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Índigo, de pie y sola en medio de la sala, se balanceó de repente, y un sonido ahogado borboteó entre sus labios. Llamándola por su nombre, Vinar se incorporó con dificultad y empezó a acercarse a ella... pero se detuvo cuando la muchacha se volvió y lo miró. El

rostro de Índigo mostraba una expresión de perplejidad, pero su porte de notaba una confianza nueva y desconocida. En una voy que no parecía la de la Índigo que todos conocían, preguntó con calma:

—¿Quién eres tú?

Los ojos de Vinar parecieron a punto de estallar por la sorpresa.

—¿Quién...? Índigo, ¿qué estás diciendo? ¿Qué quieres decir? Soy yo, Vinar, ¡Vinar! —Intentó acercarse a ella, pero Grimya volvió a gruñir y desistió. El tono de su voz se tornó azorado, patético—. Índigo...

—Vinar —Moragh se encontraba a su lado y lo tomaba del brazo—, creo que será mejor que te sientes.

—Pero...

—Mírala, Vinar. Mírala con atención.

Así lo hizo, y descubrió lo que ella, Niahrin y Jes ya habían visto. El aspecto físico de Índigo, así como su forma de actuar, habían cambiado. Sus ojos habían perdido su familiar color y adquirido un tono lechoso; mechas plateadas brillaban en sus cabellos; y, cuando inclinó a un lado la cabeza y le dedicó una sonrisita, había algo lobuno en su expresión.

—Lo siento —dijo con afabilidad pero sin emoción—. No creo que hayamos sido presentados.

—Pero... —musitó de nuevo Vinar. Por mucho que se esforzaba, no conseguía encontrar las palabras para formar las preguntas. Como un niño, dejó que Moragh lo condujera de vuelta a su asiento, mientras Índigo lo contemplaba alejarse; una vez ante su silla, Vinar se dejó caer en ella y hundió el rostro entre las manos.

Moragh se irguió. Tras dirigir una veloz mirada a Niahrin, dijo:

—Índigo ¿sabes quién soy?

Los blanquecinos ojos de Índigo se volvieron de color plata.

—¿Os dirigís a mí, señora? —inquirió—. Perdonadme, pero creo que habéis cometido un error. Mi nombre no es Índigo.

—Entonces ¿cuál es tu nombre? —Moragh sostuvo su mirada con firmeza.

—Yo soy Anghara.

Brythere emitió un sonido estrangulado y nervioso, y la silla de Ryen arañó el suelo al resbalar hacia atrás.

—¿Anghara? Eso no es...

—¡Ryen, permanece en silencio! —lo instó Moragh, apremiante—. No la interrogues; no discutas. —Lanzó otra mirada a Niahrin, esta vez a modo de súplica—. Niahrin, ¿qué hemos de hacer?

Antes de que la bruja pudiera pensar, y mucho menos responder, Índigo se volvió para mirarla con curiosidad. Fue un movimiento lento, como si la muchacha no estuviera muy segura de sí misma. Luego la curiosa sonrisa regresó.

—Recuerdo haberte visto en algún lugar antes. ¿No estabas en...? —La sonrisa fue reemplazada por una expresión pensativa—. No. Eso no. Eso no podría haber sucedido...

Mientras hablaba sus ojos cambiaban continuamente de color; ahora plateados, ahora blanquecinos, ahora ambarinos. Por fin volvieron a ser de color azul violáceo. Grimya gimoteó y se apretó contra la pierna de Niahrin; el sonido y el movimiento llamaron la atención de Índigo, que bajó la mirada.

—Me gustan los lobos —dijo—. Pero nunca antes había visto uno en Carn Caille. ¿Es tu mascota?

—No —respondió Niahrin—. Ella es mi amiga... y tu amiga, también. ¿No la recuerdas? ¿No recuerdas a Grimya?

Grimya... No, creo que no. Había una... pero no. Eso fue un sueño. Sólo un sueño.

Jes había ido a colocarse junto a Niahrin; en voz baja, la bruja le susurró de forma que sólo él pudiera oírla:

—Empieza a recordar algo, Jes. Advierte a su alteza; dile que no diga nada. Voy a intentar hacer girar la llave.

El bardo asintió y se retiró en dirección a la mesa. Índigo lo siguió con la mirada.

—¿Es ese joven un bardo? —preguntó.

—Es un bardo.

—¡Ah! Ya lo pensé. Tiene el aspecto... Nosotros teníamos un bardo, pero era mayor. Su nombre era..., era...

Seguía observando a Jes, y con cuidado, mientras su atención estaba distraída, Niahrin levantó una mano y apartó el parche de su ojo izquierdo. Sabía que debía actuar en el momento preciso y, sin hacer ruido, dio dos pasos al frente que la acercaron más a Índigo.

—Su nombre era Cushmagar —dijo en voz baja pero nítida.

—¿Qué? —Índigo volvió la cara... y la mirada de bruja de Niahrin la atrapó—. No... —musitó la muchacha—. No, no..., no quiero...

—Silencio.

La voz de Niahrin adoptó al punto el hipnótico sonsonete con el que había lanzado su hechizo sobre Perd. Pero esta noche no necesitaba de una cuerda de nudos para dar vida a la magia. El poder dormido del hechizo empezaba a despertar; no dentro de ella, sino dentro de Índigo. Al descubrir su ojo, Niahrin no había hecho más que abrir la puerta; lo que la puerta revelaba sólo podía verlo Índigo.

—Anghara. Anghara. Anghara. —Niahrin levantó muy despacio su mano derecha mientras repetía el auténtico nombre de Índigo tres veces. Estiró el brazo en dirección al anonadado rostro de la muchacha, y sus dedos pulgar y corazón se extendieron en una antigua señal de hechicería—. Mírame, Anghara, porque yo poseo el don de la visión, y el pasado y el futuro están en mi ojo. Mira, Anghara. Mira.

La sala estaba totalmente en silencio. Índigo clavó los ojos, hipnotizada, en el rostro de la bruja. No podía volver la cabeza; Niahrin la había atrapado como un pájaro en una trampa, y de improviso le pareció que la bruja cambiaba y se convertía en otra persona, en alguien que ella conocía bien...

—¿Imyssa...? —Sin darse cuenta, Índigo pronunció el nombre de su vieja nodriza. La imagen del arrugado rostro de Imyssa fluctuó y por un instante una mejilla desfigurada y un ojo horrendo aparecieron en su lugar; pero enseguida eso se desvaneció, y la nodriza le sonrió con cariño.

«Ya está, hijita, acabado; ¿y quién se atreverá a decir que no eres la cosa más linda que jamás se ha sentado a la mesa de un rey?» La voz surgía no del mundo físico sino de algún lugar en su interior, espectral, repitiendo un lejano recuerdo. «¿Qué canción interpretarás para tus queridos padres esta noche, mi princesa?»

—¡Oh, no...! —exclamó Índigo en voz alta y temblorosa—. No, no. Eso no...

Pero otras voces se unían ya a la primera.

«¿Qué canción, Anghara? ¿Qué canción será esta noche? Toca para nosotros, Anghara. Toca para nosotros como has hecho tantas veces antes.» Índigo intentó no oírlas, pero crecieron como una marea, chocando contra sus oídos, contra las paredes de su cerebro. «¿Qué canción será esta noche? ¿Qué canción será esta noche?»

Y una voz entre todas ellas, una voz anciana pero cálida, potente y amable, dijo:

«Mi arpa está aquí, princesa, y aguarda. Vamos, Anghara. Vamos.»

Como en sueños, se dio la vuelta. El arpa estaba allí, su arpa, el arpa de Cushmagar, de pie donde siempre había estado junto a la tarima del rey. La luz de las llamas se reflejaba sobre la brillante madera, otorgándole un resplandor ambarino. Y estaban todos allí, con ella: su familia, sus amigos, todos aquellos espíritus queridos y amados que compartían su vida...