Выбрать главу

Niahrin se sintió estupefacta ante el arranque, y más estupefacta aún ante el repentino ataque de valor en aquella mujer tan tímida como un ratoncito; pero, antes de que pudiera decir una palabra, Brythere había abandonado la habitación. Con la estaca bajo el brazo, Niahrin la siguió, y encontró los pasillos rebosantes de actividad a medida que un raudal de gente, desde soldados hasta escribas, desde senescales hasta los sirvientes de menor categoría, abandonaban sus camas con ojos nublados aún por el sueño para acudir a la urgente llamada. Mientras se abría paso por entre la arremolinada multitud, una voz gritó el nombre de Niahrin.

Se trataba de Vinar, pálido y ojeroso. El hombre la agarró del brazo, agradecido de haber encontrado un rostro familiar en medio de la confusión.

—Neerin, ¿qué sucede? ¿Qué es todo esto?

—¿Sabes luchar? —La bruja se volvió para mirarlo.

—Sí, ¡claro que sé! ¿Por qué? ¿Qué...?

—Consigue un arma, cualquier cosa que sepas cómo usar. ¡Están atacando Carn Caille!

—¿Atacando? —Sus ojos se abrieron asombrados... y de pronto se abrieron aún más—. ¿Dónde está Índigo? ¿Es ella...?

—Se ha ido, Vinar. —El conocía toda la historia; ella tenía que ser franca, aunque pecara de brutal—. Se marchó a la Torre de los Pesares, y lo que sucede ahora es el resultado de lo que ella ha hecho allí.

Vinar se cubrió el rostro con una mano.

—¡Oh, no..., no es posible!

—Lo es. No puedes ayudarla, Vinar. Ninguno de nosotros puede, no ahora. Todo lo que podemos hacer es luchar contra lo que ella ha invocado en la torre.

Con un tremendo esfuerzo el scorvio consiguió dominar sus emociones. Dejó caer la mano al costado y asintió.

—De acuerdo. De acuerdo, te comprendo. —Luego su rostro se endureció—. Fue a reunirse con él, ¿verdad? Con ese Fen... Fenran.

—Sí.

—Entonces todo esto es cosa de él. —Los ojos de Vinar centellearon con una mirada de puro veneno—. A ése lo mataré. Juro que lo mataré!

La bruja posó brevemente sus vendadas manos sobre las de él, en un gesto de despedida que daba a entender algo más que un deseo de buena suerte.

—¡Ojalá no tengas que hacerlo!

Todo el patio estaba alborotado. Los hombres intentaban formar, pero se sentían perplejos y muchos estaban aún medio dormidos; soldados armados se entremezclaban con criados que empuñaban cualquier cosa, desde cuchillas de cortar carne hasta cazos de hierro, y por encima del barullo se escuchaba el rugir de sargentos y capitanes tratando de poner orden en el caos. Había varias figuras en las almenas, que se recortaban contra el cielo iluminado por la luz de la luna; éstas señalaban y gesticulaban apremiantes, y Niahrin interceptó a un hombre que corría cuyo jubón mostraba un emblema militar.

—¿Qué han visto? —aulló, agitando una mano en dirección a los centinelas.

—¡Algo que viene del sur! —gritó el hombre, que sabía quién era ella—. ¡Como una nube negra, o humo! —Hizo una señal supersticiosa—. ¡Necesitaremos vuestra magia, señora, antes de que termine la noche!

De improviso, de la pared se elevó una nueva oleada de gritos, audible incluso por encima del estruendo general del patio. Niahrin escuchó la palabra «puertas» y se abrió paso hasta el arco de piedra y la torre. Cerca de la base de la torre de guardia se cruzó con un hombre alto y fornido, y reconoció en él a Ryen.

—¡Señor! Señor, ¿qué es?

Él se detuvo, sobresaltado; entonces la reconoció.

—¡Niahrin! ¡Demos gracias a la Madre; necesitamos tu consejo! Hay una repugnante negrura que parece elevarse por el sur, y viene hacia nosotros. Y los centinelas acaban de ver a dos animales que intentan llegar aquí antes que ella.

—¿Animales...? —El corazón de Niahrin dio un vuelco.

De repente, en la mente de Niahrin resonó un débil aguijonazo de sonido, como si una voz la llamara desde una colosal distancia. No había palabras —era demasiado débil para eso—, pero sí un destello de comunicación. Un desesperado grito de ayuda.

—¡Señor! —Niahrin casi gritó llevada por la agitación—. ¡Es Grimya! ¡Sé que lo es! Puedo oírla en mi cabeza, llamando. ¡Por favor..., por favor, dejadla entrar!

Ryen la contempló sorprendido. Luego giró sobre sus talones, y su voz se elevó como la de un toro enfurecido.

—¡ABRID LAS PUERTAS!

Los hombres de la torre se sintieron perplejos ante la orden pero de todas formas se apresuraron a obedecerla. Las puertas se estremecieron cuando se levantaron las enormes barras, y con un gemido empezaron a girar hacia atrás. Los soldados allí reunidos abrieron un pasillo para dejar pasar a Ryen, y Niahrin corrió tras él, apartando a la gente para intentar ver.

Las puertas se abrieron, y por entre ambas, con un grito que era una mezcla de ladrido y aullido, se precipitaron al interior dos figuras delgadas, con las orejas planas contra la cabeza y las colas ondeando al viento. Se detuvieron en seco y cayeron a los pies de Ryen; la espuma les chorreaba de la boca mientras jadeaban violentamente para recuperar el aliento. Una —Niahrin la reconoció por su pelaje moteado— era Grimya, pero la otra...

De pronto el cuerpo del segundo lobo se retorció. El animal gimió... y el gemido se transformó en un quejido humano cuando, ante la sobresaltada mirada de la muchedumbre de espectadores, el cuerpo del animal cambió y en su lugar apareció Índigo agazapada a cuatro patas y luchando por llenar de aire sus pulmones.

Ryen lanzó un juramento, sorprendido, y los hombres que lo rodeaban retrocedieron como ante una serpiente. Índigo empezó a toser con violencia; no podía hablar y sus cabellos y ropas estaban empapados de sudor. Pero Grimya se incorporaba ya.

—¡Niahrin! —Distinguió a la bruja a través de unos ojos nublados por el dolor y el agotamiento, y se tambaleó hacia ella—. ¡Niahrin, ya vienen! ¡Vienen los demonios! Vuelve a ssssuceder otra vez...

Apenas había terminado de articular su advertencia cuando la luz de la luna desapareció, y una sombra inmensa se extendió sobre Carn Caille. Todos los rostros se volvieron hacia el cielo y por un instante el patio permaneció totalmente silencioso. Entonces, destrozando el momento de calma, una violenta y ardiente ráfaga de aire descendió con un rugido de aquella masa negra; y, transportado por el viento, como una pesadilla hecha realidad, escucharon un lejano rumor de lamentos, gritos confusos, aullidos...

Índigo levantó violentamente la cabeza, y Niahrin vio auténtico terror en sus ojos.

—No... —musitó la muchacha, pero, pese a su desesperada negativa, supo que no había esperanza, que era inútil. Era demasiado tarde. Demasiado tarde ya...

Y, desde las almenas, se alzó un grito solitario contra el creciente tumulto, y la voz enloquecida de un hombre aulló:

—¡Están aquí! ¡Luchad! Por Carn Caille, por nuestras vidas... ¡luchad!

Un violento maremoto mental lanzó la mente de Índigo hacia atrás en el tiempo. Esas palabras... ¡eran las mismas palabras con las que Fenran la había instado a la batalla cincuenta años atrás!

Y de improviso pasado y presente estallaron en una única y repugnante realidad cuando el aullante estruendo se volvió ensordecedor, y la negra ala se precipitó como una masa hirviente sobre las murallas de la fortaleza...

... y estalló en un millar de aullantes formas fantasmagóricas que descendieron como una oleada. Los alaridos humanos se mezclaron con sus diabólicos chillidos, y figuras desmadejadas caían desde las murallas entre aleteos de brazos y volteretas a medida que la fantasmal legión que la Torre de los Pesares había soltado se precipitaba sobre ellas. Monstruosidades aladas que batían sus alas, horrores indescriptibles, criaturas con cabeza y cola de serpiente, enormes bocas abiertas llenas de colmillos como cuchillos, espolones y garras y manos mutadas, escamas, pelo, carnes pálidas y corrompidas: toda pesadilla invocada alguna vez, todo demonio soñado alguna vez caía sobre los defensores de Carn Caille...