—Llegaríamos demasiado tarde. Tal vez ya es demasiado tarde. Jes, no hay nada que podamos hacer para detener a Índigo, nada que... —Sus palabras se interrumpieron bruscamente.
—¿Qué? —inquirió Jes, apremiante—. ¿Qué es, qué has pensado?
—Grimya... —Apartando las manos del bardo, Niahrin se puso en pie con dificultad—. Grimya fue tras ella, a la torre.
—Pero no podemos llegar hasta Grimya.
—Ella tiene poderes telepáticos. —La bruja le dirigió una veloz mirada—. ¿No lo sabías? Claro, ¿cómo podías saberlo? Pero ella me lo contó.
—¿Puedes llegar hasta su mente? —Los ojos del bardo se iluminaron.
—No. Yo..., yo jamás he poseído ese talento. —Sin embargo, pensó, ella y la loba habían llegado a ser tan íntimas... ¿Sería posible? ¿Podría ella romper la barrera?
—Inténtalo. —Jes la sujetó de nuevo por los hombros—. Por favor, Niahrin, inténtalo. ¡No hay nada que perder! El poder del aisling había sido tan grande... Seguramente podría existir alguna posibilidad. De improviso, los dedos de Niahrin empezaron a cosquillear. Era la vieja señal, la señal de que la magia despertaba...
Sin perder un minuto, tomó una decisión. Se apartó de Jes y atravesó la sala en dirección a la chimenea. Sur..., sí, era el sur. Y el fuego, que todavía ardía débilmente, podría proporcionarle el impulso que necesitaría.
Se dejó caer en cuclillas sobre la piedra de la chimenea, y la voz surgió siseante de su garganta. —¡Grimya! Grimya, escúchame! Grimya, escúchame! El moribundo fuego chisporroteó y pareció emitir un débil quejido... como el gañido de un lobo. Niahrin se aferró a eso, lo sujetó con fuerza en su mente. —¡Grimya! Grimya, escúchame! ¡Grimya! Una ligera nube de chispas voló hacia arriba. Chispas, como los ojos de un lobo... —Grimya. Grimya. Mira, Grimya. Mira. Lejano, muy débil, llegó un sonido a su cerebro, una voz que conocía.
«Niahrin..., Niahrin. Te percibo, pero no puedo oír. No puedo oír, no puedo ver...»
Niahrin cerró el ojo derecho, para suprimir todo su entorno físico, y concentrarse desesperadamente en aquel delgado hilo de voz.
—¡Grimya! ¡Escúchame, Grimya! ¡Inténtalo! ¡Ayúdame! «No es suficiente..., no es suficiente...» Entonces Niahrin comprendió que sólo existía una forma para concentrar todo el poder y darle la fuerza que necesitaba. Una oleada, un momento, sería suficiente. Una acción, que la impulsara sobre el abismo y la uniera con la loba...
Se concentró en la visión con toda la intensidad de que fue capaz; reunió valor...
—¡Grimya! ¡Mira, Grimya! ¡MIRA! —Y hundió las manos en el fuego.
El dolor la inundó mientras hundía los dedos profundamente en las abrasadoras ascuas. Un montón de chispas salieron despedidas hacia arriba; algunas se prendieron en sus cabellos, humeantes; y, con un sobresalto que casi eclipsó el dolor físico, sintió cómo el poder brotaba como un torrente de ella y se perdía en la noche en una única y abrumadora oleada. —¡Niahrin!
Jes corría ya hacia ella; le apartó las manos del fuego y la arrastró lejos de la piedra de la chimenea hasta un lugar seguro. Ella se dejó caer contra él y se mordió el labio inferior para soportar el dolor que de repente la invadía con toda su fuerza. Sus enrojecidas manos, cubiertas de ampollas, se abrían y cerraban impotentes mientras intentaba en vano deshacerse de aquel dolor insoportable, y su rostro estaba desencajado por la conmoción sufrida. Pero, incluso en medio de su agonía, se volvió hacia él.
—Funcionó... —Su voz era un débil graznido—. Llegué hasta ella... Conseguí hacerlo. —Llenó los pulmones de aire con un desagradable sonido—. Pero, ¡oh, Jes!, duele..., ¡no sabes cómo duele!
CAPÍTULO 22
La luz de la luna no podía alcanzarlos allí. La oscuridad los cubría, como suaves y sofocantes pliegues de terciopelo, pero ellos no necesitaban iluminación. «Tantos años interminables», le había musitado él, y las seguras paredes de la Torre de los Pesares que los rodeaban le habían devuelto su dulce voz en un trémulo remolino de ecos. «Oh, mi amor, mi preciosa Anghara, han pasado tantos, tantísimos interminables años...»
Y ahora las palabras que pronunciaban entre los besos, los murmullos y las galanterías, ya no importaban, ya no tenían ni significado ni propósito. Le bastaba con escuchar el sonido de su voz, sentir el contacto de sus manos mientras le enjugaba las lágrimas con sus caricias, estar con él... Era el éxtasis, el embeleso, la última y definitiva realización de sus sueños. «Si yo muriera ahora, si fuera a suceder, moriría satisfecha de que mi vida había sido completa...»
—Anghara, Anghara... —En sus labios el nombre adquiría un timbre especial, una exquisita intimidad que sólo ellos compartían y comprendían—. Ha llegado el momento, amor. Ha llegado el momento. Ayúdame, cariño. Hazme completo otra vez, y recuperaremos lo que hemos perdido...
Mientras hablaba la iba empujando hacia la pared... y de repente brilló una luz en el interior de la Torre de los Pesares. Débil y blanquecina, como la diminuta esfera de una luciérnaga, brillaba cerca del suelo en un rincón polvoriento, e Índigo bajó la vista hacia ella con asombro.
—¿Qué es? —preguntó en voz baja.
Fenran le besó los cabellos.
—¿No lo sabes, amor? ¿No lo recuerdas? Mira. —Se dejó caer en cuclillas, arrastrándola con él, y su mano se estiró en dirección al puntito de luz—. Mira, Anghara.
El puntito de luz creció de improviso hasta convertirse en un resplandor difuso, y la memoria de Índigo retrocedió medio siglo en el pasado.
En el suelo de la torre había un arcón. Estaba hecho de metal —o de algo que parecía metal— y su color no era exactamente plateado, ni tampoco de bronce, ni tampoco un acerado azul grisáceo. La luz no brillaba sobre el arcón sino que surgía de él, y a su tenue luz advirtió que el arcón no tenía ningún adorno; ni siquiera una línea que indicara dónde se reunían el cofre y la tapa.
La mano de Fenran buscó la suya y oprimió sus dedos con fuerza.
—¿Ahora lo recuerdas, mi amor?
Ella recordaba, y la emoción que la embargó era una combinación de terror y asombro. Cincuenta años atrás, aquí en esta misma torre, ella había encontrado un arcón sin adornos y había levantado la tapa y...
—¡Oh, no! —Empezó a retroceder—. ¡Oh, no, no...!
—¡Silencio! —Fenran la atrapó y la apretó contra él en ademán protector—. ¡No pasa nada, Anghara, no pasa nada! No hay demonios, no ahora. ¿No lo ves? Esta es la forma de escoger de nuevo nuestro destino, de hacer retroceder el tiempo y darnos una segunda oportunidad. Nuestra oportunidad juntos. Levanta la tapa, cariño mío. Levántala otra vez, y mira.
Ella contempló el arcón fijamente, incapaz de hablar.
—Nuestra segunda oportunidad, mi amor —repitió Fenran. Su voz era dulce, zalamera, llena de entusiasmo y esperanza—. ¿No comprendes qué es el arcón? Es un manantial, y lo que contiene es el futuro. Tu futuro, mi futuro; el de todo el mundo y cada uno de nosotros, si se tiene el valor de abrirlo y mirar en su interior.
—Pero... —Índigo temblaba—, pero yo ya he mirado una vez en su interior. Y...
—Siempre hay una elección que realizar. Antes, tú escogiste la equivocada; escogiste movida por el miedo, y no por el amor. Esta vez, será diferente.
Su mano se movía, guiando la de ella hacia la brillante superficie del arcón. Pero ella seguía sintiendo miedo.