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«Lo sé. ¿Cómopodrías no amarlo?»

Grimya tenía la mirada levantada hacia ella, y sus ambarinos ojos estaban llenos de comprensión. De improviso Índigo tiró de las riendas para obligar al caballo a detenerse. Saltó de la silla y se agachó junto a la loba, con los brazos extendidos. Grimya corrió hacia ella, y su cálido cuerpo de grueso pelaje se apretó con fuerza contra el rostro y el cuerpo de la muchacha como un bálsamo curativo.

«Tardará mucho tiempo en desaparecer el dolor. Pero todo ese tiempo estaremos juntas. Tú y yo. Lo sé, Índigo. Lo sé.»

Índigo también lo sabía. Qué poder era el que les había otorgado aquel don especial, no podía decirlo y quizá jamás podría comprenderlo del todo. Tal vez, como había insinuado Niahrin, era el auténtico don de la vida; a lo mejor, incluso, la inmortalidad que durante tanto tiempo había considerado una maldición lanzada sobre ella por la Madre Tierra. Pero no era una maldición, y, si la Madre Tierra había actuado en esto, lo había hecho utilizando como medio su propia voluntad inquebrantable. Ésta era su vida, su libertad. Suya, para hacer con ella lo que eligiera.

—No sé qué será de nosotras, Grimya —dijo—. Puede que vivamos para siempre. ¿Quién sabe? Pero lo que sea que nos ocurra....

—¡Estaremos... juntas! —La loba parpadeó y, con un gesto tan cándido y sincero como los primeros forcejeos cariñosos de un cachorro recién nacido, lamió el rostro y cabellos de Índigo con su larga lengua roja—. Te quiero, Índigo —declaró—. ¡Y soy tu aaaamiga

A lo lejos se escuchó un sonido. Parecía provenir del verde mar del bosque occidental, y el viento estival le proporcionaba un timbre brillante y trémulo que emocionó a Índigo. En la distancia, desde su hogar entre los árboles, los lobos del bosque cantaban.

Grimya se giró para oír.

—¡Cantan para nosotras! —exclamó, y su voz estaba llena de asombro. Entonces, también ella levantó la cabeza, y lanzó su aullido de respuesta, enviando un mensaje de gratitud y homenaje al rey lobo y a su jauría.

Los sonidos se apagaron poco a poco. En algún lugar, por encima de ellas, el trino de una alondra emergió de entre los ecos finales, ascendiendo y descendiendo, ascendiendo y descendiendo. Grimya parpadeó, y se pasó la lengua por el hocico.

—Me gussstaría cantar —dijo.

Índigo sonrió y la acarició con ternura.

—A mí también, cariño. Y en el futuro tendremos muchas ocasiones para cantar. Porque tengo la impresión de que tenemos muchas cosas que enseñar.

La loba agachó la cabeza; un viejo gesto y terriblemente familiar.

—Ssssí. —Sus orejas se alzaron ansiosas, y añadió con profunda satisfacción—: ¡Y mucho que aprender!

El caballo torció el cuello cuando Índigo volvió a montar, y le dio un juguetón golpecito en la pierna que hizo soltar una carcajada a la muchacha. Cogió las riendas y, protegiéndose los ojos de la brillante luz diurna, miró al frente. En un mundo lleno de verano y de la luz del sol, el paisaje de las Islas Meridionales se extendía hasta un lejano horizonte; y al otro lado del horizonte había ciudades y poblados, bosques y campos, y, más allá aún, las inmensas rutas de los océanos y todo lo que se encontraba al otro lado: toda la hermosa y generosa Tierra. Suya —de ambas— para vagabundear, mirar y vivir. Había creído que su viaje había terminado, pero se había equivocado: su viaje no había hecho más que empezar.

EPÍLOGO: SIETE AÑOS DESPUÉS

La nave se llamaba La Bendición de la Bruja, y era hermosa; un elegante y veloz clíper de la clase Lynx, construido en Ranna y tripulado por hombres y mujeres de cinco países marítimos diferentes. Su esposo había dicho que los navíos de la clase Lynx nacían con el viento en sus proas, y ¿quién podía saber tal cosa mejor que él, criado como todos sus antepasados para llevar una vida de marino? ¿Y qué mejor nave podían haber escogido juntos que La Bendición de la Bruja, para que los llevara a casa?

La despedida en Ranna había estado cargada de emoción, ya que ella no había esperado que tantos amigos acudieran a despedirlos. Con lo humilde que siempre había sido, ni se le había ocurrido que la gente los tuviera en tanta estima. Pero habían ido todos: los guardabosques y los granjeros, los pescadores de Amberland y sus esposas, incluso un contingente llegado del pueblo de Ingan; gentes a quienes ella había dado pociones o ungüentos o simplemente consejo, y que no olvidaban la bondad de la humilde y menuda bruja del rostro desfigurado. Niahrin había llorado sin la menor vergüenza mientras el barco se separaba de su amarradero y las velas chasqueaban al llenarse de aire, listas para enfrentarse con el mar abierto. Pero su esposo la había besado y le había recordado que sólo se trataba de un «hasta pronto» y no de un adiós, y que el siguiente verano estarían de vuelta; y su hijito no dejaba de saltar impaciente, cogido a la barandilla del barco, bombardeando a su padre con preguntas sobre el viaje y el mar y el recibimiento que tendrían cuando atracaran en el mejor de los puertos de Scorva; la bienvenida que les dedicarían todas las tías, tíos y primos a los que ni él ni su madre habían visto nunca. En ocasiones, incluso ahora, el milagro de esta criatura risueña y llena de energía —su hijo, y la viva imagen de su padre— volvía a sorprender a Niahrin, y cuando así sucedía daba gracias a la Madre Tierra, que le había otorgado la bendición, inimaginable durante tanto tiempo, de tal realización y felicidad.

Y cuando, como a veces sucedía, vislumbraba en los azules ojos de su esposo el recuerdo de otro amor anterior, no sentía ni rencor ni dudas. Ninguno de ellos olvidaría jamás a Índigo, y así era como debía ser. Pero Vinar había encontrado dicha, y su esposa e hijo eran la alegría de su vida, sus seres más queridos y la niña de sus ojos. Vinar no deseaba nada más, y lleno de orgullo los llevaba a casa.

Y entre los amigos que los despedían en el muelle se encontraba un mensajero de Carn Caille, espléndido en su librea real; había portado una bolsa especial y privada que había introducido en la mano de Vinar. Había cartas en esa bolsa; una de Ryen y Brythere, y otra de la reina viuda Moragh. Y, junto con las cartas, un dibujo infantil de brillantes colores que mostraba a La Bendición de la Bruja partiendo del puerto de Ranna con los estandartes de buena suerte ondeando en sus mástiles y el sol sonriendo en un cielo sin nubes. La mayor de los tres hijos de Ryen y Brythere, a cuya fiesta de bienvenida Niahrin y Vinar habían sido invitados de honor, no olvidaba a sus padrinos, y bajo el dibujo la princesa Aisling había escrito cuidadosamente su nombre, con muchos símbolos de besos.

Los muelles de Ranna empezaban a quedar a popa; en la distancia, los elevados acantilados de Amberland se alzaban en el horizonte como el lomo jorobado de una bestia dormida. El olor del mar penetraba en la nariz de Niahrin, y ésta se volvió hacia el hombre que estaba a su lado. El le devolvió la mirada y, gracias al lazo desarrollado entre ambos, gracias a la privada e íntima comunión de sus mentes, Vinar supo lo que ella pensaba.

—Te querrán, Neerin. —Se inclinó desde su enorme altura y la besó— No hay nada que debas temer de tu nuevo hogar en Scorva. Mi gente te querrá. Igual que yo.

Niahrin cerró los ojos, feliz de sentir la fuerza y el calor de su brazo a su alrededor. Su rostro lleno de cicatrices se dulcificó cuando Vinar volvió a besarla, y en su mente aparecieron dos rostros. Uno, el rostro de una mujer con ojos de color Índigo y una nube de cabellos castaño rojizos, pareció sonreírle. Y el otro, una loba de pelaje moteado, abrió las mandíbulas y mostró colmillos y lengua en el equivalente animal de una risa humana. Y, a través del tiempo y de la distancia, la bruja escuchó la voz de Grimya.