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Los siete silenciosos espectadores de la sala apenas se atrevieron a respirar por temor a interrumpir la quietud mientras Índigo avanzaba despacio, a ciegas pero sin titubear, hacia el arpa de Cushmagar. Incluso Vinar había levantado la cabeza y contemplaba la escena, aunque su rostro estaba poseído por una expresión de pena indecible. Un leve roce de seda rompió el silencio cuando Índigo se sentó. Sonrió a los presentes, pero sus ojos estaban cerrados y lo que veía mentalmente era una escena de otra época y otro lugar. Entonces apoyó la mejilla contra la suave madera tallada del arpa, y empezó a tocar.

Mucho más tarde, Niahrin averiguó que la música que Índigo extrajo del arpa de Cushmagar esa noche no había sido escuchada nunca antes en el mundo mortal, y jamás volvería a serlo. Era, realmente, un aisling; pero un aisling tan extraño, hermoso y melancólico que se introdujo en su propio espíritu, para abrirlo como una flor y a la vez desgarrarlo con una emoción tal que era casi demasiado fuerte para que su mente y su cuerpo lo soportaran. Débilmente, mientras la exquisita y desgarradora melodía se elevaba y ondulaba e inundaba la sala, la bruja escuchó el sonido de una mujer que lloraba, pero no podía decir ni saber si esa mujer que sollozaba con tanto sentimiento era Moragh, Brythere o ella misma. Índigo siguió tocando, las manos moviéndose febriles, el rostro extasiado y rígido, enmarcado por la masa de sus cabellos. Tenía los ojos abiertos ahora, aunque miraba como alguien poseído a un mundo que los otros jamás podrían ver, y su delgada figura estaba envuelta en una aureola plateada que se enroscaba a su alrededor como el humo.

Entonces, en el extremo opuesto de la sala, el fuego empezó a cambiar. Las llamas danzaban, se balanceaban a medida que el ritmo de la música se tornaba más turbulento, pero de improviso Niahrin se dio cuenta de que perdían color. Comenzaron a mezclarse y fundirse, su tono se hizo cada vez más pálido, más pálido, y su brillo aumentó hasta que el hogar pareció lleno de un deslumbrante círculo de luz blanca.

Y del centro de la luz, con la solemnidad de una extraña cabalgata sobrenatural, surgió una procesión de figuras humanas.

Kalig iba a la cabeza; un hombretón alto con la corona de las Islas Meridionales centelleando sobre sus cabellos castaño rojizos. Cogida de su brazo iba Imogen, su patricia y hermosa reina procedente de Khimiz, en el continente oriental; miraban a su alrededor, e inclinaban las cabezas regiamente, y sonreían como aceptando la adulación de una gran muchedumbre invisible.

La cabalgata se detuvo. Por un momento las fantasmales figuras permanecieron inmóviles; luego Kalig e Imogen se adelantaron solos. En la mesa, Ryen y Brythere estaban de pie. La joven reina se aferraba a su esposo aterrorizada, pero aunque quería mirar a otro lado no podía volver la cabeza, no conseguía apartar la mirada de los silenciosos y elegantes fantasmas que desfilaban lentamente hacia ella. El rostro de Ryen era un suplicio de emociones en conflicto; asombro, miedo y pesar, todos ellos compitiendo por obtener prioridad. A medida que Kalig e Imogen se acercaban, él empezó a apartarse de la mesa, como si tuviera intención de ir a su encuentro... o como si, temiéndolos, quisiera dejar paso a una reivindicación más antigua y poderosa...

Pero los espectrales soberanos no llegaron hasta la tarima. En lugar de ello giraron a un lado, hacia donde Índigo seguía tocando, inmersa en el hechizo, sin darse cuenta de nada. Al aproximarse al arpa sus figuras se fueron encogiendo hasta tener apenas el tamaño de muñecos; entonces pasaron bajo el arco de la gran estructura de madera, parecieron fundirse por un instante con las temblorosas cuerdas, y, como un fuego fatuo, desaparecieron. Y Niahrin recordó su tapiz junto a la chimenea, enmarcada en el resplandeciente círculo de luz, la procesión volvió a ponerse en marcha. Ahora a su cabeza marchaba el príncipe Kirra, hijo de Kalig y hermano de Anghara; un joven en lo mejor de la vida con todo el aspecto de una energía vibrante, que reía, o eso parecía, con un acompañante invisible. Tras él avanzaba una anciana, menuda, afable y vigorosa como un arrugado reyezuelo, que agitaba un dedo y sonreía y, en silencio, regañaba cariñosamente. Luego venían otros: sirvientes, cazadores, guardabosques, cogidos del brazo, sonrientes, gastando bromas, saludando con la mano a amigos situados más allá que sólo sus ojos podían ver. Uno a uno y de dos en dos desfilaron a lo largo de la sala, se dieron la vuelta, se encogieron, y desaparecieron en el interior de la melodiosa y plañidera arpa.

Y entonces la naturaleza de la procesión empezó a cambiar. Primero apareció un capitán de barco, con una mujer fornida de aspecto temible a su lado. Luego un hombre y una mujer de más edad, él de rostro cansado y aspecto nervioso, ella adornada con un tocado de tintineantes discos de cobre, y con ellos un joven que avanzaba con un contorneo arrogante. Tras ellos seguía una muchacha que sujetaba con fuerza un broche de estaño en forma de ave, y que lloraba de vergüenza por su rostro, desfigurado por la enfermedad; con ella iba un hombre alto y enjuto, los revueltos cabellos grises sujetos en un racimo de trenzas y los ojos llenos de furiosa pena. Detrás, un hombre de piel morena y sensual belleza, y una mujer de su misma raza cuya expresión mostraba una triste melancolía; entre ambos conducían a un muchacho de cabellos rubios y a una menuda y hermosa niña de cabellos dorados. Pisándoles los talones, avanzaba pavoneante una mujer de pequeña estatura con los cabellos muy cortos y las mejillas con joyas incrustadas en ellas, lo que la señalaba como marinero davakotiano. Todas estas figuras atravesaron el arco del arpa unas tras otras, mientras Índigo, inconsciente a todo, seguía interpretando la melancólica melodía.

En ese momento se produjo un revuelo de movimientos más frenéticos en el círculo de luz. La música del arpa varió y se volvió más veloz, más alegre; y de la chimenea surgió un revoltijo de gentes que reían a carcajadas, desde una niña pequeña hasta un hombre de mediana edad. Todos poseían llameantes cabelleras rojas; uno lanzaba al aire palos de malabarista, otro realizaba un vertiginoso torbellino de volteretas hacia atrás, en tanto que los otros, tomados de la mano, giraban en alegre baile. Aunque sus bufonadas eran mudas, Niahrin casi podía oír el golpear del tambor y el misterioso campanilleo del organillo mezclándose con el arpa; casi escuchaba los gritos de una muchedumbre que aplaudía y pedía más. Pero los comediantes no se quedaron; al igual que el resto se fundieron con el arpa, se fundieron con los recuerdos de Índigo, y bruscamente la música volvió a cambiar para convertirse en una lenta y extraña modulación al aparecer la siguiente visión.

Este fantasma no era humano. Un enorme tigre de piel blanquecina emergió, solitario y silencioso, del brillante círculo. No miró ni a derecha ni a izquierda sino que avanzó con la gracia y la seguridad del poder indiscutido; sobre su cabeza y a lo largo de todo el lomo centelleaban unos copos de nieve. Tras él, a respetuosa distancia, andaba una mujer cuyo rostro quedaba oculto bajo una capucha de piel; luego tres hombres jóvenes, uno de los cuales resultaba curiosamente familiar a Niahrin, y dos mujeres también jóvenes, y por último un hombre anciano ayudado por otra mujer que parecía intentar consolarlo. También éstos desaparecieron, y surgieron más mujeres, de piel de ébano y escasamente vestidas, con los brazos y rostros brillantes de sudor. Dos de ellas, una alta y de rostro duro la otra más baja, casi rechoncha, parecían discutir. Las si guió — Niahrin parpadeó sorprendida ante el espectáculo una hilera de niños saltarines que parecía interminable, hasta que por fin apareció su guardián, persiguiendo a los últimos rezagados para que siguieran adelante. El guardián era una figura imponente, con una boca menuda de labios carnosos que parecía fuera de lugar en un rostro tan sombrío, pero al atravesar la sala sonrió con una sonrisa tan dulce que podría haber derretido las piedras.