Vinar volvía a estar apoyado sobre la barandilla, contemplando el banco de nubes que se formaba poco a poco y pensando en sus cosas. La mujer observó su rostro de reojo y sintió un ligero malestar interior. Conocía esa expresión; sabía lo que significaba. El hombre se estaba armando de valor; intentaba encontrar una forma de efectuar la pregunta que había tratado de hacer, y que ella había esquivado en tantas ocasiones anteriores.
Lo escuchó aspirar con fuerza de repente y luego romper el silencio.
—Índigo, escucha. Tengo algo que decir. Algo sobre mí y sobre ti.
—Vinar, no creo...
No la dejó terminar.
—No, yo sí creo, y lo voy a decir. Estamos a menos de un día de distancia de las Islas Meridionales, y cuando atraquemos en Ranna tú estarás en casa, por primera vez en... ¿cuántos años?
—Suficientes. —No quiso mirarlo a los ojos.
—Muy bien; a lo mejor lo has olvidado o no quieres decírmelo. No importa. Bien; llegas a tu hogar, y lo primero que querrás hacer es ver a tu familia. Tienes familia aquí, lo sé.
—Sí. —Había dicho esa mentira tantas veces que ahora le salía con toda facilidad.
—Exacto. Bueno, yo no sé quién es el cabeza de familia, si tu padre, tu abuelo, un hermano..., pero quiero conocerlo. Y, cuando lo haga, le diré que quiero casarme contigo, y a ver qué dice. —Le dirigió una mirada triunfal—. Ya está. ¿Que te parece eso?
—Oh, Vinar...
Había intentado muchas veces hacérselo comprender sin emplear palabras crueles, pero debería haber sabido que eran imprescindibles. Eran compañeros de navegación desde hacía tres meses; tiempo suficiente, aun en un navío del tamaño del Buena Esperanza, para conocerse bien el uno al otro. Eran amigos, buenos amigos; pero para Vinar aquello se había convertido en algo más. A pesar de su aspecto rudo y sus insolentes modales scorvios él era un idealista, un romántico incluso. No perseguía a las prostitutas de los muelles que ofrecían sus encantos en los embarcaderos de todos los puertos de escala; durante la mayor parte de sus treinta y cinco años de vida las únicas mujeres para él habían sido su madre y sus dos hermanas, y hasta que murieron sus padres y sus hermanas se casaron y se trasladaron a los barrios de sus maridos a él no le había importado permanecer soltero. Todo esto se lo había contado a Índigo en pequeñas dosis, a medida que iba desapareciendo su timidez, cuando coincidían en la misma guardia nocturna y conseguía apartarla de los otros miembros de la tripulación que querían que les cantase o tocase el arpa. Ahora que la conocía mejor —o así lo creía— y le había confiado sus secretos, Vinar estaba enamorado profundamente enamorado. Y lo peor de todo era que Índigo no tenía la menor duda de que sus sentimientos eran sinceros.
La joven había intentado, con toda dulzura, disuadirlo. Pero, además de ser un idealista y un romántico, Vinar era también un hombre muy tozudo y optimista. Aceptaba sus corteses negativas y no intentaba coaccionarla, pero las palabras de la muchacha se deslizaban sobre sus hombros como una ola que barriera la cubierta del barco; una molestia momentánea a la que no había que prestar demasiada atención. Un día ella cambiaría de idea. Lo creía tan firmemente y con tanta sencillez como creía en la poderosa Madre del Mar, y según lo veía él, todo lo que se necesitaba para ganarse a Índigo era mucha paciencia.
Para cualquier otra mujer que se encontrara en la situación de Índigo, lo que Vinar tenía que ofrecer habría sido difícil de rechazar. Era cariñoso, honrado, inteligente, leal y —una ventaja extra— incluso apuesto, muy alto, recio y con una espesa melena de cabellos rubios. Como marinero independiente ganaba mucho más que un marinero cualquiera; su nombre y reputación eran bien conocidos, y los capitanes inteligentes pagaban muy por encima de las tarifas habituales para tenerlo en sus viajes. Poseía casa propia en Scorva, con tierras de labranza suficientes para poder vivir desahogadamente cuando dejara la mar. Como esposo, proveedor y padre potencial de muchos hijos no se le podía objetar nada.
Y quería a la única mujer que no podía responder a todo lo que él tenía que dar, que era incapaz de hacerlo.
—Escucha. —La viva imaginación de Vinar empezaba a hacerse con el control, y él empezó a entusiasmarse con el tema—. Voy a hacerlo todo como es debido, igual que hacemos en Scorva. ¡Nada a escondidas, no yo! Hablaré con tu padre, abuelo, quien sea, y le pediré permiso. —Le dirigió una sonrisa de oreja a oreja—. Luego tú me das tu respuesta, ¿eh?
Era eso lo que él creía; ¿que lo rechazaba porque no tenía aún el permiso del cabeza de familia? Pese a su desconcierto, Índigo sonrió.
—No es así en las Islas Meridionales. A lo mejor Scorva es diferente, pero... en mi país una mujer elige por sí misma cuando llega a la mayoría de edad. O al menos...
La recorrió un estremecimiento y se mordió los labios. Había estado a punto de decir: «O al menos así era como se hacía». Pero no podía revelar ese secreto. A lo mejor las cosas habían cambiado en las Islas Meridionales. Vinar lo sabría mejor que ella, ya que había visitado su país muchas veces desde que había empezado a navegar, mientras que ella no había pisado aquella tierra tan entrañable desde hacía cincuenta años...
Vinar no había observado su repentina expresión contrariada, y de todos modos se
mostraba impávido.
—No importa —dijo—. Soy scorvio; hago las cosas a la manera scorvia. Sólo lo que es justo y correcto. Conseguiré aprobación del jefe de tu familia, conseguiré gustarle. — Le dedicó de nuevo su contagiosa sonrisa ingenua—. Puedo hacerlo. Luego también te gustaré a ti, más que ahora. Y entonces... —Chasqueó los dedos, y rió entre dientes de buena gana—. Cambiarás de forma de pensar. No me rindo fácilmente... ¡Esperaré, y un día no muy lejano cambiarás de idea!
Un discordante estruendo metálico procedente de la popa los sobresaltó mientras Índigo intentaba desesperadamente encontrar una respuesta. Vinar levantó la cabeza con rapidez, y sus pálidos ojos azules se iluminaron.
—¡Oye, ése es el gong de la cocina! —Extendió la mano y la cogió del brazo—. Vamos. Todos los alcatraces y pájaros bobos se reunirán allí en un momento. ¡Lleguemos antes para obtener los mejores bocados!
La tripulación diurna empezaba ya a converger en la escotilla de la cocina, de la que surgía un aroma apetitoso que rivalizaba con los olores de alquitrán, lona, madera seca y agua salada. Resultaba un grupo variopinto: rubios habitantes del continente oriental con sus aguileñas facciones; menudos y jactanciosos hombres y mujeres davakotianos con los cabellos cortados casi al ras y piedras preciosas incrustadas en las mejillas; hombres de piel oscura procedentes de las Islas de las Piedras Preciosas; algunos scorvios y también marineros de las Islas Meridionales e incluso unos pocos reclutas de lo más profundo del continente occidental. Y entre ellos, deslizándose con agilidad por entre las piernas para llegar a la cabeza de la cola, un cuerpo peludo moteado de gris y una cola que no cesaba de agitarse ansiosa, apenas visibles entre la multitud.