Serguéi Ivánovich acogió a su hermano con esa sonrisa entre fría y afectuosa que dedicaba a todo el mundo y, después de presentarle al catedrático, reanudó la conversación.
El filósofo, un hombre de tez amarillenta, con gafas y frente estrecha, se interrumpió un momento para responder al saludo de Levin, y a continuación retomó su discurso, sin volverle a prestar atención. Levin se dispuso a esperar que el catedrático se fuese, pero el asunto que discutían no tardó en interesarle.
Se había tropezado en las revistas con los artículos a los que se referían y los había leído con el interés propio de un estudiante de ciencias naturales por el desarrollo de esos saberes, pero nunca había relacionado las conclusiones científicas sobre el origen animal del hombre, los actos reflejos, la biología y la sociología con las cuestiones del significado de la vida y la muerte, que cada vez le preocupaban más.
Al seguir la conversación de su hermano con el catedrático, se dio cuenta de que establecían un vínculo entre las cuestiones científicas y las espirituales; varias veces estuvieron a punto de abordar ese tema, pero, en cuanto se acercaban al punto que consideraba más importante, retrocedían a toda prisa y volvían a enfrascarse en sutiles distinciones, reservas, citas, alusiones, referencias a opiniones autorizadas, y Levin apenas entendía lo que decían.
—No puedo en modo alguno estar de acuerdo con Keis —decía Serguéi Ivánovich, con su habitual claridad, precisión y elegancia en el hablar—, no puedo respaldar su tesis de que toda mi representación del mundo exterior se deriva de mis impresiones. El concepto fundamental de la existenciano lo he recibido por medio de las sensaciones, pues no existe un órgano especial para la transmisión de ese concepto.
—Sí, pero Wurst, Knaust y Pripásov le responderían que la conciencia que tiene usted de la existencia es el resultado de las sensaciones. Wurst llega incluso a afirmar que, sin sensaciones, no puede haber noción de la existencia.
—Pues yo digo lo contrario... —replicó Serguéi Ivánovich.
En ese momento Levin tuvo de nuevo la impresión de que, después de acercarse al meollo de la cuestión, volvían a apartarse, y decidió plantearle una pregunta al catedrático.
—En ese caso, si se aniquilan mis sentidos, si mi cuerpo muere, ¿no puede haber ninguna clase de existencia?
El catedrático, molesto y como herido por esa interrupción, fijó la mirada en el extraño individuo que le había planteado esa cuestión, más parecido a un sirgador que a un filósofo, y a continuación volvió los ojos hacia Serguéi Ivánovich, como preguntándole qué debía responder. Pero Serguéi Ivánovich, que no hacía gala de tanto apasionamiento e intransigencia como el catedrático, y que tenía la suficiente amplitud de miras para poder discutir con éste y al mismo tiempo entender el punto de vista sencillo y natural con que había sido planteada aquella pregunta, sonrió y dijo: —Todavía no tenemos derecho a resolver esa cuestión... —Carecemos de datos —confirmó el catedrático, y a continuación retomó su argumentación—. No —dijo—, demostraré que, aunque las sensaciones se basen en las percepciones, como sostiene Pripásov con toda claridad, debemos distinguir rigurosamente esos dos conceptos. Levin ya no le escuchaba y sólo esperaba que se fuera.
VIII
Cuando por fin se marchó, Serguéi Ivánovich se dirigió a su hermano.
—Me alegro de verte. ¿Vas a quedarte mucho tiempo? ¿Qué tal va la hacienda?
Levin sabía que a su hermano mayor le interesaban muy poco los asuntos del campo y que sólo le preguntaba por cortesía. Por eso se limitó a hablarle de la venta del trigo y de los ingresos.
Había acudido a su casa con la firme intención de contarle su decisión de casarse y recabar su opinión, pero, después de escuchar la conversación con el catedrático y advertir el tono involuntariamente paternalista con que se había interesado por sus asuntos (la heredad de su madre no se había dividido, y Levin administraba las dos partes), se dio cuenta de que, por alguna razón, le faltaban fuerzas para abordar con su hermano esa cuestión. Barruntaba que éste no vería las cosas como él quería.
—Bueno, ¿y qué me cuentas de la asamblea rural? —preguntó Serguéi Ivánovich, a quien le interesaba mucho ese tema, pues le atribuía una gran importancia.
—Pues la verdad es que no tengo mucho que decir...
—¿Y cómo es eso? ¿No eras miembro del consejo?
—No, ya no. He presentado la dimisión. Y ya no asisto a las sesiones —respondió Konstantín Levin.
—¡Pues es una pena! —exclamó Serguéi Ivánovich, frunciendo el ceño.
A modo de justificación, Levin se puso a contarle lo que sucedía en las reuniones de su distrito.
—¡Siempre pasa lo mismo! —le interrumpió Serguéi Ivánovich—. Los rusos siempre acabamos igual. Puede que esa capacidad para ver nuestros propios defectos sea un rasgo positivo de nuestra naturaleza, pero exageramos y nos consolamos con la ironía, que tan pronto acude a nuestros labios. Sólo te digo que, si se concedieran los derechos de que gozan nuestras instituciones locales a cualquier otro pueblo de Europa, por ejemplo a los alemanes o a los ingleses, encontraría el modo de alcanzar la libertad; en cambio, nosotros no hacemos más que tomárnoslos a broma.
—¿Y qué se puede hacer? —dijo Levin con aire culpable—. Ha sido mi último intento y he puesto en él todo mi empeño. Pero no puedo. No soy capaz.
—Nada de eso —dijo Serguéi Ivánovich—, pero no enfocas el asunto como deberías.
—Es posible —respondió Levin con pesar.
—Por cierto, ¿sabes que nuestro hermano Nikolái está de nuevo por aquí?
Nikolái Levin, hermano mayor de Konstantín Levin y medio hermano de Serguéi Ivánovich, era un hombre descarriado. Había derrochado la mayor parte de su fortuna y discutido con sus hermanos, y frecuentaba las compañías más extrañas y de peor reputación.
—¿Qué dices? —exclamó Levin con horror—. ¿Cómo lo sabes?
—Prokofi lo ha visto en la calle.
—¿Aquí en Moscú? ¿Sabes dónde se aloja? —Levin se levantó de la silla como si se dispusiera a partir.
—Lamento habértelo dicho —prosiguió Serguéi Ivánich, sacudiendo la cabeza al ver la agitación de su hermano—. Me he enterado de dónde vive y le he enviado la letra de cambio a nombre de Trubin, después de pagarla. Mira lo que me ha contestado.
Y Serguéi Ivánovich le tendió a su hermano una nota que había debajo del pisapapeles.
Levin se puso a leerla, reconociendo al punto esa caligrafía singular y familiar: «Os ruego encarecidamente que me dejéis en paz. Es lo único que pido a mis queridos hermanos. Nikolái Levin».
Después de leerla, Levin se quedó delante de su hermano, sin levantar la cabeza, con la nota en la mano.
Al deseo de olvidarse de su desdichado hermano se oponía la conciencia de que eso no estaba bien.
—Por lo visto, quiere ofenderme —continuó Serguéi Ivánovich—, pero no lo conseguirá. Deseo ayudarle de todo corazón, pero es imposible.
—Sí, sí —replicó Levin—. Lo entiendo y valoro tu proceder. Pero creo que iré a verle.
—Haz lo que quieras, pero no te lo aconsejo —dijo Serguéi Ivánovich—. No porque tema que te indisponga contra mí, sino porque creo que no te conviene. No se le puede ayudar. En cualquier caso, haz lo que quieras.