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Los hombres de la orilla divisaron por vez primera al Buena Esperanza justo minutos antes de que se estrellara contra las rocas situadas frente al cabo Amberland. Cual un fantasma monstruoso la nave surgió de entre las rugientes tinieblas, con el palo mayor y el de mesana rotos y los jirones de las velas ondeando enloquecidos en medio del vendaval. No se veían luces a bordo, pero, bajo el resplandor de los faros que lanzaban su silenciosa advertencia desde lo alto de los acantilados que se alzaban sobre la bahía, los vigilantes distinguieron figuras humanas que se movían como hormigas frenéticas por la cubierta mientras el enorme casco se abatía sobre las aguas.

Algunos forcejeaban todavía valientemente con las drizas en un último y desesperado esfuerzo por hacer girar la nave y mantenerla alejada de la costa, pero la mayoría de sus camaradas habían abandonado toda esperanza de que el navío consiguiera salvarse y se esforzaban por bajar los botes.

La nave golpeó de costado contra el arrecife, con un estallido lento y chirriante que resultó aún más aterrador en medio del bramar de la tempestad. Los dos mástiles que aún quedaban enteros se balancearon violentamente, uno de ellos se partió por la mitad y la parte superior fue a estrellarse contra la cubierta, arrastrando velas, jarcias y crucetas en su caída. Uno de los botes recibió el impacto de los escombros y salió despedido por encima de la borda, con media docena de tripulantes; el grupo de rescate de la playa los vio luchar con las olas pero no pudo hacer nada por ayudarlos. En aquel mar ni siquiera los nadadores más resistentes y valientes se atrevían con los arrecifes; hasta que la marea arrastrara más cerca de la orilla a los hombres que intentaban mantenerse a flote, éstos tendrían que arreglárselas como pudieran.

En el poco tiempo del que habían dispuesto entre su peligroso descenso por el sendero del acantilado hasta llegar a la playa batida por la tormenta y la aparición del barco en apuros, los lugareños habían hecho todo lo posible por prepararse para el rescate. Cuatro jóvenes, despojados de botas y abrigos y atados a cuerdas de salvamento, temblaban bajo unas mantas mientras esperaban para zambullirse en el mar en cuanto vieran aproximarse el primer cuerpo. Tras ellos, cada cuerda de salvamento estaba a cargo de una docena de pares de brazos fornidos, listos para tirar de los nadadores en contra de la poderosa resaca, mientras otros luchaban por ensamblar sogas y aparejos, esperando el milagro que les permitiera aparejar una boya de salvamento hasta el zozobrante Buena Esperanza antes de que las rocas rompieran su lomo.

Entonces, apenas audible en el rugir del vendaval y el tronar del mar, se dejó oír una voz.

—¡ Va a volcar!

Resonaba aún la advertencia en el aire cuando se escuchó un segundo golpe atronador, y el Buena Esperanza empezó a inclinarse. Los mástiles que aún quedaban en pie se ladearon peligrosamente en dirección a la playa como árboles derribados, y luego, con un sonoro estrépito, la nave volcó sobre uno de sus costados. Escucharon cómo el casco se hacía añicos contra los arrecifes, y chorros de espuma se elevaron hacia el cielo mientras mástiles y velas se hundían en el mar, y se alzaba una ola colosal que empujó a los aspirantes a rescatadores hacia la orilla. La tripulación no tuvo la menor oportunidad; el violento impacto lanzó a los marineros fuera del barco como desvalidos muñecos de trapo y los arrojó al embravecido mar. Palos y barriles y los restos de los botes cayeron sobre ellos, y una segunda ola gigantesca arrastró peces y cuerpos en dirección a la playa. Nada más levantarse la ola, los jóvenes atados a las cuerdas de salvamento corrieron a su encuentro, se arrojaron a la resaca y nadaron con todas sus fuerzas para llegar hasta los marineros que luchaban por mantenerse a flote. Un hombre fue lanzado directamente a la orilla y se desplomó, aparentemente sin vida, boca abajo sobre los guijarros. Unos cuantos hombres corrieron a arrastrarlo fuera del agua antes de que la siguiente ola cayera sobre él; luego volvieron a introducirse en el mar para recoger un segundo cuerpo que se acercaba en medio de una masa de espuma y pecios. De repente dio la impresión de que cada ola traía con ella nuevos náufragos; los cuatro nadadores jóvenes eran arrastrados de vuelta a la orilla cargados con cuerpos inertes y empapados para volver de inmediato al agua a medida que se divisaban más y más miembros de la tripulación del Buena Esperanza debatiéndose entre las embravecidas aguas, y aquellos que no se ocupaban de tirar de las cuerdas vadeaban entre las olas para prestar toda la ayuda posible, o, a salvo de la marea al abrigo de los acantilados, iniciaban la urgente tarea de intentar reanimar a aquellos que habían conseguido sacar del mar. Pero muchos no llegarían jamás a la playa ya que habían sido arrastrados por las corrientes y mareas cruzadas. El grupo de salvamento había visto a un perro entre aquellos infortunados; el animal estaba vivo y consciente y nadaba valientemente en un esfuerzo por llegar a la orilla, pero también él se había visto arrastrado. El mar arrojaría a la mayoría de los cadáveres a lo largo de la costa durante los próximos días, pero por el momento los hombres de la orilla no tenían tiempo para llorar a los muertos. Lo que importaba ahora era auxiliar a los vivos.

A algunos, no obstante, ya no se los podía ayudar: tres davakotianos, dos hombres y una mujer; varios hombres procedentes del continente oriental; un anciano y arrugado scorvio, y un gran número de otros, algunos ahogados, algunos destrozados contra las rocas antes de ser arrastrados a la orilla por las olas. De entre los supervivientes tres estaban malheridos, entre ellos una mujer cuya embarrada melena de cabellos castaño rojizos cubría la señal de un terrible golpe en la cabeza, pero los restantes habían sufrido menos golpes, y mientras sacaban al último hombre del agua uno o dos empezaron a dar señales de recuperar el conocimiento.

El vendaval empezaba ya a amainar. Su aullido se había convertido ahora en un silbido hueco que se entremezclaba con el rugir del mar para silbar con fuerza en los oídos, y en aquellos momentos era casi imposible mantenerse erguido sin ser doblado por el viento. Por el este, una fina y maliciosa cuchilla de fría luz blanca que se abría paso por una abertura entre las nubes indicaba la llegada del amanecer, y a medida que la luz adquiría fuerza se fue haciendo más patente el alcance del naufragio. El Buena Esperanza yacía sobre los arrecifes, con el casco partido en dos y los mástiles aplastados extendidos en dirección a la playa como dedos que intentaran desesperadamente encontrar un asidero. La playa estaba cubierta de restos; no tan sólo palos y maderas procedentes del barco mismo sino también restos de su carga, barriles, fardos y caías, y grandes pedazos de hierro balanceados por el mar con el mismo descuido que si fueran astillas. En medio de los desechos y los montones de algas que cubrían los guijarros de la playa se veían una docena o más de pequeños grupos de hombres, cada grupo trabajando obstinadamente para reanimar a un superviviente del naufragio. La marea había cambiado y empezaba a descender, aunque las olas seguían bullendo y rugiendo; y, a medida que el terror y el tumulto del rescate también disminuían, aparecía la consabida fatiga. Mientras el alba daba paso al nuevo día llegó otro grupo procedente del pueblo; formando parte de él iban algunas mujeres que llevaban mantas y frascos de reconstituyentes a base de hierbas. Se abrigó convenientemente a los exhaustos nadadores, se los condujo por el sendero del farallón de regreso a casa a comer y descansar, y se dispusieron improvisadas camillas para trasladar al pueblo a las víctimas del naufragio. Dos —un davakotiano y un scorvio grandullón y fornido— estaban totalmente conscientes y podían andar con un poco de ayuda, y poco a poco rescatadores y rescatados fueron abandonando desordenadamente la playa. En menos de una hora la última camilla iniciaba el ascenso por el camino del acantilado, menos peligroso ahora que el vendaval había amainado. Nadie del grupo de rescate volvió la cabeza para contemplar el destrozado casco encallado en los arrecifes que había sido el Buena Esperanza. La playa quedó a merced del azote del viento, de la atronadora marea que empezaba a descender y de las gaviotas carroñeras.