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—Con usted aprendería más deprisa. Por alguna razón, me inspira usted confianza.

—Yo también siento confianza en mí mismo cuando se apoya usted en mí —dijo Levin, pero acto seguido se asustó de sus propias palabras y se ruborizó. En realidad, nada más pronunciarlas, el sol pareció ocultarse detrás de las nubes; el rostro de Kitty perdió todo rastro de afabilidad, y él reparó en ese rasgo conocido, que en el caso de la muchacha significaba una profunda concentración: en su tersa frente apareció una arruga.

—¿Le ha molestado algo? Claro que no tengo derecho a hacerle esa pregunta —se apresuró a preguntar.

—¿Por qué dice eso?... No, no me ha molestado nada —respondió ella con frialdad, y al punto añadió—: ¿No ha visto usted a mademoiselle Linon?

—Aún no.

—Pues vaya a saludarla. Le tiene mucho afecto.

«¿Qué pasa? La he ofendido. ¡Dios mío, perdóname!», pensó Levin, corriendo en dirección a la vieja francesa de canosos cabellos rizados, que estaba sentada en un banco. La mujer lo recibió como a un viejo amigo, esbozando una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus dientes postizos.

—Sí, vamos creciendo y haciéndonos mayores —le dijo, señalándole a Kitty con los ojos—. Tiny bear 10se ha hecho ya grande —prosiguió la francesa, riendo, y le recordó su broma sobre las tres señoritas, a las que llamaba los tres ositos del cuento inglés. ¿Se acuerda usted de que les daba ese nombre?

La verdad es que se le había olvidado por completo, pero hacía ya diez años que la francesa se divertía con esa broma, que tanto le gustaba.

—Bueno, vaya usted a patinar. ¿Verdad que nuestra Kitty patina mucho mejor?

Cuando Levin volvió a acercarse a Kitty, el rostro de ésta ya no era tan severo, y sus ojos habían recobrado esa mirada sincera y acariciadora, pero él creía percibir en esa afabilidad un matiz especial, de premeditada calma. Y se sintió triste. Después de intercambiar unas frases sobre la vieja institutriz y sus rarezas, Kitty le preguntó por su vida.

—¿Es posible que no le aburra a usted pasar el invierno en el campo? —le preguntó.

—No, no me aburro, estoy muy ocupado —respondió, dándose cuenta de que ella le imponía ese tono sereno, del que no sería capaz de librarse, como le había sucedido a comienzos del invierno.

—¿Va a quedarse mucho tiempo? —le preguntó Kitty.

—No lo sé —respondió él, sin pensar en lo que decía. La idea de que, si volvía a adoptar ese tono de serena amistad, volvería a marcharse sin haber resuelto nada le sublevaba.

—¿Cómo que no lo sabe?

—No. Depende de usted —dijo, y acto seguido se asustó de sus propias palabras.

¿No oyó Kitty ese comentario final o no quiso oírlo? El caso es que, como si tropezara, dio dos golpes con el pie y se alejó a toda prisa. Se acercó a mademoiselle Linon, le dijo algo y se dirigió al pabellón en el que las señoras se quitaban los patines.

«¡Dios mío, qué he hecho! ¡Señor, ayúdame, guíame!», se decía Levin, rezando; y al mismo tiempo, sintiendo la necesidad de entregarse a un ejercicio violento, tomó velocidad y se puso a trazar círculos, unas veces hacia fuera y otras hacia dentro.

En ese momento, uno de los jóvenes, el mejor patinador de la nueva generación, salió del café con un cigarrillo entre los labios y los patines puestos, tomó carrerilla y bajó a saltos los peldaños, en medio de un gran estrépito. Una vez abajo se deslizó por el hielo, sin modificar siquiera la posición de los brazos.

—¡Ah, un truco nuevo! —dijo Levin, subiendo a toda prisa hasta lo alto con intención de imitarlo.

—¡Tenga cuidado, no vaya a hacerse daño! ¡Se necesita práctica! —le gritó Nikolái Scherbatski.

Levin llegó al descansillo, tomó tanto impulso como pudo y se lanzó escaleras abajo, manteniendo el equilibrio con ayuda de las manos. En el último peldaño tropezó con algo, pero, después de tocar apenas el hielo con la mano, hizo un movimiento brusco, se irguió y, echándose a reír, siguió patinando.

«¡Qué muchacho tan encantador!», pensó Kitty, que en ese momento salía del pabellón en compañía de mademoiselle Linon, y lo miró con una sonrisa amable y tierna, como a un hermano querido. «¿Acaso tengo yo la culpa? ¿Es posible que haya actuado mal? Coquetería, llaman a eso. Sé que no es a él a quien amo, pero me encuentro a gusto en su compañía. ¡Y es tan simpático! Pero ¿por qué me habrá dicho eso?...», se preguntaba.

Al ver que Kitty se marchaba con su madre, que había salido a su encuentro en la escalera, Levin, todo rojo después del ejercicio violento, se detuvo y se quedó pensativo. Se quitó los patines y las alcanzó en la entrada del parque.

—Me alegro mucho de verle —dijo la princesa—. Recibimos los jueves, como siempre.

—Es decir, hoy.

—Estaremos encantados de verle —replicó la princesa con sequedad.

A Kitty le apenó ese tono y no pudo reprimir el deseo de mitigar el efecto causado por la frialdad de su madre. Volvió la cabeza y dijo con una sonrisa:

—Hasta luego.

En ese momento Stepán Arkádevich, con el sombrero ladeado, el rostro y los ojos resplandecientes, entró en el parque con aire triunfante y alegre. Pero, al acercarse a su suegra, respondió a sus preguntas sobre la salud de Dolly con expresión triste y culpable. Después de intercambiar unas palabras con ella en voz baja y pesarosa, irguió el pecho y cogió a Levin del brazo.

—¿Qué? ¿Nos vamos? —preguntó—. He estado pensando en ti todo el tiempo y debo decirte que me alegro mucho de que hayas venido —añadió, mirándole a los ojos con aire significativo.

—Vamos, vamos —respondió Levin, que aún seguía oyendo, embargado de felicidad, esa voz que le decía «hasta luego» y viendo la sonrisa que había acompañado esas palabras.

—¿Prefieres el Inglaterra o el Ermitage?

—Me da lo mismo.

—Entonces vamos al Inglaterra —dijo Stepán Arkádevich, decantándose por ese restaurante porque debía allí más dinero que en el Ermitage, y en consecuencia consideraba impropio evitarlo—. ¿Tienes coche? Estupendo, porque he despedido el mío.

A lo largo de todo el camino los dos amigos guardaron silencio. Levin se preguntaba a qué podía obedecer aquel cambio de expresión en el rostro de Kitty y, al tiempo que vacilaba entre la esperanza y la desesperación, veía con meridiana claridad que sus ilusiones eran infundadas. Sin embargo, después de ver esa sonrisa y escuchar esas palabras de despedida, se sentía un hombre nuevo, totalmente distinto del que había sido hasta entonces.

Stepán Arkádevich aprovechó el trayecto para elegir el menú de la comida.

—¿Te gusta el rodaballo? —le preguntó a Levin cuando llegaban.

—¿Qué? —replicó Levin—. ¿El rodaballo? Sí, me gusta con locura.

 

X

Al entrar en el hotel con Oblonski, Levin no pudo dejar de advertir una expresión particular, como de alegría contenida, en el rostro y en toda la figura de su amigo. Stepán Arkádevich se quitó el abrigo y, con el sombre ro ladeado en la cabeza, pasó al comedor, dando órdenes a los camareros tártaros que, vestidos de frac y con una servilleta en el brazo, se afanaban a su alrededor. Saludando a derecha e izquierda a sus conocidos, que lo acogían con alegría, como era costumbre en cualquier lugar, se acercó a la barra, se tomó una copa de vodka, acompañada de un trozo de pescado, y dirigió a la encargada, una francesa de pelo rizado, muy maquillada, emperifollada de cintas y encajes, unas palabras tan alegres que ésta se rio de buena gana. A Levin, en cambio, esa francesa se le antojó tan repulsiva, con sus cabellos a todas luces postizos, su poudre de rizy su vinaigre de toilette 11que se abstuvo de beber. Se apartó de ella a toda prisa, como de un lugar hediondo. El recuerdo de Kitty embargaba su alma y en sus ojos resplandecía una sonrisa de triunfo y felicidad.

—Tenga la bondad de seguirme, excelencia. Aquí nadie le molestará —le dijo un viejo tártaro de pelo cano, muy obsequioso, con unas caderas tan anchas que los faldones del frac se le separaban—. Haga el favor de darme el sombrero, excelencia —le dijo a Levin, a quien trataba de agasajar por consideración a Stepán Arkádevich.