—¡Eh, Grimya! —La voz de Vinar podía atravesar una pared de roca cuando la elevaba, y todas las cabezas se volvieron—. Deja algo para nosotros pobres esclavos humanos, ¿de acuerdo?
Se escucharon risas, y el animal de pelaje gris giró la cabeza y le dedicó una sonrisa lobuna mientras dejaba que la lengua se balanceara por una de las comisuras. Un mensaje entusiasmado penetró en la mente de Índigo.
«¡Carne! ¡Todos tenemos carne! ¡Sólo falta un día para llegar a tierra, de modo que han abierto el último barril de tasajo y el cocinero ha preparado estofado!»
Grimya, la loba, su mejor amiga y compañera desde hacía medio siglo, se mostró tan bulliciosa como un cachorro en su primera cacería al correr hacia Índigo, y saltó en el aire para dar mayor énfasis a su mensaje telepático.
«¡Será tan estupendo volver a comer carne! ¿Cuánto tiempo ha pasado, Índigo? ¿Cinco días? ¿Más? Parece como si fueran más. ¡Estoy harta de comer pescado!»
Índigo lanzó una carcajada y alborotó el pelaje de la loba, mientras que Vinar se agachaba para acariciarla con cariño.
—El olfato de Grimya nos gana a todos —dijo—. Ahora lo percibo y es estofado. Auténtico estofado. Nos aseguraremos de que pueda repetir, ¿de acuerdo?
Índigo asintió. Vinar no conocía el secreto de Grimya; no se daba cuenta de que el animal era un mutante que comprendía y podía hablar la lengua de los humanos. Y el vínculo telepático que Índigo y la loba compartían era algo que, quizá, no habría entendido. A pesar de ello, Vinar y Grimya se habían hecho buenos amigos durante el viaje, y ahora la loba se dedicó a abrir paso al scorvio por entre la masa de marineros hambrientos hasta la escotilla, donde la cocinera davakotiana se dedicaba a entregar humeantes cuencos de madera con la comida del mediodía al tiempo que chillaba a voz en grito a los presentes:
—¡Esperad vuestro turno, que la Madre del Mar se os lleve a todos, esperad vuestro turno!
Vinar regresó hasta donde esperaba Índigo, realizando increíbles malabarismos para transportar tres cuencos rebosantes en dos manos mientras intentaba que una Grimya babeante y apretada contra sus piernas no le hiciera dar un traspié. Los primeros en obtener sus raciones empezaron a desperdigarse por la cubierta, y ellos tres encontraron un lugar donde sentarse con la espalda apoyada contra el palo de mesana y disfrutar de la comida.
—¡Demos gracias a la Madre todopoderosa por tener una buena cocinera en este barco! —A modo de homenaje, Vinar alzó su primera cucharada de suculento estofado picante hacia el cielo, antes de introducírsela en la boca con aire agradecido—. ¡Más valiosa que toda una brazada de oro y piedras preciosas; puedes creerme, porque sé lo que digo! —Engulló lo que tenía en la boca, se pasó la lengua por los labios, y clavó la mirada en Índigo—. ¿Tú sabes cocinar, o no? No importa; ¡si tú no sabes, yo lo haré! —
Y su risa resonó con fuerza por la cubierta—. Un día de éstos; un día de éstos. Cambiarás de idea. ¡Espera y verás!
Terminada la comida, el capitán Brek, con la prudencia del buen marino, hizo saber que a partir de aquel momento todas las guardias se doblarían hasta que el Buena Esperanza estuviera a buen recaudo en el puerto. Sí, sabía que eso significaba más trabajo y menos descanso para todos, pero si el tiempo cambiaba para dar paso a una tormenta como la que presentía en los huesos, todos le darían las gracias por su previsión. En esas latitudes las tormentas primaverales eran violentas y podían desatarse en cuestión de minutos: cuantos más miembros de la tripulación estuvieran despiertos y vigilantes en cada turno, y listos para enfrentarse al momento con lo que fuera que los elementos les lanzaran, mucho mejor.
Se realizó un precipitado reajuste de los turnos, e Índigo se encontró destinada a las guardias de la tarde y el amanecer mientras que Vinar iba a parar al turno de medianoche apodado, junto con varios otros epítetos más vulgares, el Festejo del Cadáver. Tras recibir órdenes de descansar mientras pudieran, la muchacha y los otros miembros de su guardia descendieron por la escalera de cámara hasta el dormitorio comunitario, situado en una de las cubiertas inferiores y compuesto por tres hileras de hamacas colgadas entre puntales de hierro, Índigo escogió una hamaca en la hilera inferior y se tumbó, mientras Grimya se enroscaba sobre una manta doblada. El dormitorio carecía de portillas y estaba iluminado tan sólo por un farol humeante que se columpiaba al compás del suave balanceo del barco y proyectaba sombras soporíferas. La mayoría de los marineros se durmieron enseguida; durante un buen rato Grimya permaneció en silencio, observando los dibujos proyectados por las sombras; luego levantó la cabeza
con cierta cautela e irguió una oreja.
«No duermes.» No era una pregunta sino una afirmación, y su voz mental tenía un tono de reproche.
Índigo suspiró y se removió en la hamaca.
«No; no duermo», transmitió a su vez.
«Deberías hacerlo. La próxima, guardia será agotadora, con tan sólo una pequeña pausa, y necesitas descansar.»
«Lo sé, cariño, lo sé. Pero...»
«Se trata de Vinar, ¿verdad?», la interrumpió Grimya. «Ha vuelto a trastornarte, y todavía no sabes qué hacer con respecto a él.»
«Exacto.» No tenía sentido negarlo, a pesar de que durante los últimos minutos había estado realizando un decidido esfuerzo por pensar en cualquier cosa menos en Vinar. «Está resultando tan difícil, Grimya. Es una persona amable, un buen hombre, y sé que me ama.» Calló un instante. «Cuando lleguemos a puerto, tendré que tomar una decisión. O bien lo miro a la cara y le digo que lo odio y desprecio, me molestan sus insinuaciones y no quiero volver a verlo jamás...»
«Lo cual», interrumpió Grimya de nuevo, con suavidad, «sería una mentira.»
«Sí. Sí, lo sería. Me gusta Vinar, aunque no en la forma en que él desea, y no quiero herirlo a menos que sea imprescindible. Pero mi única otra opción es contarle la verdad... y, si lo hiciera, se negaría a creerme.»
Grimya profirió un débil gemido ahogado. Lo comprendió Vinar, como cualquier hombre razonable, encontraría imposible aceptar que Índigo no fuera lo que parecía; que no fuera una mujer en la flor de la vida, sino un ser proscrito que durante más de medio siglo había arrastrando la carga de la inmortalidad sobre sus espaldas. Sin envejecer, sin cambiar, incapaz de morir, desde aquel día de un pasado lejano en que había abierto una puerta prohibida y sacado a la luz un secreto largo tiempo olvidado...
«Quiere conocer a mi familia», comunicó Índigo con amargura. «¿Cómo puedo decirle que no tengo familia, que todos Llevan muertos cincuenta años y que fui yo quien los mató?»
«Tú no lo hiciste...», empezó a protestar Grimya, pero Índigo la acalló.
«Lo hice, cariño; de nada sirve negarlo. Directa o indirectamente, yo fui responsable de sus muertes.»
El tiempo había cicatrizado muchas de las heridas y difuminado el recuerdo de Índigo, pero, aunque su padre, madre y hermano no eran ahora más que sombras apenas recordadas, algunas veces sentía la sensación de culpa por lo que había hecho como un agudo dolor físico en su interior. Al iniciarse este viaje había tenido la esperanza de que, al regresar a su país para enfrentarse a aquellos fantasmas tras cincuenta años de exilio, podría encontrar una forma de exorcizarlos y hacer las paces con su pasado. Pero, a medida que la nave se acercaba más y más a las Islas Meridionales, la esperanza se había ido esfumando y la aprensión había ocupado su lugar. Se habría amilanado; habría saltado del barco en cualquiera de la docena de puertos en los que había atracado durante el largo viaje por el norte, y huido por tierra, por mar, a cualquier parte con tal de interponer una distancia infranqueable entre ella y su antiguo hogar... de no haber sido por una cosa: sabía —no; creía, aunque, en esto, no se podía separar la fe del conocimiento— que de todos aquellos que había conocido y amado hacía tanto tiempo, uno no estaba perdido. Ni perdido, ni muerto, sino vivo, inmutable, y esperándola. Para liberarlo del limbo en el que estaba retenido desde hacía cincuenta años, estaba dispuesta a enfrentarse a cualquier prueba. Y ésa era la verdad que Vinar no podría jamás comprender, el motivo por el que jamás podría amarlo. Ella tenía otro amor, y regresaba a casa en su busca.