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Y he estado equivocada; tan equivocada...

—Sí. Has estado equivocada. Pero ahora podemos enmendarlo.

Índigo volvió a mirarlo con ojos inundados de lágrimas, y dijo:

—No lo comprendes. Tal vez nunca pudiste.

Alzó la ballesta, y disparó.

CAPÍTULO 23

—Me parece que no quiero verla. —Vinar bajó los ojos hacia sus propias manos entrelazadas; luego volvió a levantarlos y, con un esfuerzo, dedicó a Niahrin una tenue sonrisa—. Es mejor que no lo haga, ¿verdad? Mejor para todos.

La luz del sol que penetraba oblicuamente por la ventana creaba un halo a sus dorados cabellos, pero no conseguía iluminar la expresión de su mirada. Volvió a dedicarse a contemplar la chimenea de la habitación, y Niahrin percibió que lo que el scorvio veía mentalmente estaba tan vacío como la recién barrida parrilla.

—Lo comprendo —dijo con dulzura—. Pero yo debo despedirme de la gente. ¿Me esperarás aquí?

—Sí. Sí, esperaré. —Ella fue hacia la puerta, y él añadió de repente—: Dile que... — Vaciló—. No. No importa. Tanto si lo sabe como si no, ahora ya no importa.

La expresión de la bruja estaba llena de compasión.

—¿No hay entonces ningún mensaje que quieres que le transmita?

Se produjo una larga pausa; al fin él volvió a sonreír.

—Sólo dile: Vinar te desea buena suerte.

Mientras se dirigía a los aposentos de la reina viuda, donde todos iban a reunirse por última vez, Niahrin se puso a meditar, como tan a menudo había hecho en los últimos dos días, en el número de vidas que jamás volverían a ser las mismas, que jamás podrían ser las mismas, como resultado del regreso de Índigo a Carn Caille: el rey Ryen y su familia, Jes Ragnarson, ella misma, Vinar, Grimya... Y, por encima de todo, la persona cuyos actos los habían conducido a todos a esta hora de despedidas y a este día de un nuevo comienzo.

Que el ataque de los demonios había tenido lugar era algo que la bruja no dudaba ni por un segundo. Recordaba, igual que todos los demás, la hirviente oscuridad, los estruendosos alaridos, el ruido y la sangre y el tumulto de la batalla contra las legiones diabólicas que cayeron sobre sus murallas con ensordecedores chillidos. Pero ahora era como si aquel horror se hubiera vivido en un sueño, y no en el plano físico. Cómo y cuándo había ocurrido el cambio jamás lo sabría, pero en un momento dado estaba luchando por su vida, y al siguiente se produjo una explosión —no podía darle un nombre mejor— de luz y ruido, y se vio levantada por los aires y arrojada a lo alto, muy alto, dando volteretas como una muñeca en medio de una marea ascendente, sin ver nada, sin oír nada y totalmente impotente. Luego sintió que caía en picado; había intentado gritar pero no había aire en sus pulmones, y, cuando creía que iba a estrellarse contra el suelo y hacerse pedazos, se oyó un estruendo más potente que cualquiera de los anteriores, como si toda la Tierra hubiera aspirado con fuerza. La cegadora luz desapareció de su alrededor en forma de torbellino como si la hubieran absorbido, y Niahrin se encontró tendida cuan larga era sobre las losas del patio en medio de una asfixiante nube de polvo mientras el pasado quedaba barrido, el tiempo regresaba con brusquedad al presente y los ecos de una titánica conmoción se desvanecían en la distancia.

Durante lo que le pareció una hora pero que en realidad no fueron más que unos segundos, permaneció allí tumbada, sin atreverse a hacer un movimiento. Todo a su

alrededor era oscuridad y silencio. Entonces cerca de ella algo resbaló por el suelo...

Se incorporó violentamente, estremecida de terror. Pero no había demonios ni batalla. El ruido que había escuchado era el del roce de un pie sobre la piedra. A dos pasos de ella, un hombre con la insignia de sargento giraba en redondo muy despacio, boquiabierto y con los ojos a punto de saltar de las órbitas mientras miraba perplejo a su alrededor. En la mano colgaba flojamente una espada desenvainada, con la hoja brillante y limpia. Y, a la fría luz de la luna que se derramaba sobre ellos desde un cielo nocturno totalmente despejado, Niahrin descubrió que el patio estaba lleno de una multitud de personas aturdidas y silenciosas. Empuñaban espadas, arcos, garrotes, utensilios de cocina... Cada hombre o mujer sujetaba un arma de alguna clase, pero no había ningún enemigo a la vista. No había demonios. No había farfullantes espíritus malignos. Nada contra lo que luchar. Era como si toda la población de Carn Caille hubiera padecido una única pesadilla común, y en sus sueños hubieran respondido a su llamada y salido a la carrera para enfrentarse con un enemigo que no existía.

Entonces, rompiendo el estupefacto silencio, un voz surgió de entre la semioscuridad.

—Regresad a vuestras camas. —Era la voz del rey Ryen, tranquila, sobria, autoritaria—. No puedo explicar lo que nos ha sucedido a todos, porque todavía no lo comprendo del todo. Pero Carn Caille no está en peligro. Esto ha sido una pesadilla, únicamente una pesadilla, y nadie ha sufrido daño. Regresad. Id en paz.

Ellos aceptaron la orden con la gratitud de niños pequeños que se vuelven a sus mayores en busca de guía y ejemplo, y la pequeña marea de humanidad empezó a fluir despacio en dirección a la puerta principal. Varios rostros pasaron lentamente ante Niahrin, algunos perplejos, otros sencillamente sin expresión; la multitud se fue reduciendo hasta que el patio quedó casi vacío. Niahrin escuchó el tintineo del atavío de un soldado y vio a un pequeño destacamento de hombres armados que hablaba con Ryen. Luego, también los soldados se marcharon del patio aunque no sin cierta renuencia; y por fin solo quedó un pequeño grupo en él.

Estaban todos allí: Ryen y Brythere, Moragh, Jes; incluso Vinar, aunque se mantenía aparte de los otros. Tenía los ojos firmemente cerrados y se había cubierto el rostro con las manos. Niahrin se puso en pie con dificultad y se dirigió hacia ellos. Por el rabillo del ojo vio a alguien más...

Índigo y Grimya se acercaban procedentes del otro extremo del patio. Los cabellos de Índigo colgaban en sudorosos y enmarañados mechones sobre su rostro; bajo su sombra, Niahrin no podía ver la expresión de la muchacha, pero tenía la cabeza inclinada al frente y arrastraba los pies sobre las losas como si fuera víctima de un cansancio indecible. Grimya se apretaba contra ella, los ojos levantados para mirarla, y el amor y la compasión de los ambarinos ojos de la loba hicieron que Niahrin sintiera un nudo en la garganta. Las dos se detuvieron a cinco pasos del pequeño grupo, e Índigo levantó la cabeza. No habló.

Se limitó a mirarlos, uno por uno, y las lágrimas que le corrían por las mejillas fueron a caer sobre su mano derecha; la mano que sostenía una ballesta. Su mirada descansó durante más rato en Vinar que en el resto, pero el scorvio no hizo el menor movimiento, aunque su boca se movía en silencio como si, también él, estuviera a punto de llorar.

Luego Índigo dio media vuelta y, con Grimya todavía pegada a ella, se encaminó al interior de la ciudadela.

Encontraron a Fenran no muy lejos de la puerta. Estaba caído donde la luz de la luna no podía alcanzarlo, y en un principio pareció como si su cadáver no fuera más que una sombra entre las sombras. Pero el cuerpo fláccido y sin vida era muy real. Y cuando Ryen y Jes le dieron la vuelta descubrieron la saeta que le había atravesado el corazón.

Niahrin bajó la mirada hacia los enredados cabellos blancos, el rostro arrugado y viejo, las familiares facciones, retorcidas con la locura que le había corroído el cerebro como un cáncer durante tantos años. —Pobre Fenran —murmuró—. Pobre Perd... Moragh, que también había estado contemplando el cuerpo, la miró fijamente.

—Eres un alma bondadosa, Niahrin. Hay muy pocos, diría yo, que sientan lástima por él ahora.