Durante un buen rato Ryen lo contempló fijamente. Luego giró sobre sus talones y miró a Niahrin con dureza.
—Tú eres una mujer sabia, y está claro por lo sucedido esta noche que tú también eras uno de los conspiradores principales en este enloquecido asunto. Muy bien, dejémoslo así. ¿Qué dices tú que debemos hacer?
Niahrin observaba a Grimya con inquietud.
—Estoy de acuerdo con su alteza, majestad —respondió con calma—. Hemos de dejar marcharse a Índigo. No tenemos otra elección. Además... —Vaciló y buscó la mirada del rey—. Creo que regresará a Carn Caille antes de que transcurra mucho tiempo.
La reina viuda se adelantó y tocó la mano de su hijo con suavidad.
—Ryen, no se gana nada permaneciendo aquí de pie discutiendo entre nosotros. Hay todavía muchas cosas sobre este asunto que ni tú ni Brythere sabéis. —Dirigió una ojeada a su hija política, que tenía el entrecejo fruncido y parecía absorta en sus pensamientos—. Y también debemos intentar hacer algo por el pobre Vinar, quien ha sufrido una conmoción mayor que ninguno de nosotros. Vayamos a mis aposentos, y Jes, Niahrin y yo os explicaremos lo que podamos.
—Pero Índigo... —Ryen seguía sin estar muy dispuesto a abandonar la idea de ir en su busca—. ¿Sabes adonde ha ido?
Moragh y Niahrin intercambiaron una breve mirada muy elocuente.
—Eso creo —repuso la reina viuda—. Pero también creo que no sería sensato seguirla. —Con destreza y firmeza pasó el brazo alrededor del de su hijo y con la otra mano atrajo a Brythere hacia ella—. Venid, queridos. Será lo mejor, y no hay nada más que podamos hacer de momento.
Una puerta más pequeña situada detrás de la tarima conectaba directamente con los aposentos reales privados, y Moragh condujo a Ryen y a Brythere hacia ella. Jes convenció con suavidad al aturdido Vinar para que los siguiera, y los cinco abandonaron la
sala. Al ver que Grimya no iba tras ellos, Niahrin se agachó junto a la loba.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó en voz baja.
Grimya lanzó un gañido y la miró con ojos preocupados.
—No pu... puedo quedarme —respondió con voz ronca—. Niahrin, tengo que ir tras Índigo. Sé lo que dijiste, pero... yo no puedo dejarla ir sola. Tengo miedo por ella, y... y es mi ammm... amiga.
La bruja comprendió. Y era consciente del resto, de aquello que Grimya no decía ni quería decir. La loba sabía que sobre ellos se cernía una amenaza mucho mayor que el simple peligro que corría Índigo. La bruja también lo sabía, pero, por el momento al menos, guardarían ese secreto entre las dos.
La mujer no habló; se limitó a extender los brazos para rodear con ellos a la loba, y la abrazó con fuerza unos instantes. Grimya le lamió el rostro y, mientras Niahrin se volvía a poner en pie, se dirigió hacia la puerta principal y, deslizándose al otro lado como una sombra, desapareció. Niahrin cerró el ojo sano y sus dedos realizaron un dibujo mágico en el aire.
—Que la Madre te otorgue buena suerte, querida mía —musitó.
Unas leves pisadas sonaron a su espalda, y Niahrin giró veloz.
Jes estaba de pie junto a la mesa de la tarima. Al ver la expresión consternada de la bruja sonrió, y se acercó despacio.
—No temas; no diré nada a nadie. —Señaló con la cabeza en dirección a la puerta—. ¿Ha ido tras Índigo?
—Sí. No..., no creo que hubiera podido detenerla...
—Niahrin vaciló unos instantes y añadió—: Incluso aunque hubiera querido hacerlo.
El bardo volvió a asentir.
—Probablemente es lo mejor. —Se produjo una larga pausa— Niahrin... —dijo al cabo—, esto no ha terminado aún, ¿verdad?
Era la pregunta que Niahrin había estado intentando no pensar. Se estremeció, comprendió que Jes había percibido su escalofrío, y volvió la cabeza.
No —repuso con calma—. No sé lo que sucederá, qué forma tomará. Pero sé adonde ha ido Índigo, y creo comprender ahora qué es ese lugar y qué tiene el poder de hacer. —Por fin volvió los ojos hacia él—. Esto no ha terminado, Jes. No para Índigo, y tampoco para nosotros.
CAPÍTULO 21
La luna llena cabalgaba muy alta en el cielo veteada por delgadas nubes que pasaban veloces, y los haces de su luz barrían el paisaje con inconstantes y siempre cambiantes dibujos de negro y plata. El color plata perfilaba las crines y las erguidas orejas del caballo gris oscuro mientras éste galopaba, y el retumbar de sus cascos era un trueno ahogado que resonaba en el silencio de la noche. Índigo estaba doblada sobre el cuello de la montura, con la melena suelta, ondeando como un estandarte. Sentía el mordisco del viento en el rostro, el rítmico movimiento de los músculos del animal bajo su cuerpo, y el recuerdo de otro momento, otra época, otra cabalgada igual, ardía en sus venas como el fuego. Ella había sido joven entonces, joven e impetuosa y temeraria; y la cita a la que había acudido aquel día terrible había desencadenado la catástrofe. Pero ahora iba a ser diferente. Ahora, el tiempo del remordimiento y la aflicción había finalizado, porque esta noche aquella antigua tragedia quedaría borrada y sus consecuencias enmendadas. Esta noche volvería a encontrarse con su destino... y sería un destino muy diferente del que la había perseguido durante cincuenta años.
Las lágrimas le resbalaban por el rostro, mientras espoleaba al caballo para que corriera aún más. Lágrimas por los viejos recuerdos de su familia, sus amigos y todo lo que se había perdido; lágrimas por ella misma y la carga que había llevado sobre sus hombros durante medio siglo de vagabundeo. Lágrimas, también, por Vinar, a quien había injustamente engañado sin haber deseado jamás herirlo. Pero, bajo las lágrimas, estaba la alegría de saber que el largo, larguísimo tiempo pasado entre esperanzas, esperas y anhelos tocaba casi a su fin. Su viaje había terminado. Fenran aguardaba, y ella regresaba a casa.
Frente a ella, muy al sur, un pálido resplandor frío brillaba en el horizonte. El corazón de Índigo dio un vuelco, pues sabía que este espectral fantasma era la luz de la luna que se reflejaba sobre las inmensas tierras polares, las tierras donde la nieve jamás se fundía y el mundo estaba hecho de hielo. En lo alto, por encima del hielo, parpadeaban espejismos sobrenaturales en el firmamento; las misteriosas luces de los faros de un país de sueños, un mundo en el que las pesadillas podían adquirir forma corpórea... Pero ya no habría más pesadillas, porque su punto de destino estaba cerca.
Y creía haber conquistado a su último demonio.
Por fin la vio. Una mancha borrosa de oscuridad en la luz de la luna que brillaba ante ella, una sombra que era más que una sombra, angulosa y anómala entre los otros contornos más suaves de las rocas, los matorrales y los guijarros. El caballo cabeceó de repente e intentó retroceder, pero ella acortó las riendas y hundió los talones con fuerza en sus ijares, mientras su mente instaba al animal a seguir como si con la sola fuerza de voluntad pudiera darle alas. La sombra fue aproximándose más y más; entonces las nubes cruzaron brevemente ante la luna, y de improviso la sombra desapareció y se encontró cabalgando a ciegas. Aterrorizado por la repentina oscuridad, el caballo lanzó un agudo relincho, y el ritmo del golpear de sus cascos se trocó en un chacoloteo caótico cuando el animal giró y se levantó sobre sus cuartos traseros, a punto casi de desmontarla. Aferrándose a las ondulantes crines, Índigo aulló su rabia y frustración al caballo, al tiempo que luchaba por conseguir dominarlo. Entonces el viento se llevó la nube, y la luna brilló sobre la tierra otra vez... y la Torre de los Pesares se alzó lúgubre e inhóspita ante ella.
El caballo volvió a levantarse sobre sus cuartos traseros, y las herraduras de hierro levantaron chispas en el pétreo suelo cuando las patas delanteras descendieron con un violento impacto. Índigo salió despedida de su lomo, pero no había soltado las riendas y, nada más aterrizar, tiró con fuerza del bocado. Por un momento pensó que iba a ser pisoteada, pero por fin el caballo se calmó y se quedó quieto, bufando y temblando, la cruz salpicada de sudor. Había un arbusto no muy lejos, una pobre planta atrofiada pero bien arraigada en el suelo, y, conduciendo al caballo asta allí, ató las riendas a una rama. El corazón le martilleaba con fuerza y el estómago parecía un mar encrespado; sus dedos se mostraron algo torpes con el nudo pero finalmente consiguió hacerlo. Y el caballo quedó relegado al olvido en cuanto se giró para enfrentarse a la culminación de sus sueños.