Cincuenta años atrás, la Torre de los Pesares se había alzado intacta en su solitario aislamiento sobre la tundra. Ahora se encontraba en ruinas. El techo había desaparecido y las paredes se habían desplomado hasta quedar convenidas en irregulares pináculos rotos que se recortaban claramente contra el cielo. Los escombros cubrían una amplia zona alrededor del pie de la torre, e Índigo empezó a abrirse paso con cuidado por entre los cascotes; ella sabía muy bien cómo y por qué estaban allí. Incluso había rastros de fuego en algunas de las piedras aplastadas...
Vio la puerta cuando se encontraba a sólo doce o quince pasos de las ruinas, y se detuvo mientras nuevos recuerdos regresaban en tropel a su mente. La puerta era un simple rectángulo de madera, tan vieja que casi estaba petrificada. No había cerradura —lo sabía, y no la buscó— pero rastros de óxido indicaban el lugar donde antes había habido un pestillo de metal, que ahora se había podrido por completo. Índigo permaneció muy quieta durante unos instantes. Podía oír el débil sonido del caballo mordisqueando el arbusto; luego también se escuchó un raspar y tintinear del hierro cuando el animal se agitó inquieto, pero ella no se volvió.
No tenía más que abrir la puerta. Sólo abrirla, y él estaría allí...
Dio un paso al frente, y estiró la mano...
—¡Índigo!
El grito fue tan repentino e inesperado que el corazón de la muchacha pareció ir a saltar de su pecho a causa del sobresalto. Giró en redondo con tal brusquedad que casi perdió el equilibrio cuando un pie patinó sobre una piedra, y sus ojos se abrieron de par en par.
Grimya se encontraba a pocos pasos de ella, con la cabeza baja y los ojos brillantes por el reflejo de la luz de la luna.
—Grimya... —Una oleada de emociones contrapuestas asaltó a Índigo— ¿Qué estás haciendo? ¿Qué quieres?
La loba le devolvió la mirada, y ahora sus ojos eran suplicantes.
—No po... podía dejarte ir sola.
Las manos de Índigo se cerraron con fuerza a sus costados.
—¡No deberías estar aquí! Esto es algo que debo hacer sola...
—Qui... zá lo es. Pero crrrreo que aquí te espera una elección, y sé cuál será tu elección. ¡No quiero que elijas eso!
—¿Una elección? No, Grimya, no hay elección. Ninguna.
—La hay. Lo sé. He vis... visto, Índigo. He visto lo que habría sido de ti si no hubieras abierto esta puerta hace mucho tiempo. Y sé que lo que vi sucederá en realidad, si la vuelves a abrir ahora.
El pulso de Índigo latía con fuerza en sus venas. Se sintió repentinamente confusa, y la confusión engendró cólera.
—¿Cómo puedes saberlo? —exigió—. ¡No lo sabes..., no puedes! ¿Qué has «visto» que me ha sido ocultado?
—Todo lo que Niahrin me mostró. En qué se ha convertido Fenran.
—¿Fen...? —En ese momento la cólera de Índigo se inflamó—. Maldita sea tu insolencia, ¿qué es lo que sabes de Fenran? Nada. ¡No sabes absolutamente nada de él, y tampoco tu condenada bruja!
—¡Pero sí lo sabemos! —replicó Grimya, lastimera—. ¡Hay más cosas de las que tú sabes, más de lo que comprrrendes! ¡Índigo, por favor, escúchame! Dame la oportunidad de ex... explicar, y entonces tú...
—¡No! —Sacudió la cabeza con violencia, negándolo, negando incluso la posibilidad de que algo estuviera mal, y miró a la loba furibunda—. Grimya, ¿por qué haces esto? ¡Todos nuestros años juntas, toda esta búsqueda, toda esta espera, y ahora en el último momento te vuelves contra mí! ¡No tienes derecho a decir lo que estás diciendo! ¡No tienes derecho a seguirme o a interferir! Pensaba que eras mi amiga y ahora...
—¡Es porque soy tu amiga que lo he hecho! —gimió Grimya con desesperación—. ¡Porque eres mi amiga y te quiero! ¡Índigo, hemos estado equivocadas! ¡Equivocadas con respecto a Fenran, equivocadas con respecto a la torre, equivocadas con respecto a todo! Niahrin me ha mostrado...
De la oscuridad a su espalda surgió una nueva voz.
—Niahrin te ha mostrado muchas cosas, loba. Pero ahora ya nada puede cambiar.
—¡Fenran! —Índigo giró en redondo... y se quedó helada.
El había abierto la puerta en silencio y había salido de la torre sin que ninguna de ellas se diera cuenta de su presencia. Pero sus cabellos eran blancos y su figura demacrada y el rostro arrugado por la edad. El hombre a quien Carn Caille había conocido como Perd Nordenson sonrió, y a la luz de la luna su rostro era duro como la piedra.
—¿No me reconoces, mi amor? ¿Después de todos estos años, ya no me reconoces?
Grimya gimió, e Índigo dio un paso atrás.
—Tú..., tú no eres... Tú no puedes ser Fenran...
El viento agitó los delgados mechones del cabello de Fenran.
—Medio siglo prisionero de demonios produce cambios. Pero mi encarcelamiento no fue como tú lo habías imaginado, Anghara. Era otra clase de limbo; un limbo vivido en este mundo, envejeciendo y volviéndome loco sin ti, y siempre esperando, mientras que la esperanza resultaba cada vez más difícil de mantener a medida que transcurría el tiempo. Los demonios que me poseían eran los demonios de la demencia. Yo estaba loco; ahora lo sé, y creo que incluso entonces lo sabía, en mis pocos momentos de
lucidez. Pero todo este tiempo he estado aguardando a que regresaras para que pudiéramos realizar esa elección otra vez... y esta vez realizarla juntos.
Índigo había empezado a temblar sin control, y no podía parar. Era incapaz de creer que este hombre fuera su amor perdido; aunque, en una parte enterrada y oscura de su psiquis, algo empezaba a despertar... —No comprendo... —dijo, con voz apenas audible. —No. Pero lo harás. Tenemos una oportunidad, Anghara. Tenemos una oportunidad de enmendar todos los antiguos errores, y ser tal y como éramos en los viejos tiempos. Antes de la llegada de los demonios. —Extendió una mano, llamándola—. Ven, amor. Entra otra vez en la torre. Los demonios se han ido. Tú los derrotaste. Ahora, tú y yo eliminaremos al último de ellos.
—¡Índigo, no! —gritó Grimya, y Fenran le dirigió una mirada malévola.
—¡Ah!; la voz de tu conciencia. He odiado a los lobos durante mucho tiempo, y ahora comprendo por qué. Márchate, loba. Regresa a tu bosque y ocúltate ahí. No queremos saber nada más de ti.
Índigo se había dado la vuelta en respuesta a la súplica de Grimya, y ahora volvió a mirar en dirección a Fenran con repentina duda.
— Grimya no quiere hacernos daño! Ella simplemente no... —Las palabras se interrumpieron de improviso. El anciano había desaparecido, y en su lugar se encontraba Fenran tal y como ella lo había conocido y amado: joven, inalterado, vivo—. ¡Oh, por la gran Diosa...! —Se llevó un puño a la boca—. ¡Oh, dulce Madre Tierra!
—Anghara. —Él extendió los brazos, y su voz era cálida—. ¿Tengo que esperar aún más tu regreso? Una demoledora oleada de emoción estalló en el interior de Índigo y la muchacha corrió hacia él, olvidadas sus duras palabras, olvidada Grimya, olvidado todo lo que no fuera el vertiginoso júbilo de su reencuentro. Sintió cómo sus brazos la envolvían, y el calor y la energía de su cuerpo cuando él la aplastó contra sí; percibió los aromas dolorosamente familiares de sus cabellos, su piel, sus ropas. Su boca buscó la de él con frenética avidez y su mente y su corazón se ahogaron en su beso.