Jes lanzó una perpleja mirada a Niahrin.
—Pero ¡si yo conocía a Helder Berisson! —protestó con un siseante susurro—. No se ahogó en el mar; vivió hasta una edad avanzada, y era...
—¡Chissst! —Niahrin hizo un gesto frenético. Fenran, aparentemente sin haberse dado cuenta de la conversación, continuó hablando.
—Helder lo sabía, y hay otros. Pero ya no hablan de ello. Ya se han dado cuenta de que no deben hablar de ello, ya que nosotros tenemos muchos ojos y muchos oídos entre estas paredes. Estamos por encima de la ley, porque nosotros somos la ley. Nosotros gobernamos.
—¿Sois felices con vuestro poder? —preguntó Niahrin en voz baja—. Tú y Anghara, tú y tu reina, ¿sois felices?
—¿Felices? —Su boca se crispó en una mueca, y su envejecido rostro se tornó feo—. ¿Qué valor tiene eso?
—Para algunos, lo vale todo. ¿Os amáis tú y tu esposa, la reina?
—El amor es para los niños. Yo poseo algo mejor, más poderoso y más deseable que el amor.
«¡Ah, sí! —pensó la bruja—. ¡Ah, sí!» Acababa de revelar el meollo de la cuestión, el hilo central a cuyo alrededor se había urdido esta perversa trama de lo que «podría haber sido». Ella había captado la nota oculta en su voz, el atisbo de una desdicha indecible de la que él no era consciente, y había empezado a comprender el significado de los soles gemelos, uno amargado y el otro tapado, del tapiz que había tejido.
—Fenran. Fenran. Fenran —canturreó su nombre—. Has hilado un hilo magnífico y contado una historia excelente. Pero no es así como fue para ti.
—¡No! —Sus ojos se abrieron de par en par, llameantes—. Es...
—Silencio.
La orden resonó estridente en el cerrado espacio de la bodega, y Fenran se balanceó hacia atrás como si ella lo hubiera golpeado. Reprimiendo el ataque de escalofríos que intentaba dominarla, Niahrin aspiró con fuerza.
—Escucha y responde, Fenran. Escucha y responde. Dime adonde ha ido Perd.
—¡No existe tal persona! —Giró la cabeza a un lado con energía.
—Sí existe, Fenran. Sí existe. Dime dónde se esconde Perd. Muéstrame dónde se esconde Perd. Cuéntame la historia de Perd; la historia que fue, y no la historia que podría haber sido.
—No existe... esa historia.
—Yo sé que sí. Yo soy Niahrin, y Niahrin conoce a Perd y sabe lo que sucedió con los sueños de Perd. Porque Anghara se atrevió a cruzar el umbral de la Torre, y liberó los demonios, y por lo tanto no hubo boda para ella y para Fenran, sino sólo muerte y separación.
La voz de Fenran se transformó en un ronco aullido.
—¡Ella no murió!
—No; pero Kalig murió, y Kirra murió, y Anghara se había ido y por lo tanto no había otros excepto tú. Pero ellos no quisieron hacerte rey, Fenran. Se compadecieron de ti, pero no quisieron hacerte rey. —Niahrin apenas si se daba cuenta de lo que decía; su mente sondeaba las profundidades de la conciencia de Fenran y extraía lo que veía allí, lo sacaba de las sombras en las que había yacido durante tanto tiempo para llevarlo, entre convulsiones y gritos, a la luz. Una criatura espantosa y deforme que hubieran debido estrangular al nacer. Pero era la verdad.
»Te negaron el trono, Fenran. Ellos te negaron el poder que ansiabas, y en su lugar llegaron nuevos señores: Ryen, luego Cathlor, luego un segundo Ryen. ¿Serviste bien a tus señores? ¿Sabían ellos tu auténtico nombre y tu historia? Quizá no se lo dijiste. A lo mejor, en su lugar, esperaste.
—Nn... no...
Ella atajó implacable la protesta.
—¿Qué esperabas, Fenran? ¿Esperabas el regreso de Anghara? ¿Era la idea de su regreso la que llenaba tus sueños y obsesionaba tus días? ¿Esperabas a que regresara y reclamara sus derechos, para que tú pudieras al fin compartirlos y ocupar el trono a su lado?
—¡Ella es la reina! ¡La legítima reina!
—Pero ella te abandonó. Te dejó atrás, cuando llegaron los demonios. ¿Por qué se fue ella, Fenran? ¿Por qué huyó de su hogar y de su herencia?
—¡No tenía elección!
—Sí tenía elección. Podría haberse quedado a tu lado, penetrar contigo en el mundo de lo que «podría haber sido». Tu mundo, Fenran, de celos, intrigas, violencia y muerte. Pero Anghara eligió un sendero diferente. El sendero a la Torre de los Pesares, a los demonios de su propia mente y no de la tuya. —La bruja hizo una pausa y luchó por llenar de aire los pulmones—. ¿La has perdonado alguna vez por ello, Fenran? ¿O es eso, también, una parte de la locura de Perd: saber que Anghara era más fuerte que tú, que tuvo la valentía de buscar su propio camino y enfrentarse a sus propios demonios? Ella podría haberse ocultado en la capa de sombras con que la rodeaste, e intentar buscar lo que su corazón deseaba cediendo al poder de la muerte, como tú hiciste. Pero tú no has encontrado lo que tu corazón deseaba, Fenran. Tus demonios siguen andando detrás de ti, siguiendo tus pisadas, y cuando duermes todavía los oyes reír, porque no tienes el valor de enfrentarte a ellos. Anghara tuvo ese valor. Tú escogiste el poder de la muerte, pero ella escogió el poder de la vida. Sus demonios están ya casi vencidos ahora, y sólo queda uno. ¿Sabes su nombre, Fenran? ¿Tienes el valor de decir ese nombre en voz alta?
Fenran la contemplaba fijamente, paralizado. Un músculo de su mandíbula se movía frenéticamente, fuera de control, y parecía como si intentara hablar pero no pudiera. Niahrin sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Qué era lo que ella había dicho? ¿Qué era lo que había hecho? Las palabras habían brotado de ella, pero no podía recordarlas...
Sin previo aviso, la figura del lecho que tenía enfrente se disolvió, pareció resquebrajarse como una figura de yeso. Por un instante recibió una fugaz imagen aterradora de un hombre tan viejo que no era más que un esqueleto viviente, sin pelo y descarnado; luego el joven Fenran regresó... pero era un Fenran que ella no había visto nunca, de boca bondadosa y mirada cálida; un joven apuesto que no había sido corrompido por la codicia ni la crueldad ni las intrigas. El hijo del norte, amigo y amante, a quien la princesa Anghara había entregado su corazón.
—Por favor..., no comprendo... —dijo el joven, con una voz tan llena de dolor y perplejidad que arrancó lágrimas de los ojos de la bruja.
Y la máscara volvió a hacerse añicos. El anciano y demente Perd había regresado, y sus labios estaban salpicados de saliva cuando se lanzó al frente, forcejeando con sus ligaduras y gritando al rostro de Niahrin.
—Pero ¡ella comprende! ¡Ella comprende! ¡Pregúntale..., haz que te lo diga! ¡Haz que interprete el aisling, y entonces recordará, y recuperará lo que es legítimamente suyo!
Alguien había vuelto a colocar el parche sobre el ojo izquierdo de Niahrin e intentaba ahora hacer que la bruja bebiera un sorbo de vino, pero ella no quería y por fin recuperó el suficiente control de sus músculos para apartar con suavidad la copa que se le ofrecía. Impresiones y recuerdos giraban en su memoria como bolas de lino enredadas por una carnada de traviesos gatitos; recordaba vagamente haber visto a Jes sentado sobre la figura convulsa y forcejeante de Perd, inmovilizándolo mientras Moragh obligaba al anciano a tragar algo, pero el alboroto había cesado ahora y el sótano estaba en silencio. La bruja miró a su alrededor aturdida, parpadeando; entonces, para su sorpresa, escuchó cómo su propia voz decía con toda claridad:
—¿Fenran?
—Se ha ido. —Una mano, la de Jes, pensó, le tocó la frente y la voz del bardo dijo—: Creo que tiene fiebre, alteza. No me extraña, después...
—No, no. —Niahrin intentó ponerse en pie (¿cómo era que estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada contra la pared?), pero el esfuerzo estaba más allá de sus posibilidades y volvió a dejarse caer—. Estoy bien —insistió—. No tengo fiebre. No era más que un... un eco, en mi cerebro. —Su visión se aclaraba ya y descubrió que las lámparas volvían a estar encendidas y el sótano puesto de nuevo en orden. ¿Había estado desordenado? No lo recordaba... Alguien había tapado la rueda de hilar, y no se veía ni rastro de la cuerda de lino llena de nudos.