—Habrá tiempo suficiente, señor. —El joven se puso en pie rápidamente y dedicó a Brek un saludo que, aunque no habría sido aceptable para un capitán realmente exigente, resultaba pasable en un principiante—. Y gracias otra vez, señor. ¡Gracias!
Puede que fuera porque le recordaba a sí mismo a esa edad, o puede que se tratara de una simple reacción ante la noticia de que Grimya había sobrevivido, pero Brek se sintió curiosamente contento, y eso despertó en él un impulso generoso.
—Toma. —Hundió la mano en la bolsa que llevaba al cinto y sacó un buen montón de monedas—. Necesitarás comer y dormir durante el viaje, y apostaría a que casi no te queda nada ya. —Vio que el muchacho abría la boca para protestar y lo acalló con un gesto—. Llámalo un préstamo si eso te hace más feliz, aunque no es más de lo que pagaría a cualquier mensajero. Vete, ahora; cuanto antes, te marches, antes regresarás y estarás listo para trabajar en serio. Un mes, recuérdalo. No más.
Brek cerró los oídos a las renovadas muestras de agradecimiento del muchacho, turbado por su profusión, y lo siguió con la mirada mientras éste abandonaba a toda prisa la taberna, con paso rápido y la cabeza muy erguida. Sí, el muchacho resultaba prometedor. Tendría que haberle preguntado el nombre; eso era algo que había olvidado. De todos modos no importaba. No tardaría en regresar con la misión cumplida, y a Brek le satisfizo pensar que había hecho un favor a dos amigos. En conjunto, no había sido un día tan malo.
CAPÍTULO 6
Era un entretenimiento tosco, improvisado sin pensar, pero aun así se reunió una buena multitud para disfrutar de la diversión. El día había sido cálido —desde luego, el más cálido de la estación hasta el momento— y prometía seguir igual durante un tiempo, de modo que, terminada la tarea diaria, con el sol hundiéndose por el oeste y el aire lleno de los aromas de las flores de espino y de la hierba fresca, la plaza del pueblo empezó a llenarse de gente. Habían desmontado los corrales de ovejas para tener sitio donde bailar, y se había arrastrado una carreta fuera del establo comunitario para que sirviera de improvisado escenario a los músicos. El público se las ingenió para encontrar asiento; algunos sobre fardos de heno del año anterior sacados del establo, otros en bancos sacados de la taberna de Rogan Kendarson, ubicada enfrente, mientras que otros se acomodaron sencillamente en el suelo, que resultaba bastante seco si se escogía el lugar con cuidado. Amigos y vecinos del poblado y de granjas remotas intercambiaban saludos y conversaban en tonos que el fragante aire transportaba por toda la plaza; los gritos y risas de los niños resonaban por todas partes, y a medida que oscurecía se iban encendiendo antorchas y faroles, lo que convirtió la plaza en un oasis acogedor y brillante.
Como ocupantes de dos de las habitaciones de huéspedes de la taberna de Rogan, Índigo y Vinar ocupaban puestos privilegiados sobre un banco colocado en el exterior, donde podían apoyarse cómodamente contra la pared de piedra y tener una buena vista de todo lo que ocurría. Vinar había ordenado una jarra de sidra y una bandeja de empanadas de cordero, que alegremente y con liberalidad compartía con todos los que tenía cerca. El acompañante de Índigo se sentía entusiasmado ante la idea del espectáculo de aquella noche, en especial porque tenía la esperanza de que la música podía tener éxito allí donde otras estrategias habían fracasado, y volver a abrir las cerradas puertas de la memoria de la muchacha. Esta se hallaba sentada a su lado, feliz en apariencia y animada mientras departía con sus vecinos y con la esposa de Rogan, Jansa, pero Vinar sabía que se trataba de una máscara superficial. Bajo ésta, Índigo sufría lo indecible. La había observado esperanzado con atención durante los últimos días, y a menudo cuando ella pensaba que su atención se encontraba en otra parte él había visto cómo los ojos de la muchacha se ensombrecían confundidos y su rostro se tensaba mientras se esforzaba inútilmente por recordar algo, cualquier cosa, que pudiera hacer girar la llave. Al mirarla ahora, Vinar sintió una aguda punzada al recordar la insignificante y, secreta alegría que había sentido durante los primeros días que siguieron al naufragio, cuando había comprendido lo que la pérdida de memoria de Índigo podía significar para él. No es que se hubiera alegrado de que hubiera sucedido, de ninguna manera... Pero, puesto que era así, la tentación de aferrarse a tan inimaginable oportunidad de realizar aquello que más deseaba había sido tal que Vinar no pudo resistirse.
La alegría no duró, sin embargo. Su conciencia se había ocupado de ello, pues Vinar era esencialmente demasiado honrado para seguir engañando a Índigo, que confiaba totalmente en él. Se daba cuenta de que la muchacha se sentía trastornada por sus propios sentimientos; ella creía haberlo amado en una ocasión y se entristecía al no poder recordar ese amor y no sentir ninguna chispa en su interior. Vinar no podía vivir con aquella mentira... pero tampoco podía reunir el valor necesario para confesar la verdad, al menos no aún. Admitir lo que había hecho significaba arriesgarse a perderla para siempre, y la posibilidad era demasiado horrible. Finalmente decidió que no existía más que una única línea de acción que pudiera seguir honorablemente: tenía que hacer todo lo que estuviera en su poder para devolver a Índigo la memoria perdida; entonces, y sólo entonces, podría conquistarla de forma honrada. La conquistaría. Por mucho tiempo que necesitara, por mucho que tuviera que luchar, lo haría. Luego, cuando ella lo amara tanto como él la amaba, podría contarle la verdad sin temor a las consecuencias.
Así pues, alentado por su resolución, Vinar había convencido a Índigo de que lo acompañara en un viaje de descubrimiento. Estaba convencido de que, en algún lugar de las Islas Meridionales, la familia de ella aguardaba para darle la bienvenida a casa, y no podía resultar tan difícil para un hombre ingenioso el encontrarla. Podían permitirse viajar, ya que los supervivientes del Buena Esperanza habían recibido la paga que les correspondía de manos del capitán de puerto de Ranna que llevaba las cuentas de los armadores del barco en Huon Parita. Podrían vivir durante tres, posiblemente cuatro meses, lo que sin duda sería suficiente; y, mientras buscaban, el tirón subconsciente de la familiaridad de su país de origen podría ser suficiente para hacer girar la llave fundamental en la mente de Índigo.
Llevaban viajando dieciocho días ya y, por el momento, las islas no habían obrado el esperado milagro. Pero los acontecimientos de esta noche, pensó Vinar, podían alterar eso. Índigo adoraba la música y había tocado a menudo su arpa para la tripulación del Buena Esperanza durante el viaje hacia el sur, y, aunque él no podía afirmar en absoluto ser un experto, creía que la muchacha poseía un raro e inusual talento. El arpa se había perdido pero el talento debía de seguir ahí. Y esta noche, según le había dicho Rogan Kendarson, un arpista local figuraba entre los músicos del festejo...
Un grito procedente del otro lado de la plaza y un amago de aplausos hizo que las cabezas giraran de improviso, y Vinar miró junto con el resto en dirección al establo. Un hombre delgado de aspecto vigoroso acababa de subir a la carreta y reclamaba silencio; uno o dos bienintencionados pitidos lo saludaron, seguidos de una aclamación cuando anunció el primer baile. Un violinista, dos flautistas y una muchacha con un tambor se encaramaron junto a él, y las parejas se colocaron en el ruedo despejado para iniciar el baile denominado Novios cortejándose.
Nada más iniciarse la música, Vinar posó una mano sobre la de Índigo y le preguntó con una mueca divertida: —¿Quieres bailar?