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—Fenran... —La voz se le quebró—. Fenran..., ¿qué nos deparará nuestro futuro? ¿Qué nos sucederá, si nosotros...?

—Deja que te lo muestre. —La presión de sus dedos aumentó, apremiante ahora—. Por favor, Anghara. Por favor, amor. No me niegues mis esperanzas. ¡No rechaces nuestra oportunidad de ser felices!

Se volvió para mirarlo a los ojos, y, cuando vio la expresión que había en ellos, los últimos restos de resistencia se derrumbaron. ¿No había sido ésta su única ambición durante sus cincuenta años de vagabundeo y lucha? ¿No era esto lo que había ansiado, lo que había esperado, aquello por lo que tanto había rezado? Había fallado a Fenran en una ocasión... ¡No volvería a fallarle!

Escuchó a su propia voz decir: «Sí».

Tocaron el arcón juntos. Se produjo una sensación de movimiento, de algo que se agitaba a su contacto; Índigo escuchó un rápido siseo, como de aire que escapara, y por un instante los agujeros de su nariz se hincharon al percibir un olor —casi un hedor— que pasó raudo junto a su rostro. Entonces el frío metal pareció vibrar bajo sus dedos, y la tapa se alzó.

Índigo no sabía lo que había esperado ver en su interior. No había habido tiempo para pensar ni reflexionar... pero, mientras bajaba la mirada, los recuerdos de su última y prohibida estancia regresaron con total nitidez a su memoria. Porque, como entonces, el arcón estaba vacío. Ni una reliquia, ni una clave; ni siquiera un resto de polvo como prueba de que algo se había podrido allí dentro. Y volvió a sentir aquella horrible e intensa sensación de haber sido engañada, de haber quebrantado todas las leyes y todos los tabúes para llegar hasta la Torre de los Pesares, para que al final la torre la decepcionara...

—Fenran... —Apartó la mano de la tapa y, sujetándose a su brazo con fuerza, musitó con consternación mezclada de repentina aprensión—: ¡No hay nada aquí! Pensé que esta vez lo habría...

Y su voz se apagó cuando, detrás de ella, algo lanzó un suspiro suave y satisfecho.

Índigo se puso en pie de un salto y giró en redondo tan deprisa que dio una patada al arcón, el cual fue a estrellarse contra la pared. Dos figuras oscuras se habían materializado en la torre a su espalda, y, al verlas, sus ojos se abrieron desmesuradamente, horrorizados.

—Fenran...

Extendió la mano para cogerse a él. Tanteó en la penumbra, pero él no estaba allí. Y las dos figuras, el anciano loco con el rostro de su amado, y la vieja resentida de los ojos azul violeta, le sonreían, y entre ambos sujetaban un cuchillo con una larga hoja reluciente.

Índigo aulló el nombre de Fenran, girando de nuevo. Se había ido, había desaparecido... y los dos fantasmas avanzaban hacia ella, despacio pero con decisión, el cuchillo levantado ahora y apuntando a su corazón.

El miedo de la muchacha se transformó en pánico. Se lanzó hacia la puerta y la abrió con tal violencia que los viejos goznes se partieron y la puerta cayó hacia afuera con estrépito y levantó una nube de polvo.

—¡Fenran! —Pasó corriendo por encima de la caída puerta como si fuera un puente levadizo, y salió, tambaleante, a la tundra—. ¡Fenran! ¿Dónde estás?

Percibió un movimiento borroso a un lado, algo que corría hacia ella, y se volvió con rapidez. Pero no era Fenran; se trataba de Grimya, una franja gris a la luz de la luna, frenética y aullante.

—Índigo, ¿qué ha sucedido? —Intensificada por una enloquecida oleada mental, la voz de la loba se abrió paso con violencia a través del torbellino en que se había convertido su cerebro.

—¿Dónde está? —Su anterior conflicto olvidado, Índigo cayó de rodillas junto al animal y la sujetó por el pellejo mientras chillaba—: ¿Dónde está Fenran?

—Sssalió corriendo... Intenté detenerlo, intenté alcanzarlo, pero...

—¿Adonde fue? ¿Adonde? ¡Tienes que decírmelo!

—Al norte —jadeó Grimya—. Al norte, en dirección a...

Un repentino y ominoso retumbo ahogó el resto de sus palabras. Con una sacudida, como si hubiera recibido un puñetazo, Índigo giró como una peonza para mirar la Torre de los Pesares, y profirió una exclamación ahogada que se transformó en un gemido de horror.

La torre se estremecía. Aparecían grietas en sus muros; en lo alto, en la destrozada parte superior, pedazos de mampostería se balanceaban y tambaleaban y empezaban a caer. Y del interior se elevaban columnas de humo espeso.

Sólo que no se trataba de humo: era oscuridad. Una oscuridad fétida, grasienta, sofocante; la oscuridad de un infierno viviente liberado sobre la tierra, la oscuridad de los demonios. Volvía a suceder. Tal y como había sucedido cincuenta años atrás... ¡volvía a suceder!

—¡ Grimya, ayúdame! —Tanteó a su alrededor, perdió el equilibrio y, volviendo a incorporarse, tendió una mano hacia la loba—. ¡Ayúdame, por favor! En el nombre de la Madre, ¡debo encontrar a Fenran!

Pero Grimya no contestó. Estaba totalmente paralizada, y aunque sus ojos contemplaban la torre no la miraban, no la veían. Un sonido chirriante surgió de su garganta; un repentino escalofrío le recorrió el cuerpo...

—¡Es Niahrin! ¡Intenta llegar a nosotras!

El pánico de Índigo se reavivó. La oscuridad se elevaba ahora por encima de la torre, más negra, más espesa...

—¡Maldita sea Niahrin! —aulló—. Grimya, ¿no lo comprendes, no ves lo que sucede? Hemos de...

Grimya gruñó, y el segundo escalofrío que la estremeció estuvo a punto de derribarla. Se tambaleó de costado, y la potencia de su grito mental puso rígida a Índigo.

«¡No es suficiente, Niahrin! ¡No es suficiente!»

De la torre brotó otro profundo rugido, y todo el edificio gimió como una monstruosa alma atormentada. El aire se tornó viciado y apestoso, y la oscuridad se intensificó. Índigo volvió a chillar a Grimya, en un intento de conseguir que la escuchara, pero la loba no le prestaba atención. Entonces, repentinamente, el animal echó hacia atrás la moteada cabeza y soltó un aullido que resonó en la noche.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo escucho! ¡Lo veo!

Giró en redondo, y sus ojos de color ámbar se clavaron en los de Índigo... y el mensaje que Niahrin había proyectado penetró brutalmente en el cerebro de Índigo. Vio toda la escena —el patio, la batalla, los demonios— y con las imágenes le llegó la información que Niahrin había comunicado en su desesperada llamada. Se vio a sí misma y a Fenran, tal y como serían si esta cosa, si esta locura llegaba a suceder. Vio todo el odio, los celos, la frustración de la nueva vida que le esperaba. La vida con su amante, su esposo; pero una vida corrompida por la ambición de Fenran —y la suya propia— de ser algo más que simples subordinados de un rey.

«Sin embargo estaremos juntos...»

Vio cómo su padre envejecía, se reunía con la Diosa al llegar su hora. Vio a su hermano —«Pero él está muerto, Kirra está muerto»— ascendiendo al trono de las Islas Meridionales, mientras que su vida y la de Fenran quedaban desprovistas de significado y de propósito; una incesante sucesión de placeres y excesos, permanentemente a la sombra de otros, sin acceso al poder, en una existencia sin sentido y vacía. Y percibió el aguijonazo de este resentimiento que crecía en ella, y escuchó la voz de su amante musitar dulcemente a su oído: «Debería haber más para nosotros; sin duda nos merecemos más que esto». Sintió cómo su cerebro y su corazón giraban como un torbellino y se enredaban en la red de rencores mezquinos y agravios imaginados. Una vida insatisfecha, siempre en segundo plano, una reina que espera su trono...

«Pero estaremos juntos...»

En Carn Caille, mientras Jes apartaba violentamente las manos de Niahrin del fuego, la última imagen golpeó a Índigo como un rayo. Viejos; eran viejos, y estaban amargados, y no les quedaba otra cosa que el ciego consuelo del vino y la ferocidad de sus cada vez más frecuentes disputas y el amargo rencor que, cuando no conseguía encontrar otra salida, descargaban contra sí mismos y contra el otro. Y, finalmente, el asesinato. El asesinato, para proporcionarles lo que habían ansiado, lo que nunca habían tenido el valor de buscar por otros medios: una vida que fuera algo más que sombras. La vida que, en cincuenta años de vagabundeo, Índigo había encontrado, pero Fenran no...