Los niños y su benefactor se encogieron y desaparecieron en el interior del arpa, e Índigo siguió tocando aún. Pero ahora sus ojos ciegos estaban llenos de lágrimas, y el aisling volvía a cambiar a una melodía agitada que suspiraba y lloraba y parecía traer esperanza y desesperación al mismo tiempo. Y una visión más penetró en la sala. Apareció en el interior del círculo de luz como un hombre surgido de las profundidades de un sueño. Chispas plateadas centelleaban en su negra cabellera cuando salió del hogar y se detuvo, mirando a su alrededor, con el entrecejo ligeramente fruncido. Al contrarío que los espectros aparecidos antes, él parecía consciente de la existencia de la sala y de sus paralizados espectadores. Entonces vio a Índigo... —¿Anghara?
La voz produjo un escalofrío a Niahrin, pues reconoció el familiar timbre de Perd Nordenson. El arpa quedó brusca y repentinamente muda, e Índigo levantó la cabeza
con un violento gesto. Sus ojos lo vieron, y el sonido que emitió al aspirar con fuerza resonó por toda la estancia mientras los últimos ecos del aisling se desvanecían. — Fenran... —El arpa se estrelló contra el suelo con un fuerte estrépito, e Índigo se incorporó de un salto—. ¡FENRAN!
Corrió hacia él con los brazos extendidos. Niahrin oyó cómo Vinar lanzaba un grito de angustia cuando Índigo y el espectro de su amante se abrazaron. Se produjo un forcejeo en la tarima, y se escucharon voces airadas y un golpe sordo; pero Índigo y Fenran sólo eran conscientes de la presencia del otro. Por fin se separaron.
—Fenran... ¡oh, mi amor...! —El rostro de Índigo brillaba de alegría. Pero Fenran sonrió, y era la misma sonrisa desdeñosa y cruel que Niahrin había visto en el rostro de Perd en el sótano.
—No —dijo él—. Aún no, aún no. ¿No lo comprendes, Anghara? ¡No ha terminado todavía!
Se volvió. Sus ojos grises abarcaron la tarima y a sus anonadados ocupantes, y se echó a reír.
—No hemos acabado con vosotros —anunció, y entonces su mirada se clavó en la bruja—. Sólo queda un demonio, Niahrin. ¿No es eso lo que me dijiste? Bien, querida mía, tenías razón. Los dos sabemos su nombre ahora; pero ¿tienes el valor de decir el nombre en voz alta?
Y Fenran desapareció.
—¡No! —Índigo se tambaleó hacia atrás, y sus manos arañaron el aire—. ¡No, No! ¡FENRAN!
Se lanzó en dirección a las puertas de la sala. Jes, recuperando la serenidad más deprisa que los otros, gritó:
—¡No, no la dejéis marcharse! —Echó a correr tras ella, seguido de Niahrin, pero Grimya fue más rápida. Adelantó a Índigo y se detuvo en seco, para luego girar en redondo y cerrarle el paso hasta la puerta.
—¡Índigo, espera! —jadeó, ronca por el esfuerzo y la emoción—. ¡Espera, p... por favor!
Los otros corrían ahora tras Niahrin y Jes; al escuchar la voz de la loba, Brythere agarró el brazo de su esposo.
—¡Ryen, ha hablado! ¡El animal ha hablado!
Índigo bajó los ojos hacia su vieja amiga.
—Grimya...
La voz le temblaba; parecía confundida. De improviso, la barrera mental que había mantenido sus mentes separadas desde el naufragio se desplomó, y en una especie de torbellino Grimya escuchó sus atormentados pensamientos.
«¡Oh, Grimya, oh, mi amor! ¿Qué me ha sucedido? ¿Que he hecho?» Y se cubrió el rostro con las manos, mientras las lágrimas le resbalaban por la cara.
—¡Índigo! —Era la voz de Vinar, quien, haciendo a un lado a Niahrin y a Jes, corrió junto a la muchacha—, Índigo, ¿qué ha sucedido? —La sujetó e intentó rodearle los hombros con el brazo—, Índigo, ¡no comprendo! Por favor...
Ella lo miró, y sus manos la soltaron al leer la verdad en sus ojos.
—Ha regresado —dijo ella en voz baja, y había una clara nota trágica en su voz—. Mi memoria ha regresado. Lo recuerdo todo, absolutamente todo. Y..., y... —Pero no había palabras para explicárselo, nada que pudiera permitirle comprender.
Los otros empezaban a reunirse a su alrededor ahora. Rostros desconocidos, ansiosos, preocupados, asustados, Índigo no soportaba mirarlos. El dolor que sentía en su interior era demasiado terrible; todo lo que deseaba era correr, huir.
«Huir...»
«¡Fenran!» Grimya percibió el torrente de emociones que inundaba la mente de su amiga, y supo lo que ésta pensaba hacer.
«Índigo, no, no puedes...»
«¡Sí, Grimya! ¡Sí, debo! ¿No lo ves, no lo recuerdas? ¡El me espera! ¡Espera en la Torre de los Pesares!» Índigo giró en redondo, de cara a los que la miraban, de cara a Vinar.
—Por favor —dijo en voz baja y temblorosa—. Ahora sé por qué vine aquí, y sé lo que debo hacer. Por favor, no intentéis impedírmelo. No puedo hacéroslo entender, y no hay tiempo para intentarlo. Tengo que irme.
—¡No, Índigo! —gritó Vinar—. No, no puedes. Tú...
—Vinar...
Su voz era tan dulce y apenada que lo acalló a mitad de la frase. Lo miró a los azules ojos, vio la herida que le había provocado, y aquello casi le partió el corazón.
Pero ahora no podía ofrecerle nada. Tenía que decirle la verdad, por amarga que fuera.
—Vinar, no puedo casarme contigo. Habría estado mal, terriblemente mal, y nos habría traído la ruina a ambos. Lamento tanto haberte provocado..., el haberte provocado tanto... —Aspiró con fuerza y de forma entrecortada—. Gran Diosa, lo siento tanto; ¡lo siento tanto!
—Índigo... —Moragh se adelantó, con las manos extendidas—. Querida, si pudiéramos...
—No. —Índigo retrocedió rápidamente fuera de su alcance—. No, su alteza. No hay nada que decir; nada podría cambiarlo. Debo marcharme... El me espera, Fenran me espera. ¡Debo encontrarlo!
Esquivando a Grimya, llegó a la puerta y su mano se posó sobre el tirador antes de que nadie pudiera detenerla. La puerta se abrió violentamente; con el rostro pálido y los ojos llorosos, Índigo dirigió una última mirada a Vinar.
—Lo siento... —repitió, y desapareció; el sonido de sus pasos a la carrera se fue perdiendo por el pasillo.
Durante varios segundos todos los presentes en la sala estuvieron demasiado aturdidos para hablar o moverse. Luego, bruscamente, el rey dijo en un estallido de cólera:
—¡Maldita sea! Pero ¿quién se cree que es...?
—¡Ryen, no! —La voz de Moragh resonó con fuerza mientras él se encaminaba a la puerta para ir tras Índigo. Ryen se detuvo y la miró enojado, y ella añadió—: Déjala ir.
—¿Dejarla ir?
—Sí. —El rostro de la reina viuda estaba blanco y muy serio—. Esto está fuera de nuestras manos ahora.
—Pero ella va... —Ryen se interrumpió al darse cuenta de que no sabía lo que Índigo había hecho, o lo que pensaba hacer, o siquiera quién era en realidad. Hizo un gesto de total impotencia en dirección a Vinar, que permanecía inmóvil como un muerto, con los ojos fijos en la puerta—. ¿Qué pasa con él? ¡Por él, aunque no sea por otro motivo, hemos de traerla de vuelta!
—Mi señor... —Era Jes quien hablaba ahora— Su alteza tiene razón. —Se apartó de Niahrin y se encaró con el monarca—. Lo que Índigo, o quizá debería decir ahora Anghara, piensa hacer es algo que le concierne a ella y sólo a ella. No podemos ayudarla, ni podemos hacer nada por Vinar. —Hizo una pausa—. Creo, con todo respeto, que lo que hemos presenciado aquí esta noche es prueba suficiente de ello.
—Tú lo sabías. —Los ojos de Ryen se entrecerraron—. Lo sabías desde el principio, y no me lo dijiste...
—Sí, mi señor, lo sabía —reconoció Jes, cabizbajo—. Sólo puedo pedir vuestro perdón.