—¡Regresa, Anghara, mi amor! —Su voz era un susurro apremiante y apasionado, que provocaba un estremecimiento por todo su cuerpo—. Regresa... ¡Ayúdame a hacer retroceder el tiempo y a ser joven otra vez! La torre..., la torre tiene la llave y el poder, ¿no lo ves, no lo comprendes? Entra en la torre conmigo, y ella dará forma a nuestros sueños y a nuestro destino como lo hizo antes; ¡ sólo que esta vez no habrá demonios ni separación!
Grimya escuchó sus palabras, y supo que sus esperanzas se habían desvanecido. Índigo estaba atrapada, porque el recuerdo de un amor con una antigüedad de más de cincuenta años era demasiado fuerte para que cualquier otro poder pudiera desafiarlo. Sin importar lo que pudiera ser de ella, lo que sin duda sería de ella, Índigo seguiría a Fenran a donde él quisiera. De regreso a la Torre de los Pesares, a enfrentarse con su destino y a elegir su camino una vez más. Fenran le ofrecía la oportunidad de volver atrás el tiempo, de borrar el pasado y empezar de nuevo; y para él eso significaría una nueva vida, un retorno a la juventud y la recuperación del lugar que en una ocasión había ocupado, tanto en su corazón como a su lado. Durante cincuenta años Índigo se había aferrado a sus recuerdos de él, y su imagen había constituido una joya preciosa que debía recuperarse, el único objetivo que le había proporcionado fuerzas y esperanza durante sus días más sombríos. Pero el tiempo y la distancia habían alterado esos recuerdos, y el hombre a quien Índigo había venido a buscar no era el auténtico hombre, no era el auténtico Fenran. Grimya había visto al auténtico Fenran, con todos sus defectos y flaquezas: ávido de autoridad, ávido de poder, celoso y resentido contra cualquiera que se interpusiera entre él y sus deseos. Fenran tenía las ambiciones de un rey, y la joven Anghara, como hija de un rey, había sido el primer paso en su camino para realizar esas ambiciones.
Pero Índigo estaba ciega. No podía ni quería ver la verdad que Perd había mostrado a Grimya y a sus amigos en Carn Caille. Todo lo que ella sabía era que su largo exilio había finalizado; la vieja promesa estaba cumplida, y su amor había vuelto a ella.
Dándole la espalda a Grimya, se encaminaron a la puerta de la torre, entrelazados como si en cualquier momento fueran a fundirse el uno en el otro y convertirse en uno solo. El corazón de Grimya dio un agonizante vuelco. No podía dejar que Índigo se marchara de esta forma. Por inútil que pudiera ser, tenía que hacer un último intento...
—¡Índigo! —gritó como enloquecida.
Índigo se detuvo, y volvió la cabeza. La loba estaba de pie, temblando desde la cabeza hasta la cola.
—Índigo —suplicó—, ¡por... por favor, escúchame! —Fenran volvió la cabeza enojado; apretó a la muchacha con más fuerza e intentó llevársela otra vez. Desesperada, Grimya aspiró con fuerza, y gritó—: ¡Haz esto por mí, por favor! Aunque no quieras hacer nada más, haz esto, por nuess... nuestra amissstad. ¡Pregúntale, pregunta a Fenran, pregúntale qué será de ti! ¡Pregúntale en qué os habréis convertido los dos, dentro de cincuenta años!
Por un momento Índigo permaneció inmóvil. Un leve fruncimiento apareció en su frente, y la esperanza regresó a Grimya. Pero entonces la expresión de la muchacha se aclaró. Sonrió, pero su sonrisa era de lástima y carecía de auténtico significado.
—Siento que esto deba terminar así para ti, Grimya —dijo—. Has sido una buena amiga para mí, y no te olvidaré. Pero éste es el final de mi viaje. Adiós, querida Grimya. Yo te bendigo.
Se dio la vuelta, y penetró con Fenran en la Torre de los Pesares.
Grimya no emitió el menor sonido. Se limitó a contemplar la desmoronada torre, los ojos fijos en el negro agujero rectangular de la entrada, abierto allí como la boca de un profundo y terrible pozo. Las figuras de Índigo y Fenran penetraron en esa boca, se fundieron con la oscuridad, desaparecieron, y el ruido de la puerta al cerrarse pareció resonar por la tundra con hueca y terrible irrevocabilidad.
Durante quizás un minuto la noche permaneció en un completo silencio. Luego éste fue roto por un lóbrego sonido resonante cuando la loba alzó el hocico y lanzó un solitario aullido de pena y desolación, un lamento por la verdad que Índigo no comprendía y se negaba a escuchar.
Fenran era el séptimo demonio de Índigo... y con mucho el más poderoso de todos.
—¿Duerme? —Jes penetró silenciosamente en la habitación y contempló la rubia
cabeza de Vinar que descansaba sobre la almohada.
—Sí; por fin.
El rostro de Niahrin se llenó de compasión al recordar los sollozos, la congoja, el desconcierto mientras permanecía sentada junto al lecho y sostenía las manos de Vinar e intentaba llevar algún alivio a un alma que no podía ser consolada. Había contado a Vinar todo lo que podía —él lo había deseado así, había suplicado saber, y ella no podía negarle lo que pedía— pero, aunque él había hecho un esfuerzo por comprender, seguía aún demasiado abrumado por la pena. Con el tiempo, quizá, la pena se desvanecería y comprendería, pero no aún. No durante mucho tiempo.
—Me pregunto si podrá perdonarla alguna vez —reflexionó Jes en voz baja.
—¡Oh, sí! —respondió la bruja, levantando la cabeza—. Vinar no es de esa clase de hombres; no está en su naturaleza ser rencoroso, y yo diría que ni siquiera sentirse amargado. Creo que ya la ha perdonado. Simplemente no soporta su pérdida.
—En ese caso nos avergüenza a todos. —El bardo se acercó a la ventana y apartó la cortina—. Bien, todos lo saben ahora. Su alteza y yo hemos contado a Ryen y a Brythere toda la historia. —Con gesto fatigado se pellizcó el puente de la nariz—. No fue fácil. Pero están preparados, ahora, para lo que pueda suceder. Y en cuanto a eso... —¿En cuanto a eso? Jes dejó caer la cortina.
—Niahrin, ¿quieres venir conmigo? Hay algo que tengo que hacer en la sala. —Sus ojos centellearon con un curioso brillo bajo la luz de las velas—. Por favor...
Ella comprendió que había algo más detrás de la solicitud, y asintió.
—Desde luego. —Volvió la cabeza para echar una ojeada a Vinar—. No despertará durante un rato. La pena lo ha agotado...
Abandonaron la habitación juntos y recorrieron con pasos quedos los pasillos desiertos. Carn Caille estaba envuelto en un manto de silencio; hacía tiempo que los criados estaban en la cama, y la única luz de la ciudadela era un apagado resplandor que se filtraba desde detrás de las cortinas cerradas de los aposentos privados de Moragh, al otro extremo del patio. El farol que Jes llevaba proyectaba un reconfortante haz de luz, pero incluso así Niahrin sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo cuando el bardo abrió la puerta del Salón Menor y penetraron en su interior. La sala estaba tal y como ellos la habían dejado: platos y copas sin retirar, el fuego encendido aún, aunque ahora sólo quedaban rescoldos. En medio de las parpadeantes sombras, las tiras de flores y hojas parecían incongruentes; casi, pensó Niahrin, obscenas...
—Se trata del arpa —dijo Jes en voz baja mientras cruzaban la habitación—, el arpa de Cushmagar. No me parece... decente, por alguna razón, dejarla tirada donde cayó, y esa idea me ha estado molestando desde hace más de una hora. —Se volvió hacia la bruja y le sonrió avergonzado—. ¿Te parece estúpido? Ella sonrió, pero con cierta inquietud. —No; no me lo parece.