—¡Animo! —rugió el rey Ryen—. ¡Carn Caille! ¡Seguid a vuestros capitanes!
Pero no era Ryen... Era Kalig, su padre, rugiendo la orden que había dado medio siglo atrás, y los hombres que corrían por el patio cumpliendo sus órdenes no eran los hombres de Ryen sino hombres del pasado; hombres que gritaban, chillaban, blandían desesperadamente sus espadas, hachas y cuchillos mientras los diabólicos atacantes caían sobre ellos desde la negra nube. Las espadas entrechocaban con atronador estrépito y escuchó el chasquido de los arcos largos y el aún más fuerte tañido de las ballestas, en tanto flechas y saetas volaban en todas direcciones. Se oían voces que aullaban de terror, dolor o rabia; se encontró con una espada en la mano y repartiendo mandobles a diestro y siniestro, partiendo en dos a un monstruo que era mitad caballo y mitad sapo, acuchillando a un engendro de alas blancas y afilados espolones que descendía sobre ella desde lo alto. A su izquierda se encontraba su hermano, Kirra; a su derecha, una bruja con un rostro lleno de cicatrices y un parche sobre un ojo balanceaba un garrote de endrino, y por encima del estruendo un lobo aullaba, aullaba...
Alguien chilló: «¡A tu derecha!», y Creagin, el capitán de la guardia de su padre, pasó corriendo por su lado, el rostro manchado con su propia sangre pero luchando como un demente mientras un rebaño de demonios que saltaban y reían lo perseguía por todo el patio.
Y en alguna parte, en alguna parte, el lobo seguía aullando, y el aullido era una palabra, una palabra que ella no conocía: «¡Índigo! ¡Índigo!».
El rey —¿Ryen, Kalig?; no lo sabía— se había lanzado al interior del maremágnum, y sus capitanes intentaban obedecer su orden y reunir a los hombres en algo que pareciera una formación de combate. Más hombres surgían ahora del interior de Carn Caille: cortesanos, consejeros, senescales, mozos de cuadra, artesanos, todos los hombres y no pocas mujeres capaces de empuñar un arma; sus viejos amigos, buenos compañeros, amables criados, todos los que habían formado parte de su vida tiempo atrás. Intentó abrirse paso hasta ellos, pero ellos se hicieron a un lado, y no pudo alcanzarlos...
Entonces, en su cerebro oyó cómo el lobo volvía a aullar, y escuchó su grito mental.
«¡Índigo! ¡Tienes que detenerlo! ¡Sólo tú puedes..., sólo tú!»
«Índigo...» Ella no conocía a Índigo, no era Índigo. ¡Ella era Anghara, sólo Anghara! ¡Y carecía de poder para detener esto o derrotar a los demonios! Ella sola había llamado a los demonios, y ahora no podía hacer más que contemplar este horror...
«¡No!» La negativa del animal retronó en su mente.
«¡No ES cierto! ¡No esta vez! ¡esta vez tú tienes el poder, índigo! ¡detenía
DETÉNLO ANTES DE QUE SEA DEMASIADO TARDE! ¡ENCUENTRA A FENRAN, Y DETEN
ESTO!»
—Fenran... —En su sorpresa siseó el nombre en voz alta. Y entonces recordó: su amante, su esposo, su compañero en la conspiración...
«Todos ellos desaparecerán, mi amor, y entonces tú y yo tendremos lo que siempre hemos deseado...»
Giró en redondo.
Él se hallaba junto a la puerta principal de Carn Caille, desde la cual los restos de la oleada de tambaleantes defensores se precipitaba ahora al interior del patio. Sus negros cabellos ondeaban violentamente a impulsos del vendaval, y la espada que empuñaba estaba cubierta de sangre desde la punta hasta la empuñadura. La sangre le teñía también las manos, pero él sonreía.
Y tras la máscara había el rostro de un hombre anciano y resentido, que le tendía un cuchillo y la instaba: «Utilízalo, mi amor, mi dulce Anghara; utilízalo, y danos así lo que deseamos...».
El tumulto y el caos de la batalla parecieron desaparecer alrededor de Índigo, y de repente ella y Fenran se encontraron solos en medio del silencio, dos figuras solitarias en el corazón de la tormenta. Desde el otro lado del abismo que los separaba —tres simples pasos, pero en realidad era mayor, mucho mayor que cualquier distancia física—, Fenran sonrió, arrojó la espada a un lado y le tendió los brazos.
—¡Anghara! ¡He esperado tanto este momento!
Detrás de él, una pálida luz naranja se encendió violentamente en el interior de Carn Caille. Índigo vio cómo las llamas se elevaban, escuchó su crepitar... y Fenran se convirtió en una silueta negra contra un muro de fuego.
Y, desde el interior de la ciudadela, una voz de mujer empezó a gritar.
—¡madre! —chilló Índigo.
El vestido de la reina Imogen estaba en llamas y sus damas intentaban sin éxito apagar el fuego a manotazos mientras sus gritos resonaban en el patio. Ella no podría llegar hasta su madre a tiempo; en cualquier momento la bola de fuego estallaría, y ella sería lanzada hacia atrás. Imogen y sus damas estaban muriendo, y con ellas morían también en la conflagración Moragh y Brythere...
—¡Deténlo! —aulló a Fenran como si fuera un animal—. ¡Deténlo, Fenran! Está mal, es diabólico... ¿No lo ves, no te das cuenta de lo que estás haciendo? ¡JAMÁS ESTUVO DESTINADO A SER ASÍ!
Recortado contra el telón de los llameantes salones de Carn Caille, el rostro de Fenran aparecía iluminado como por una luz sobrenatural, y sonreía.
—¡Oh, pero claro que sí, mi amor! De una forma u otra, esto es como siempre quisimos que fuera.
—¡No! ¡Yo no lo quería...! ¡Yo no!
—Pero tú hiciste tu elección, cariño. Y, a causa de tu amor por mí, escogiste esto.
Desde el otro lado del abismo, desde el otro lado de la línea divisoria, Índigo contempló fijamente a su amante. El hombre por quien había padecido cincuenta años de vagabundeo errante, cincuenta años de exilio. Durante medio siglo se había aferrado a los amados y preciosos recuerdos que de él tenía, recuerdos de amor y de un vínculo compartido y que ni el tiempo ni la distancia podían mancillar.
Y durante medio siglo la habían engañado.
Una estremecida inspiración borboteó en su garganta y la tragó con fuerza, hacia adentro, al interior de los pulmones.
—Entonces —dijo, y en su voz había comprensión y pena... y amargo desprecio—, ¡vuelvo a escoger!
Con un rápido movimiento su cabeza giró a la derecha, y Némesis apareció a su lado. Se volvió a la izquierda, y apareció la figura de ojos blanquecinos que durante tanto tiempo había tomado equivocadamente por un emisario de otro poder. Una mirada al suelo, y un lobo de pelaje claro se irguió muy tieso ante ella. Cuatro criaturas que eran una única criatura, todas ellas se enfrentaron a Fenran, y como una sola hablaron.
—Soy Anghara. Y escojo mi propio sendero: ¡el sendero de la vida!
La mano de Némesis se levantó bruscamente, y en la mano de la criatura de ojos plateados había una ballesta. El ser de ojos blanquecinos sostenía una única saeta. Índigo tomó ambas cosas. Cargó el arma; y volvió a mirar a Fenran.
—No —susurró él—. No puedes hacerlo. Te amo, Anghara.
Tres palabras. Sólo tres palabras, pero le desgarraron el corazón como ninguna otra palabra pronunciada por él lo había hecho. Hasta este momento, no lo había dicho. Dulces caricias, dulces promesas, los besos y los momentos íntimos y todos los susurros que los amantes intercambian... pero no eso. No esas sencillas palabras, «te amo». Hasta ahora... y ella sabía que eran sinceras...
—¡Oh, Fenran...! —Llena de angustia empezó a temblar—. No..., no puedo... —Un sollozo le estremeció todo el cuerpo—. Hice mi elección. La hice hace cincuenta años.