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—No es un perro —dijo Retty de improviso—. Es un lobo.

—¿Un lobo? —Esk se mostró incrédulo—. ¿Cómo ha ido a parar al mar un lobo?

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. A lo mejor se cayó del acantilado, o algo así.

—Los lobos no se caen de los acantilados.

—Pues a lo mejor la galerna lo tiró de él. Pero sin duda es un lobo; mira la forma de

la cabeza, y las patas tan delgadas. Y esa cola. Eso es un lobo.

—¿Qué vamos a hacer? —Había compasión en la voz de Esk—. No podemos dejarlo aquí o se ahogará cuando vuelva a subir la marea. ¿Crees que podríamos ponerlo en pie?

Su hermano negó con la cabeza. —Me parece que tiene las patas traseras rotas. Mira... Las tiene dobladas al revés. ¿Ves cómo están? No puede andar, y no me gustaría intentar llevarlo en brazos, no sea que aún le hagamos más daño.

—A lo mejor incluso nos mordería —apuntó el pequeño en tono práctico.

Se quedaron contemplando en silencio el patético montón de pelo. Si el lobo se había dado cuenta de su presencia no lo demostraba; los gemidos habían cesado ahora, los ojos del animal estaban cerrados y era imposible decir si seguía respirando o no.

Al cabo de unos segundos, Esk levantó los ojos con preocupación. —¿Se ha muerto?

—No lo sé. —Su hermano estaba a punto de agacharse y extender una mano para tocar al lobo, cuando una voz los llamó desde lo alto. —Retty..., Esk..., ¿todo va bien ahí abajo? Los niños levantaron la cabeza y vieron una figura, recortada contra el brillante cielo, que saludaba desde lo alto del acantilado.

—¡Es el abuelo! —gritó Esk, ansioso—. ¡Él sabrá qué hacer! —¡El abuelo no sabe nada de lobos! —protestó Retty, pero Esk corría ya playa arriba en dirección al acantilado, agitando los brazos con energía.

—¡Abuelo, abuelo, baja! ¡Hemos encontrado un lobo, está herido! ¡Baja!

Desde lo alto su abuelo no podía oír lo que gritaba Esk, pero la urgencia de la llamada quedaba muy clara, de modo que el anciano se acercó al borde y empezó a descender con cuidado. Retty apretó los dedos e hizo una mueca, temeroso de la cólera de su madre si el anciano —de quien mamá decía que era demasiado mayor para ir trepando y saltando por las rocas, y «vosotros, niños, no os atreváis a animarlo a hacerlo»— caía y se hacía daño. Pero el abuelo llegó al pie del acantilado sano y salvo y, con Esk tirándole de la mano, se acercó a ver el descubrimiento por sí mismo.

—Bien, bien —dijo, con un tono de asombro en la voz—. Es un animal grande, más grande que la mayoría de los lobos que tenemos en esta región. Es más parecido a un animal de la tundra que a una de nuestras razas del bosque.

—¿Está muerto, abuelo? —preguntó Esk.

El anciano se inclinó para tocar al lobo y palpar bajo el collarín, cubierto de sal y casi seco ahora.

—No, no lo creo; pero está malherido.

—Tiene las patas traseras rotas —le informó Retty, sombrío—. No puede andar; si se queda aquí se ahogará cuando suba la marea.

El abuelo de los muchachos se irguió y estudió la situación del lobo herido. Matar animales para comer era una cosa; la carne era algo necesario para sobrevivir, y siempre le había gustado la caza tanto como a cualquiera. Pero ningún habitante honrado de las Islas Meridionales mataría a un animal por otro motivo, o lo dejaría sufrir sin necesidad. Tanto animales como humanos eran criaturas de la Madre Tierra, y los isleños respetaban a los lobos en particular, no como competidores sino como compañeros de caza por derecho propio. A lo mejor, pensó, ese lobo ya no podía salvarse, pero no estaba seguro. Merecía una oportunidad... y, de todos modos, no creía tener el valor para despacharlo, aunque fuera en un acto de misericordia. Además, hoy era día de mercado, ¿no era así? Eso podría cambiarlo todo...

—Retty —dijo, indicando el acantilado—, vuelve a subir; luego corre todo lo rápido que puedas hasta el pueblo y consigue que vengan dos hombres. Diles que traigan algo de cuerda, y una plancha resistente de mimbre para hacer una camilla. Después, cuando lo hayas hecho, quiero que vayas a Ingan.

—¿Ingan? —Retty estaba perplejo. Ingan era la ciudad grande más cercana, situada unos ocho kilómetros tierra adentro. El niño apenas si había estado en la ciudad dos veces en toda su vida—. ¿Para qué, abuelo?

—Es día de mercado —respondió el abuelo—. Existen muchas probabilidades de que Niharin esté allí. Si lo está, quiero que le pidas, ¡con toda educación, sobre todo!, si puede venir a ver qué puede hacer por el lobo.

Esk, que escuchaba con sumo interés, torció el rostro en una mueca.

—¿Niahrin? ¡Puf! Es una bruja horrible..., ¡es repugnante! El anciano se volvió furioso hacia el pequeño. —¡Ya es suficiente, muchacho! Niahrin no puede evitar el aspecto que tiene, y sabes tan bien como yo que las brujas del bosque son mujeres buenas y sabias, ¡de modo que no toleraré que se la insulte! —Mientras Esk enrojecía avergonzado, el abuelo se dirigió de nuevo a Retty—. Di a tu madre que tienes mi permiso para ir, y que puedes coger prestado el poni del herrero; le dices que ya le pagaré más tarde. Ahora, ponte en camino, y date prisa. La marea empieza a subir ya y no tenemos mucho tiempo.

Alentado por la responsabilidad que su abuelo depositaba en él, y también por el pensamiento de que a lo mejor podían salvar al lobo, Retty asintió con la cabeza. —Sí, abuelo. ¡Haré todo el camino corriendo! El anciano y el niño de menor edad lo siguieron con la mirada mientras ascendía por el acantilado y desaparecía por encima de la cumbre tras agitar rápidamente un brazo en señal de despedida. Luego devolvieron su atención al lobo. La criatura parecía haber recuperado el conocimiento otra vez pero estaba demasiado débil y atontada para intentar moverse. Sus nublados ojos ambarinos los contemplaban con impotencia; con la punta de la lengua se lamía las mandíbulas pero sin coordinación. El anciano consideró la posibilidad de intentar enderezar las patas traseras dañadas, pero se decidió en contra temeroso de que sus bienintencionadas pero inexpertas manos no fueran a empeorar las cosas. Era mejor esperar la llegada de la hechicera, aunque, si no había ido al mercado de Ingan hoy, sólo la Madre sabía lo que harían ellos entonces. El pueblo tenía su propio médico, desde luego, pero la forma en que Niahrin trataba a los animales era una leyenda en la región. La gente rumoreaba incluso que, en una ocasión, había devuelto la vida a un caballo...

Una mano diminuta se introdujo repentinamente en la suya, y vio a Esk que lo contemplaba ansioso.

—¿Podrá Niahrin salvar al lobo, abuelo? —El chiquillo se disculpaba así de forma indirecta por lo que había dicho minutos antes, y el anciano sonrió para darle a entender que estaba perdonado.

—Tendremos que esperar y ver, muchacho. Pero, si alguien puede, es ella.

Era pasado el mediodía cuando Retty regresó de Ingan en el poni prestado, con la bruja Niahrin montada a la grupa detrás de él.

Todos los habitantes de la zona conocían a Niahrin, pero, pese a la larga amistad, los aldeanos aún la miraban con una mezcla de curiosidad y compasión al saludarla. Niahrin probablemente no tendría más de cuarenta años de edad, y de espaldas, con su figura elegante y ligeramente rolliza y los cabellos de un negro azabache arrollados alrededor de la cabeza en dos trenzas, se parecía a cualquier aldeana madre de familia, incluso aunque sus ropas fueran viejas y un poco extrañas y sus colores a veces no combinaran demasiado. Pero, cuando se daba la vuelta y mostraba el rostro, esa ilusión se desvanecía.