Niahrin volvió los ojos hacia la reina viuda con expresión entristecida.
—No puedo condenarlo por un error, alteza, no importa lo grande que fuera ese error. El único crimen de Fenran fue no tener el valor necesario para buscar su propio destino y en su lugar intentar vivir su propia vida a través de otros.
Moragh sonrió, pero era una sonrisa dura.
—El estilo de los cobardes.
—Puede. Pero, cuando pienso en la historia de Índigo, me pregunto si yo, enfrentada con la elección entre el camino de un cobarde y lo que ella ha tenido que pasar, habría sido más valiente que Fenran.
Así pues, ahora todo había terminado por fin. Y hoy, en esta hora, Índigo abandonaba Carn Caille.
Le habían dicho que debía quedarse. Ryen, Moragh, incluso Brythere. Ella era la legítima reina, dijeron, la hija de Kalig, portadora de su linaje, y si deseaba reclamar su trono ellos no serían un obstáculo. Pero Índigo había visto el miedo en sus ojos mientras hacían su oferta; miedo de ella, de lo que ella era, de aquello en lo que se podría convertir. Ella no les deseaba ningún mal; ¿cómo podría? Ellos no le habían causado ningún mal. Y ya los habían perseguido durante demasiado tiempo los fantasmas que ella había invocado.
Ahora, mientras se encontraban por última vez en los aposentos de Moragh, volvió a rechazar su oferta de forma definitiva.
—No me quedaré —dijo con una dulce sonrisa—. Renuncié a mis derechos aquí hace cincuenta años. No sería justo que los resucitara... y tampoco tengo el menor deseo de hacerlo.
Ryen clavó los ojos en sus propios pies, y fue Moragh quien finalmente hizo la pregunta que estaba en las mentes de todos.
—¿Qué será de ti, Índigo?
—No lo sé. No puedo decirlo. —La muchacha se volvió y miró a Niahrin—. A lo mejor tú puedes responder a esa pregunta mejor que yo.
—No puedo responderla —contestó Niahrin, negando con la cabeza—. Lo que eres, y aquello en lo que te convertirás, surge de un poder cuyo origen está en tu interior, y yo no puedo decir que comprendo tal poder.
—Pero ¿si te pidiera que dieses un nombre a ese poder? —Índigo continuaba con la mirada fija en ella.
La bruja le sostuvo la mirada sin pestañear.
—Le daría dos —respondió con vieja sabiduría—. Los llamaría «vida» y «libertad». Porque son lo que tú escogiste, en un principio. Tu propia vida, y la libertad para vivirla.
Durante unos instantes todo quedó en silencio; luego Índigo volvió a sonreír.
—Sí —asintió con calma—. Sí, Niahrin, creo que tienes razón. Tardé mucho tiempo en aprender esa lección, en aprender que yo era verdaderamente libre; y que mis demonios los había creado yo misma y que debía enfrentarme a ellos y derrotarlos a mi manera. Pero ahora empiezo a comprender.
—De los muchos regalos de la Madre Tierra a nosotros, creo que la comprensión es el mayor de todos —repuso Niahrin, devolviéndole la sonrisa.
Los cinco la acompañaron hasta el patio, donde estaban dispuestas todas sus pertenencias. El caballo de pelaje gris oscuro —regalo personal de Brythere a ella— estaba ensillado y aguardaba, olfateando el fresco y perfumado viento y ansioso por ponerse en marcha. Colgados junto con las alforjas sobre su lomo había dos estupendos cuchillos de caza del arsenal de Ryen, y una pequeña arpa de regazo cubierta de bellísimas incrustaciones, escogida por Jes y bien guardada en una bolsa acolchada que Moragh en persona había bordado con el sello real de las Islas Meridionales. Pero faltaba Grimya.
—Ha ido, creo —explicó Niahrin con suavidad—, a despedirse de Vinar.
El rostro de Índigo se nubló y la muchacha miró al otro lado del patio. La ventana de Vinar resultaba claramente visible, pero no se veía ninguna figura allí de pie, y las cortinas estaban corridas sobre el cristal.
—No..., no puedo ofrecerle ningún consuelo. —Índigo hablaba en voz muy baja—. Pero Grimya dirá las cosas que..., que yo quiero que sepa. Es un buen hombre. Fue muy bueno conmigo.
Al cabo de unos instantes, la loba salió de la ciudadela. Se acercó a ellos con la cola y las orejas gachas; pero, no obstante su triste porte, Niahrin, al menos, vio la expresión de sus ojos y percibió la felicidad que el animal intentaba ocultar para no ofenderlos. Al acercarse a Índigo su paso se apresuró; de pronto vaciló, y se volvió hacia Niahrin.
—Grimya..., querida mía, querida mía... —Niahrin no consiguió encontrar otras palabras mientras se arrodillaba y abrazaba a la loba por última vez. Una lágrima fue a caer sobre el pelaje de Grimya y la bruja aspiró precipitadamente y se secó de inmediato los ojos con la manga—. ¡Oh!, mírame... ¡qué tonta soy llorando a mi edad!
Grimya le lamió las lágrimas.
—No te olvi... vidaré, Niahrin. Jamás te olvidaré.
—Ni yo tampoco, cariño..., ni yo. —Temiendo estar a punto de realizar toda una escena, Niahrin la soltó y empezó a levantarse. Pero todavía escuchó el último susurro de Grimya, que era sólo para sus oídos.
—Cuida del pobre Vinar.
Ryen besó a Índigo, y luego, ante la sorpresa de todos, Brythere se adelantó de
improviso y abrazó a la muchacha con efusividad.
—¡Gracias! —dijo la joven reina con fervor. Índigo la miró con perplejidad, y ella añadió—: Hiciste desaparecer las pesadillas, Índigo. Ya no hay nada que temer en Carn Caille.
Moragh escuchó lo que decía y, cuando Brythere retrocedió, extendió ambas manos, diciendo:
—Nos has dado nuestra libertad, como ahora tú tienes la tuya. Que la Madre Tierra te bendiga, querida, como lo hago yo. ¡Buena suerte!
El caballo gris pateó el suelo nervioso; las puertas estaban abiertas y la larga y nebulosa extensión de hierba se perdía a lo lejos ante su ávida mirada, con toda la promesa del verano. Índigo montó y tomó las riendas.
—Creo que me he despedido muchas veces —dijo con un nudo en la voz—. Pero ésta... —Por última vez paseo la mirada por las familiares piedras de su antiguo hogar pero ya no era su hogar. El mundo entero era su hogar, suyo y de Grimya. Carn Caille pertenecía a otros, y así era como debía ser.
Índigo escuchó cómo las puertas se cerraban, pero se encontraban ya tan lejos que el sonido resultó apenas audible por encima de toda aquella extensión de hierba. Ellos la habían seguido con la mirada, lo sabía, hasta que el caballo quedó casi fuera de la vista, y por tres veces había vuelto la cabeza y saludado con la mano al pequeño grupo de figuras que se perdía en la distancia. Ahora la vieja ciudadela quedaba atrás, y, con este lejano ruido, se cortaba el último lazo, se partía el último vínculo.
Hacia el oeste se extendía el enorme bosque; al este todo eran tierras de labrantío y pastos. A su espalda, Carn Caille no era mayor que el juguete de un niño, silencioso tranquilo en los bordes de la tundra, mientras que al frente la carretera se extendía y perdía en el horizonte. Un impulso de mirar atrás por última vez se apoderó de Índigo, pero no volvió la cabeza. Atrás quedaban los viejo tiempos, y la oscuridad, y Fenran. Ellos lo honrarían, le habían dicho. Lo harían por ella... y por él; le otorgarían los ritos debidos a cualquier hombre, y lo enterrarían para que descansara con dignidad. Y a lo mejor, un día, la herida cicatrizaría y ella olvidaría...
«Estás pensando en él, Índigo. No sientas vergüenza por ello.»
La dulce voz telepática de Grimya penetró suavemente en su cerebro, y la muchacha se dio cuenta de que volvía a llorar. Sonrió a la loba por entre las lágrimas.
«Sí, pensaba en él. Lo amaba, Grimya. Lo amo aún.»