«Debería haberle contado algo más cercano a la verdad», dijo a la loba. «Habría sido tan sencillo decir: "Estoy comprometida a otro, Vinar, y cuando lleguemos a puerto él estará en el muelle para darme la bienvenida". Él habría aceptado esa, pero en lugar de ello inventé una mentira deliberada, sobre parientes y una pequeña granja. Mi intención era evitar que se volviera demasiado curioso o suspicaz, pero todo lo que he conseguido es una maraña de la que no puedo escapar sin herirlo.»
«Eso es cieno», asintió Grimya, «pero ¿cómo ibas a saberlo? Al principio Vinar sólo quería, ser tu amigo. ¿Cómo podías saber que te convertirías en mucho más para él?»
«No podía. Pero debiera haber sido más cuidadosa, y ahora es demasiado tarde.» Se removió de nuevo en la hamaca, inquieta y desgraciada. «Tendré que hacerlo, Grimya. Por cruel que resulte, tendré que volverme contra él y desdeñarlo. No existe otro modo... y con el tiempo me olvidará, aunque jamás me perdone.»
Grimya no estaba tan convencida. Poseía la habilidad de ver un poco más allá en las mentes de los otros que su amiga humana y había visto hasta dónde llegaba la dedicación de Vinar por Índigo. A lo mejor olvidaría... pero ella sospechaba que no sería así. Y, aunque nada la habría inducido a decirlo, estaba segura de que se necesitarían más que palabras, por muy duras y definitivas que fueran, para convencer al scorvio de que no tenía un lugar en la vida de Índigo.
Volvió a proferir un débil gruñido y apoyó el hocico sobre las extendidas patas delanteras.
«A lo mejor no será tan duro como temes», dijo en tono alentador. «A lo mejor encontraremos la forma de hacer lo que debe hacerse sin herir a nadie. Pero, sea como sea, no creo que te vaya a ayudar el darle vueltas ahora. Vinar y el capitán Brek tienen razón: el tiempo está cambiando. Lo huelo, y no me gusta la sensación que produce en mis huesos. Intenta dormir, Índigo. Por favor, inténtalo mientras puedes.» Su nariz se estremeció inquieta. «Quizás es nuestra última oportunidad antes de que nos encontremos con problemas.»
Índigo consiguió dormir por fin, aunque fue un sueño ligero e inquieto, hasta que el estruendo de la campana que anunciaba el cambio de turno la despertó con un sobresalto. Mientras abandonaba la hamaca con ojos empañados aún por el sueño, tuvo por un insensato momento la sensación de que la cubierta inferior estaba en llamas, ya que el dormitorio era un caos de haces de luz y de sombras, y figuras imprecisas se movían a su alrededor en aparente confusión. Pero a medida que su visión se aclaraba comprendió que los bamboleantes haces de luz los creaba el farol que se balanceaba violentamente en su gancho, y que las figuras que saltaban no eran más que el resto de la tripulación, despierta ya y amontonándose en dirección al pasillo y a la escalera de cámara situada algo más allá. La cubierta oscilaba bajo sus pies como un borracho mientras el Buena Esperanza cabeceaba en un mar encrespado, y comprendió que los «problemas» que Grimya había pronosticado ya habían empezado.
La mayoría de los marineros despertados estaban ya fuera del camarote y corriendo en dirección a la cubierta superior; un rezagado, un scorvio menudo y arrugado que no hablaba la lengua de Índigo, se detuvo en la puerta para volver la cabeza hacia ella, hacer una mueca y realizar una pantomima de un violento ataque de vómitos antes de desaparecer en pos de los otros. Índigo buscó a Grimya con la mirada y vio que seguía bajo la hamaca, de pie pero vacilante.
—Quédate aquí, cariño —dijo—. No hay nada que puedas hacer para ayudar en nuestra guardia, y estarás más cómoda bajo cubierta.
La loba agachó la cabeza, aliviada. Según su propia opinión no era mala marinera pero jamás le habían gustado los temporales.
«Cuídate», transmitió. «Te esperaré.»
Índigo le dedicó una sonrisa tranquilizadora y corrió hacia la escalera.
Al llegar al exterior se dio cuenta de que comenzaba a oscurecer; era una lóbrega oscuridad prematura que el banco de nubes que ahora cubría todo el cielo hacía aún más amenazadora. El viento no era todavía más que ráfagas violentas y aún no había empezado a llover, pero el mar ya daba sobre la tripulación del Buena Esperanza, una buena advertencia de lo que iba a venir. La marea era muy alta, y las olas golpeaban en un ángulo peligroso contra el lado de estribor. El capitán Brek había ordenado que todo el mundo fuera a las cuerdas, para orientar las inmensas velas de modo que la nave mantuviera el rumbo el mayor tiempo posible hasta que el peligro de que ésta girara de costado contra el oleaje resultara demasiado grande. Índigo añadió su peso y habilidad al grupo situado en la driza de la vela mayor, consciente, a pesar de la poca luz, de la presencia en su puesto del timonel, tranquilo pero alerta, mientras la nave avanzaba decidida. Todo había quedado perfectamente bajo control y todavía no existía peligro, pero la tensión se palpaba entre la tripulación. El capitán Brek se paseaba a grandes zancadas por entre sus lilas, sin hablar demasiado pero en constante vigilancia. Era davakotiano y ejemplar típico de los de su raza; había escogido personalmente a su tripulación y confiaba en ella, pero la responsabilidad última recaía en él y nada lo convencería de aflojar la vigilancia un solo momento. Menudo, moreno, de una eficiencia tremenda, con sus cabellos cortados casi a ras y dos rubíes resplandeciendo como un segundo par de feroces ojos en las afiladas mejillas, daba una orden aquí, una palabra de ánimo allí, hasta que poco a poco el nuevo turno de guardia fue adoptando un ritmo de trabajo más seguro. El mar estaba encrespado, dijo Brek, pero aún pasaría un tiempo antes de que la tormenta estallara y el auténtico trabajo empezara. Reconfortados por su tranquilidad, la tensión aflojó, y no tardaron en escucharse las acostumbradas peticiones de canciones y relatos para ayudar a pasar las horas. En principio, el capitán fingía no aprobar tales frivolidades, pero en la práctica se divertía tanto con ellas como el resto y poseía una buena voz de barítono para sumarse a las salomas. A medida que el atardecer daba paso a la oscuridad y ésta a la noche cerrada, la tripulación fue cantando a voz en grito sus canciones predilectas como Mares embravecidos y Las muchachas del norte y del sur, y, como había sucedido ya tantas veces, se persuadió a Índigo para que relatara una historia al típico estilo de los bardos que tanto cautivaba a su auditorio. El Buena Esperanza siguió navegando, y por fin la campana volvió a sonar y la muchacha regresó bajo cubierta para reunirse con Grimya y disfrutar de algunas horas preciosas en su hamaca antes de la guardia del amanecer, mientras Vinar y los otros subían, entre burlas bien intencionadas, para hacerse cargo del Festejo del Cadáver.