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Un angustioso alarido brotó de la Torre de los Pesares, y la tierra empezó a temblar bajo sus pies con una monstruosa sacudida. Un bloque de piedra de casi la mitad de su estatura fue a estrellarse contra el suelo a pocos metros de donde se encontraba Índigo, y el alarido se convirtió en un chillido, como la voz de un huracán.

¡Grimya! —Los cabellos de Índigo se agitaron violentamente bajo el vendaval que, de improviso y con inusitada violencia, surgió de la desmoronada torre; la muchacha se dobló al frente para resistir el empuje del viento al tiempo que una inmensa ala negra ocultaba la luna—. Carn Caille... ¡Debemos regresar a Carn Caille!

Echó a correr y avanzó dando traspiés, inclinándose para resistir los embates del viento. Había habido un caballo, un caballo gris acero; no era Sleeth, su propia yegua de hacía medio siglo, sino otro animal, y lo había dejado atado a un arbusto. La enorme violencia del vendaval la impelió al frente describiendo eses, y en algún lugar de la oscuridad que se extendía ante ella distinguió una figura que se alzaba sobre sus patas y relinchaba aterrorizada. Las manos de Índigo se lanzaron al frente, pero, en el mismo instante en que intentaba llegar al arbusto y al nudo, la rama se rompió y el caballo huyó como una hoja en medio de una ventisca, pasando como el rayo junto a ella para perderse en la furiosa noche. Índigo lanzó un agudo chillido, y cayó de bruces en el polvo que se arremolinaba a su alrededor y sobre ella. ¡Su única oportunidad había desaparecido! Sin el caballo no podría adelantarse a lo que estaba sucediendo. ¡Los demonios volvían a brotar de la torre, el tiempo retrocedía como una furia, y ella no podía detenerlo, no tenía velocidad, no tenía el poder.

Algo chocó contra ella, y percibió el olor cálido de una presencia viva, de un pelaje espeso, familiar y querido...

—¡Índigo! —aulló Grimya en su oído, a la vez que reforzaba el grito con un tremendo impulso mental—. ¡Recuerda los viejos tiempos! ¡Recuerda las cosas que hicimos! ¡Lobo, Índigo, lobo! ¡Recuerda!

«Lobo...» Era como un gruñido, un ladrido en su mente, la palabra, el concepto, el recuerdo... Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, cuando había existido la necesidad, cuando había habido un demonio que derrotar...

—¡Cambia, Índigo! ¡Cambia! ¡Lobo! ¡Sé un lobo!

Cerebro y cuerpo se distendieron. El dolor era insoportable; el dolor del cambio, de alterar cuerpo y conciencia para ser otro. «¡Lobo! ¡Lobo! Velocidad, elegancia y agilidad; correr, perseguir, cazar...»

Un nuevo aullido resonó hacia el cielo, y era el aullido de dos voces en nueva armonía. El dolor había desaparecido y no había más que la excitación de una forma nueva, de unos ojos que atravesaban la oscuridad, de músculos que la impulsaban con una fuerza extraña y a la vez familiar, al tiempo que dos gráciles figuras grises, que se recortaban contra la negrura de la oscuridad que borboteaba de la Torre de los Pesares, salían disparadas hacia el norte, para llegar a su destino antes que los demonios.

La cabeza de Moragh se alzó con brusquedad, y su voz siseó:

—¡Escuchad! ¿Qué es ese sonido?

Dejó caer el vendaje con el que había estado vendando las manos, cubiertas de pomada, de Niahrin y se acercó rápidamente a la ventana de la habitación de ésta. Jes y la bruja la siguieron con la mirada.

—No oigo nada, alteza... —empezó a decir el bardo, pero ella lo acalló con un veloz gesto.

—Hay algo ahí fuera. Más allá de la ciudadela...

De improviso Niahrin lanzó una exclamación ahogada, y la reina viuda giró en redondo.

—¿Qué es?

—Mis manos... No es el dolor, ni las quemaduras. Me cosquillean.

Los tres conocían el significado de la señal, y Moragh ordenó:

—Jes, trae al rey. Ahora. Y luego despierta al capitán de la guardia; dile que arme a sus hombres y envíe centinelas a la muralla. Es una orden del rey, ¡y debe ser cumplida de inmediato!

Jes percibió el intenso temor que se ocultaba bajo su enérgico tono. Abandonó la habitación a la carrera, y Moragh se volvió hacia la bruja.

—Está empezando, Niahrin. Lo que sea... lo siento.

Niahrin estaba ya en pie.

—¿Qué puedo hacer, señora?

—De momento, nada. Aunque sólo la Madre sabe qué tendrás que llevar a cabo antes de que haya finalizado la noche.

Al cabo de un momento apareció Ryen, con Brythere tras él. Moragh observó con alivio que la reina seguía vestida; había estado a punto de retirarse a dormir cuando Niahrin se había quemado, pero había cambiado providencialmente de idea. La reina viuda se encaró con ambos.

—Ryen, no hay tiempo ahora para explicar las razones, pero hay que preparar Carn Caille para la batalla.

—¿Qué? —Ryen se quedó pasmado—. Madre...

—¡No hay tiempo! —repitió ella con furia—. Ha sucedido algo en la sala; otro aisling, una advertencia. ¡Por nuestro bien, no te quedes ahí haciendo preguntas y haz lo que te pido!

Ryen había oído muchas cosas esta noche —y visto demasiado— para mostrarse escéptico, y Moragh se sintió aliviada cuando lo vio asentir.

—Muy bien. Pero..., en el nombre de todo lo que es sagrado, ¿contra qué estamos luchando?

—Demonios, Ryen. Eso es todo lo que puedo decirte. Demonios.

Brythere profirió un aterrorizado gemido, y la reina viuda corrió hacia ella.

—Brythere, tú te quedarás aquí con nosotras, al menos por el momento. —Miró a su hijo—. ¡Ve, Ryen!

El monarca se marchó, y oyeron sus pasos resonando pasillo adelante. Se escuchaban ya otros ruidos en la ciudadela: movimiento, voces ahogadas; luego el chocar del metal contra el metal y el estrépito de hombres que corrían por el patio.

—Creo, señora —dijo Niahrin con suavidad—, que sería prudente advertir a todos los habitantes de Carn Caille. —El recuerdo de su última visión regresó claramente a su memoria—. Y decirles que se armen con aquellas armas que puedan conseguir.

Mientras hablaba cruzaba ya la habitación hasta el rincón en el que se encontraba apoyada la estaca que Cadic Haymanson le había dado. Jamás había luchado, y con las manos en su estado actual ni siquiera podía sostenerla como era debido, pero cualquier defensa era mejor que ninguna... Moragh vio lo que hacía y asintió con un rápido gesto.

—Sí. Sí, tienes razón. —Se encaminó a la puerta—. Me ocuparé de ello. Cuida de la reina.

Mientras la reina viuda se marchaba, se escuchó un grito en el exterior.

—¡Id en busca del rey! ¡Id en busca del rey!

Niahrin y Brythere llegaron a la ventana a la vez. En diferentes partes de la ciudadela se encendían ya faroles y antorchas, pero su luz no era suficiente aún para iluminar el patio, y todo lo que pudieron distinguir fue una masa confusa de sombras que corrían de un lado a otro. De improviso, Brythere apretó los labios con expresión decidida.

—Tengo que averiguar qué está pasando —anunció.

—Señora, su alteza dijo... —protestó Niahrin, sorprendida.

Brythere se revolvió furiosa.

—No me importa lo que su alteza dijera o no dijera. Si estamos en peligro, si mi esposo está en peligro, ¡no pienso permanecer sentada aquí sin hacer nada! ¡Acompáñame o no, como prefieras, pero yo voy!