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—¡Sí, ya sé; ya sé lo que dices, y lo comprendo! —Vinar agitó las manos con fuerza como si al hacerlo pudiera dar a su súplica mayor énfasis—. Pero lo que quiero saber es si ella se pondrá bien. ¡Quiero saberlo!

—¡Vinar, déjalo estar! —El capitán Brek posó una mano sobre el brazo del corpulento marinero—. El médico hace todo lo que puede por Índigo, lo sabemos. No ha transcurrido ni un día; no puedes esperar que despierte necesariamente ya.

—De todos modos, es mejor para ella que no recupere todavía el conocimiento —dijo el médico, un hombre de mediana edad y cabellos castaños—. La mejor respuesta a un golpe como éste es dormir. —Dedicó una ojeada a Vinar, luego a Brek, cuyos ojos revelaban su extremo agotamiento—. Los dos deberíais regresar a vuestros alojamientos y a vuestras camas. Os avisaré en cuanto haya algo que contar, pero hasta entonces no podéis ayudarla ni a ella ni a los otros esperando aquí.

La mano de Brek se cerró con más fuerza sobre el brazo de Vinar.

—Vamos. El médico tiene razón; no hacemos más que molestar. Ven conmigo, y nos tomaremos una copa o dos, ¿eh? Luego los dos seguiremos el consejo de este buen hombre y nos iremos a dormir.

A pesar de doblar a Brek en tamaño, Vinar cedió ante la autoridad de su capitán. Sus azules ojos dedicaron una última mirada a la puerta cerrada tras la que yacía Índigo.

—De acuerdo, iré —repuso con un suspiro—. Pero si ella muere...

—Estoy seguro de que no tienes por qué temer eso —contestó el médico con una sonrisa—. El golpe ha sido fuerte, pero no se ha roto el cráneo y no hay señales de que se haya acumulado sangre bajo la herida. Creo que todo lo que ella necesita ahora es descanso, y cuidados y prudencia cuando despierte.

Vinar no se sentía satisfecho, pero dejó que Brek lo sacara de allí y lo condujera a la casa donde ambos se alojaban. Los habitantes del pueblo de pescadores habían acudido rápida y generosamente en ayuda de los supervivientes, y casi cada casa alojaba ahora de forma temporal a uno o más de los tripulantes del Buena Esperanza. Habían transformado una de las casas en enfermería, y allí los tres marineros malheridos, junto con varios otros que padecían conmoción y los efectos del agua y el frío, habían quedado al cuidado de dos médicos locales. La tempestad se había extinguido por fin alrededor del mediodía, y, en medio del extraordinario silencio que a menudo sigue a tales tormentas, los hombres del pueblo habían descendido a la bahía para rescatar todo lo que pudieran del navío encallado en la playa. Ahora la oscuridad había vuelto a caer, con un cielo despejado y una luna llena; los grupos de rescate habían regresado, los médicos habían hecho todo lo que podían por los heridos, y todo lo que quedaba era aguardar y esperar que poco a poco se recuperaran por completo.

El capitán Brek calculaba que más de la mitad de su tripulación había sobrevivido. Era, como había explicado al medico, poco menos que un milagro, y aunque lo afligía profundamente la pérdida de vidas humanas, no por ello dejaba de dar fervientes gracias a la Madre del Mar por haber permitido que se salvaran tantos. Se había enviado un mensajero al puerto de Ranna para comunicar el desastre y el número de supervivientes, y habría literas disponibles en otros barcos para todos los que las quisieran una vez que estuvieran en condiciones de zarpar en dirección a sus países de origen. Brek sabía que algunos desdeñarían tal idea y simplemente se contratarían con otros patrones; él mismo tenía intención de regresar a Huon Parita, donde estaba seguro de que se le ofrecería un nuevo barco. Ningún armador inteligente culpaba a un capitán —en especial a un capitán davakotiano, y uno con tanta experiencia como Brek— por la pérdida de una nave; era uno de los peligros del mar y un riesgo que debía correrse. Brek no sería denigrado ni caería en desgracia por el hecho de que sus esfuerzos por salvar el Buena Esperanza hubieran sido vanos. Pero le quedaría el recuerdo, y éste siempre lo perseguiría.

Curiosamente, una de las cosas que más lo entristecía era la pérdida de Grimya. Tanto él como toda la tripulación se habían encariñado con la loba durante el viaje, y también era muy consciente del vínculo que existía entre ella e Índigo. Resultaría una triste tarea dar la noticia a Índigo, quien sin duda lo tomaría muy mal. Sin embargo, no existía la menor duda de que Grimya se había ahogado; si los hombres más fuertes no habían podido hacer nada ante aquel mar embravecido, ¿qué posibilidades de supervivencia podría haber tenido un animal?

Brek y Vinar llegaron a la casa donde se hospedaban y entraron. La esposa de su anfitrión se encontraba allí; tras meter en la cama a sus hijos, les entregó recipientes de caldo caliente junto con hogazas de pan de avena. Luego, sin hacer caso de sus protestas, los condujo a la habitación que compartían bajo el alero, y respondió a las nerviosas súplicas de Vinar con la promesa de que lo despertaría en cuanto el médico hiciera llegar noticias de la mujer. Brek se sumió al momento en un pesado y atribulado sueño, pero Vinar, por su parte, permaneció un rato sentado ante la pequeña ventana, contemplando la tranquila noche mientras lo corroía la preocupación. Por fin, ni siquiera él pudo resistir la influencia del agotamiento; su cabeza cayó al frente hasta reposar sobre sus brazos cruzados, y fue hundiéndose en una inquieta inconsciencia.

La luna se ponía ya cuando Índigo despertó. Al empezar a moverse, murmurando y dando vueltas en su jergón, la muchacha que había estado velándola toda la noche se puso en pie rápidamente y cruzó la habitación para contemplarla a la luz de una vela protegida por una pantalla. Lo que vio la hizo abandonar de inmediato la habitación para despertar al médico.

En cuanto recuperó el conocimiento, lo primero que advirtió Índigo fue un sordo dolor punzante en la cabeza. ¿Había bebido demasiado?, se preguntó vagamente. No..., no era bebida; no recordaba haber bebido. Alguien había irrumpido en su habitación — no, no en su habitación, no era eso—, pero habían entrado gritando y...

y..... —¿Índigo? —Una voz de hombre sonó con suavidad cerca de ella—. ¿Eres

Índigo, verdad?

Ella no comprendió qué quería decir. Su mente estaba confusa, la cabeza le dolía. Y estaba oscuro. Entonces se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados todavía y, con un esfuerzo, consiguió que se abrieran.

La luz que le cayó sobre los ojos parecía intolerablemente brillante, pero el hombre situado junto a ella dijo algo y la fuente de luz se alejó un poco. Índigo distinguió entonces los vagos contornos de una habitación, aunque su visión estaba aún demasiado empañada para distinguir detalles y juzgar si el lugar le resultaba o no familiar. En ese momento una sombra cayó sobre ella. La joven desvió la cabeza ligeramente e hizo una mueca de dolor cuando el zumbido de su cabeza se transformó en una breve pero aguda punzada; por fin consiguió distinguir con claridad el rostro inclinado sobre ella.

No lo conocía, pero tenía un aspecto bondadoso y sereno y eso la tranquilizó.

—Me llamo Olender —dijo él con dulzura—. Soy médico. Estás a salvo ahora, Índigo, y todo está bien. No —extendió una mano para evitar que se incorporara—, no intentes levantar la cabeza. Tu cabeza ha recibido un golpe terrible y es mejor que permanezcas tumbada y sin moverte. Jilia ha ido en busca de una poción que eliminará el dolor. —Calló unos instantes y luego continuó—: Bien, esto puede parecerte una petición extraña pero te ruego que me complazcas. ¿Ves mi mano? —La levantó ante ella, y la muchacha asintió con un movimiento apenas perceptible—. Estupendo. ¿Cuántos dedos tengo extendidos?