría y dejaría que la intuición y la Madre eligieran los colores, y después volvería a despertar los viejos poderes y vería lo que había que ver. Más infalible que las visiones, más infalible que la mente sola. Si quería respuestas a las preguntas que se hacía, ésta era la única forma de obtenerlas.

Salió de la habitación y atrancó otra vez la puerta, dejando la rueca, el telar y las arañas en su secreto silencio.

Cadic Haymanson era un hombre en quien podía confiarse, y al cabo de dos días empezó a correr la noticia por todos los pueblos de la costa de que la bruja Niahrin buscaba información sobre una mujer llamada Índigo, que, al parecer, había estado a bordo del Buena Esperanza. En un principio la búsqueda resultó infructuosa, sin dar como resultado más que movimientos negativos de cabeza y expresiones de sorpresa y curiosidad por el hecho de que una isleña tuviera un nombre tan desafortunado. Pero por fin, cuando las pesquisas abarcaron más terreno, encontraron lo que buscaban.

—¿Índigo? —Uno de los vigilantes del faro, de regreso a casa finalizado su turno de vigilancia, había tropezado con un buhonero de Ingan en la encrucijada entre las carreteras de la costa y del interior—. Sí, he oído mencionarlo. Había alguien con ese nombre, una mujer, rescatada del naufragio de la última luna llena. —El vigía hizo una mueca—. Es un nombre curioso para una isleña; de mal agüero, diría yo. Pero sobrevivió al naufragio, de modo que la suerte debe de haber estado de su lado al menos esa noche.

Respondiendo a más preguntas dijo que sí, que a la tripulación del barco naufragado la habían llevado a su pueblo y creía que uno o dos todavía podían encontrarse allí. Pero no podía asegurar quién se había ido y quién quedaba; lo mejor era preguntar a Olender, el médico. El buhonero le dio las gracias, y prometió pasar por su casa más tarde para mostrar a su esposa algunas pieles recién curtidas, tras lo cual la conversación pasó a chismorreos más generales y a las últimas noticias procedentes de Ingan mientras que los dos entraban juntos en el pueblo.

El comerciante no tenía motivos para hacer hincapié en la cuestión de Índigo y ninguna razón para tomarse la molestia de hacer más preguntas. Se trataba simplemente de un mensaje de entre los muchos que se le pedía que propagara durante sus viajes, y carecía de especial importancia para él. De todos modos, como pensaba pasar la noche en el poblado y por lo tanto tenía tiempo de sobra, preguntó el camino hasta la casa de Olender cuando hubo terminado sus transacciones comerciales. El médico estaba en casa, y el buhonero descubrió que su investigación había llegado con un día de retraso. Índigo había estado allí —durante varios días, además, dijo Olender, recuperándose de una herida en la cabeza— pero el día anterior por la mañana había partido en dirección a Ranna, junto con el capitán del Buena Esperanza y varios otros tripulantes. El le había aconsejado que esperara un poco más, añadió el médico. La muchacha había sufrido un feo golpe que le había provocado la pérdida de gran parte de su memoria, y si quería recuperarla era mejor descansar que viajar antes de estar totalmente recuperada. Pero Vinar había insistido en que ella estaría perfectamente a su cuidado, y había dicho que tal vez una visita a Ranna la ayudara a recordar lo que había olvidado. ¿Vinar? Un scorvio; un hombre fornido, como un oso, de cabellos rubios. Él e Índigo estaban prometidos.