Se acercaron a la ventana. El arpa de Cushmagar yacía en medio de una mancha de luz de luna que se filtraba por entre las guirnaldas. Al acercarse, Niahrin distinguió un destello de algo más pequeño sobre el suelo: su flauta. Se inclinó para recogerla, acarició la suave madera, y se reunió con el bardo, que estaba inmóvil junto a la tumbada arpa.
—No es tan pesada como parece —dijo Jes—. Si los dos...
Se interrumpió. Los dos lo habían oído: el débil eco de un sonido, como un suave quejido.
—Ha salido del arpa... —El rostro de Jes palideció.
Niahrin no respondió. Desde el momento en que Jes le había pedido que lo acompañara hasta aquí, ella había sentido que algo como esto iba a suceder. Y el arpa de Cushmagar... sí, ¡era el médium perfecto! A través de los años, a través del abismo de la muerte, el anciano bardo volvía a enviarles una advertencia...
—¡Jes! —exclamó—. Coge el arpa... ¡Rápido, ayúdame a levantarla!
De repente sabía exactamente lo que debía hacerse. Como si su ojo vidente se hubiera abierto otra vez por sí mismo, el pasado y el futuro y los mundos de lo que podría haber sido despertaban y se fusionaban de nuevo. Agarró el instrumento y tiró con todas sus fuerzas; Jes, impelido por la certidumbre de la bruja, lo sujetó por el otro extremo. El arpa se levantó, se balanceó, y por fin se quedó quieta... y las cuerdas se estremecieron violentamente mientras una terrible y estrepitosa disonancia resonaba en la sala. Niahrin saltó hacia atrás asustada, pero las manos de Jes seguían aferradas al instrumento.
—¡Niahrin! —Había pánico en su voz—. ¡Niahrin, no puedo soltarme! ¡No puedo soltarme!
Se debatía, y los pies resbalaban sobre el suelo de piedra, pero era como si otras manos invisibles se hubieran apoderado de sus dedos y los sujetaran con una fuerza sobrenatural. El arpa se balanceó otra vez, violentamente, y emitió un nuevo estrépito aterrador. De improviso, Niahrin comprendió.
—¡Jes, déjala tocar! —gritó—. ¡Deja que toque a través de ti! Eso es lo que quiere, eso es lo que está intentando decirnos. ¡Toca, Jes!
El rostro del joven bardo estaba perlado de sudor. Girando en redondo, Niahrin agarró el taburete colocado junto al arpa del joven, situada un poco más allá, y lo empujó hacia él.
—¡Toca! —volvió a instarlo.
Él no podía hacer otra cosa más que obedecer. Incluso mientras sus piernas se doblaban y se desplomaba sobre el taburete, sus dedos se movían ya y el desafinado estruendo del arpa se tornó de improviso en música. Una música veloz, enojada, casi desesperada, al tiempo que el poder del aisling brotaba de nuevo y fluía a sus manos. También las manos de Niahrin se pusieron en movimiento y arrancaron el parche de su ojo. No había tiempo para razonar, ni espacio para la lógica; sencillamente sabía lo que debía hacerse, y con toda su fuerza de voluntad obligó a su poder de vidente a surgir en su interior. Sombras deformes parpadearon por la sala cuando su visión terrena y la sobrenatural chocaron; había rostros en las sombras, rostros y personas, pero no podía distinguirlas con claridad, pues el poder no era suficiente...
—¡Abuela! —gritó Niahrin con voz aguda—. ¡Si es que alguna vez amaste a tu nieta, ayúdame! ¡Préstame tu fuerza y tus habilidades, y ayúdame ahora!
Sintió la irrupción de algo impetuoso, como un helado viento del sur; luego, de repente, la escena que tenía delante cambió y se convirtió en un pandemónium. Un patio enorme lleno de hombres y mujeres, una masa hormigueante de seres humanos que luchaban por sus vidas mientras, en una oleada interminable tras otra, caía sobre ellos una legión sacada de un mundo de pesadilla: monstruos alados, horrores babeantes, habitantes de un infierno inimaginable. Negras columnas de humo se elevaban ondulantes por encima de las altas murallas, y había llamas en el humo; y, al otro lado del repugnante velo de humo que lo envolvía todo, el sol y la luna chocaban en el cielo. El sol era negro y la luna de color bronce, y el aullante estrépito de la batalla sacudía las piedras y el aire, mientras sitiados y sitiadores por igual luchaban, chillaban y morían.
Y en lo alto de la muralla las vio: dos figuras humanas, que reían a carcajadas mientras instaban a los demonios a una mayor destrucción. La vieja y el loco, la reina y su consorte: Indigo y Fenran...
Niahrin chilló como un alma poseída, y levantó ambas manos para cubrirse el rostro. No podía mirar, no podía presenciarlo; era algo demasiado horrible para soportarlo...
—¡Niahrin!
El mundo en el que se desarrollaba la batalla se hinchó como un globo, se hizo añicos, y la calma cayó sobre ella al desvanecerse la visión. Se encontraba caída boca abajo y Jes, agachado a su lado, intentaba incorporarla. El arpa lo había soltado y estaba silenciosa, aunque los últimos ecos de su salvaje música todavía resonaban en los oídos de la bruja. Niahrin se dio la vuelta con dificultad y se sentó en el suelo; miró al bardo a los ojos y supo que también él había visto —y comprendido— lo que el aisling había revelado.
—Niahrin... —El rostro de Jes estaba blanco como el papel, y su respiración era débil y entrecortada—. Niahrin, ¿era cierto? ¿Es eso lo que sucederá, si...?
—Si Índigo vuelve con Fenran. Si entra en la torre y hace retroceder el tiempo, sí. — Niahrin trató de sentarse erguida, y tosió. La boca se le llenó de saliva pero no pudo tragarla—. Los demonios regresarán, Jes. Antes, cincuenta años atrás, eran los demonios de Índigo; los deseos, las emociones y las flaquezas que había en su interior, con los que había de enfrentarse y reconciliarse si deseaba realizarse como persona. Pero esta vez... —Volvió a toser, y todo su cuerpo se estremeció—. Esta vez son los demonios de Fenran, y poseen un poder terrible, porque Fenran no había conquistado a sus demonios en la forma en que Índigo lo ha hecho con los suyos. En lugar de ello, él los ha..., los ha alimentado, los ha buscado, y ellos se han apoderado de él. A lo mejor jamás habría podido ser de otra manera. Quizá Fenran sencillamente carece del... del valor que Índigo tuvo; el valor para realizar el viaje que habría reconciliado a la oscuridad y la luz que hay en su interior. No lo sé, Jes. No lo sé. Pero, si Índigo escoge el camino de Fenran, su sendero, entonces los demonios regresarán, y la visión se realizará. El bardo se incorporó de un salto. —¡Niahrin, tenemos que impedirlo! De alguna forma, hemos de...
—¡No podemos! No tenemos el poder... No podemos obligar a Índigo a hacer la elección correcta. ¿No lo comprendes? Ella ha llegado a su noche más oscura, pero es su oscuridad. ¡Tiene que escoger libremente!
—¡No! —insistió Jes—. ¡No, estás equivocada! ¿Cómo puede Índigo elegir libremente cuando ni siquiera comprende lo que está eligiendo? Ella no lo sabe, Niahrin; ella no sabe la verdad sobre Fenran; ¡nadie se la ha contado, nadie se la ha
mostrado!
Con una sacudida que era como un puñetazo en la boca del estómago, Niahrin comprendió que él tenía razón. Índigo no podía elegir libremente, porque su información estaba desvirtuada por viejos recuerdos falsos. Ella no se daría cuenta de adonde conduciría su camino. No había nadie para mostrarle la auténtica naturaleza de su último demonio...
Jes vio la comprensión y el horror que se pintaban en el rostro de la bruja, y la sujetó con fuerza por los hombros.
—¡Niahrin, tiene que haber una forma! Tiene que existir! Si cogiéramos los caballos más veloces y cabalgáramos tras ella...