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—Pero sin duda debe de haber sido muy laborioso volver a afinarla después de todos estos años; sí, estoy totalmente de acuerdo —dijo, sin dar a Brythere la oportunidad de añadir nada más—. Ha sido muy generoso por tu parte tomarte tantas molestias, Jes.

—Un placer, alteza. —El bardo le dedicó una reverencia—. Como único arpista de Carn Caille, no disfruto con frecuencia de la posibilidad de tocar con otro colega. — Acercó un taburete al instrumento—. Índigo, siéntate aquí. Ahora ¿puedes tararear las primeras notas de la melodía?

Índigo lo hizo —aunque seguía contemplando el arpa con el entrecejo fruncido, y la arruga de la frente era más profunda ahora, como si algo intentara abrirse paso desde el fondo de su mente— y Jes asintió con la cabeza.

—La conozco bien. ¿Toco yo como primera arpa, y tú como segunda?

—Sí. Sí, gracias.

Índigo se sentó pero no tocó las cuerdas. Algo la molestaba claramente ahora, observó Niahrin. Pero ese algo no se había afianzado aún con fuerza suficiente; la muchacha seguía queriendo unirse a ellos en la interpretación. «Sólo unos instantes más —rezó en silencio la bruja—, sólo unos instantes más...»

Jes extrajo un ondulante arpegio de su instrumento, y Niahrin tomó su flauta. También ella conocía bien la melodía, pero, mientras se iniciaba el solo de arpa y ella aguardaba su entrada en el segundo verso, no dejaba de observar al bardo de reojo, alerta a la señal convenida con anterioridad. Arpa y flauta empezaron a entretejer sus melodías, y no obstante su aprensión, que la aguijoneaba ahora con mucha insistencia, Índigo se sintió seducida por la música. Flexionó las manos involuntariamente, las extendió, y los dedos tocaron las cuerdas.

Por primera vez en cincuenta años, las magníficas notas del arpa de Cushmagar sonaron en Carn Caille. Niahrin sintió como si una mano gigantesca y helada se hubiera posado sobre su espalda; la flauta titubeó y desafinó antes de que pudiera recuperar la serenidad. En la mesa, Ryen estaba rígido; Brythere, boquiabierta y con una mano aferrada a la manga de su esposo. Grimya se mantenía agazapada, con los ojos rojos de miedo, y Moragh permanecía inclinada hacia adelante; tenía los nudillos blancos mientras sujetaba con fuerza el borde de la mesa, y los ojos le brillaban con una luz ávida casi fanática. Vinar, sin sospechar nada, se limitaba a sonreír a Índigo con afectuoso orgullo; e Índigo, por su parte...

Algo no iba bien. Ella lo sabía, lo sentía. Algo no iba bien en el arpa. La percibía extraña bajo sus dedos, casi como si fuera parte de un sueño y en absoluto real. Pero el sonido que brotaba de ella era hermoso, cautivador; jamás había escuchado un instrumento tan rico y delicado... ¿O sí lo había escuchado?

Su visión se oscureció de improviso —¿qué les había sucedido a las luces?— y, sobresaltada, levantó la cabeza. ¿Por qué la miraban todos de aquella forma? Sus expresiones eran extrañas, fijas; había sombras en sus rostros, y Vinar... ¡Pero él ya no era Vinar! Era otra persona, otra persona... Y el rey parecía mayor, con la barba y los cabellos diferentes, y la mujer sentada a su lado no era la reina Brythere.

—Nnn... —El sonido, inarticulado, surgió de su propia garganta pero no consiguió transformarlo en palabras, ya que la lengua no quería obedecer.

»Nn... aaah... —«No», quería decir. «No, parad, paradlo, antes...»

Jes comprendió, e hizo la señal a Niahrin. Al instante la música cambió, y la conocida canción de las Islas Meridionales se metamorfoseó en la lenta y obsesiva melodía del aisling. Niahrin vio cómo los ojos de Índigo se abrían desorbitados por el horror. Reuniendo todo su poder, la bruja consiguió capturar su sobresaltada mirada y, sosteniéndola, se volvió completamente de cara a la muchacha. La boca de Índigo se abría y cerraba sin emitir sonido alguno, y sus manos tocaban ahora la melodía sobre las cuerdas del arpa, moviéndose por voluntad propia mientras seguían impotentes a donde los otros las conducían. Las notas ascendían y descendían, ascendían y descendían, hipnóticas e irresistibles, repitiéndose una y otra vez... Índigo lanzó un grito; un grito de dolor, miedo y pena que se elevó agudo hasta las vigas del techo. Vinar se puso en pie al instante, pero Ryen se lanzó sobre él y lo arrastró de nuevo a su asiento.

—¡No! —gritó el monarca—. ¡Déjala, amigo! ¡Déjala sola! En ese momento, inopinadamente, un viento helado recorrió la sala. Todas las lámparas y velas se apagaron, dejando a los reunidos a oscuras, y la música volvió a cambiar. Jes y Niahrin escucharon el cambio y dejaron de tocar como si los hubieran pinchado. La flauta de Niahrin resbaló de sus manos y chocó contra el suelo, y Jes agarró con fuerza su propia arpa, que había empezado a balancearse violentamente. Pero Índigo siguió tocando. Tenía la cabeza echada hacia atrás, la espalda doblada como si fuera víctima de un dolor terrible, y sus dedos volaban sobre las cuerdas de la gran arpa mientras del pasado, de la oscuridad, del mundo de lo que «podría haber sido», el otro y más poderoso aisling, el legado de Cushmagar y su advertencia, penetraba tumultuoso en su interior y la atravesaba con una fuerza impresionante y terrible.

CAPÍTULO 20

Desde el extremo opuesto de la sala, una voz compuesta habló en voz baja pero a la vez con abrumadora y dramática claridad.

—ANGHARA...

Las manos de Índigo se separaron violentamente de las cuerdas, y la muchacha cayó hacia atrás, resbaló del taburete y fue a chocar contra el suelo. Durante varios segundos se produjo un silencio agorero en la sala. Aturdida, Índigo empezó a incorporarse despacio.

—ANGHARA... ¿NOS RECUERDAS, ANGHARA?

El fuego de la chimenea llameó con fuerza, obligando a las sombras a retroceder, y del interior del hogar, materializándose de entre las llamas, surgieron tres figuras que avanzaron hacia Índigo. Némesis iba delante; detrás de la criatura de cabellos plateados iba la figura de los ojos lechosos, y el lobo de pelaje pálido la seguía. Némesis sonrió con tristeza y extendió una mano como si intentara una conciliación.

—¿No quieres recordarnos, hermana? ¿No quieres recordarnos, y regresar?

—No... —El cerebro de Índigo se rebeló—. No..., no os conozco...

—Claro que nos conoces, hermana. Nos conoces a todas. —Némesis dio un paso al frente, luego otro, y otro, y los otros dos fantasmas la siguieron—. Ven, Anghara. Ven. Volvamos a ser uno solo otra vez.

Índigo retrocedió, y chocó con el arpa de Cushmagar. Las cuerdas vibraron, emitiendo un gemido sobrenatural.

—¿Qué queréis de mí? No os conozco; ¿no comprendéis? Manteneos lejos de mí... ¡Manteneos apartadas! —Y giró en redondo, al tiempo que su voz se elevaba desesperada—. ¡Vinar! ¡Vinar, por favor, ayúdame!

Con un rugido de miedo y rabia, Vinar se desasió de la mano del rey y se lanzó al frente; Ryen intentó sujetarlo, pero él se le escapó y corrió hacia Índigo.

—¡Detenedlo! —gritó Moragh con desesperación—. ¡Que alguien lo detenga...! ¡Grimya!

Lo que sucedió en los segundos que siguieron ocurrió tan deprisa que dejó a Niahrin aturdida. Una mancha gris surgió veloz de detrás de la mesa, y Grimya se lanzó sobre Vinar con un poderoso salto. Chocó contra él con todo su peso, y el hombre se vino abajo con un rugido, agitando brazos y piernas. Ryen empezó también a gritar, mientras Brythere emitía agudos chillidos mezcla de sorpresa y temor, y con un veloz y grácil movimiento los tres fantasmas corrieron hacia Índigo. Una luz cegadora brilló de repente en toda la sala, como si un rayo hubiera iluminado las ventanas, y el sobresalto los inmovilizó a todos de golpe. Vinar se encontraba tumbado en el suelo, perplejo; Ryen y Brythere estaban tan desconcertados que eran incapaces de decir nada; Jes y Moragh permanecían petrificados como figuras de un cuadro viviente. Niahrin, por su parte, descubrió que se había arrojado al suelo e intentaba instintivamente cubrirse la cabeza con las manos. Y los tres fantasmas habían desaparecido...