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La condesa Nordston fue en busca de Korsunski, con quien tenía apalabrada la mazurca, y le pidió que invitara a Kitty.

Así pues, Kitty formó la primera pareja. Por suerte para ella, no tuvo que pronunciar palabra, ya que Korsunski iba de un lado para otro dando disposiciones. Vronski y Anna estaban sentados casi enfrente de ella. Primero los observó de lejos, con sus ojos perspicaces, y luego más de cerca, cuando les llegó su turno de bailar, y, cuanto más los observaba, más se convencía de que su desdicha se había consumado. Se daba cuenta de que se sentían solos en esa sala repleta. Y en el semblante de Vronski, siempre tan sereno e impasible, volvió a ver esa expresión sumisa y temerosa que tanto la había sorprendido, semejante a la de un perro inteligente que se sabe culpable.

Cuando Anna sonreía, Vronski le respondía; cuando se quedaba pensativa, él se ponía serio. Impulsada por una especie de fuerza sobrenatural, Kitty no podía apartar la mirada del rostro de Anna. Ataviada con su sencillo vestido negro, su aspecto general era encantador, y no menos encantadores sus torneados brazos cargados de pulseras, su firme cuello con el hilo de perlas, sus cabellos rizados con algunos mechones sueltos, los movimientos gráciles y ligeros de sus manos finas y de sus pequeños pies, su hermoso rostro arrebatado; no obstante, en medio de toda esa fascinación, se percibía algo terrible y cruel.

Kitty la admiraba aún más que antes y sufría cada vez más. Se sentía anonadada, como delataba su rostro. Cuando Vronski se encontró con ella en una figura de la mazurca, al principio no la reconoció, tanto habían cambiado sus rasgos.

—¡Un baile maravilloso! —dijo, por decir algo.

—Sí —respondió ella.

En medio de la mazurca, mientras repetían una complicada figura inventada hacía poco por Korsunski, Anna salió al centro del círculo, llamó a dos caballeros y a dos damas. Una de ellas era Kitty, que se acercó asustada. Anna, con los ojos entornados, la miró y le apretó la mano con una sonrisa. Pero, al advertir la expresión de sorpresa y desesperación con que Kitty le respondía, se volvió y se puso a hablar alegremente con la otra dama.

«Sí, hay algo extraño, diabólico y fascinante en ella», se dijo Kitty.

Anna no quería quedarse a cenar, pero el dueño de la casa insistió.

—Vamos, Anna Arkádevna —le dijo Korsunski, cubriendo su brazo desnudo con la manga de su frac—. ¡Ya verá qué idea se me ha ocurrido para el cotillón! Un bijou! 19

Y a continuación dio unos pasos, tratando de arrastrarla. Al anfitrión le parecía bien su conducta, como delataba su sonrisa.

—No, no puedo quedarme —respondió Anna. A pesar de que había pronunciado esas palabras con una sonrisa, el tono decidido convenció a los dos hombres de que no había posibilidad de retenerla—. He bailado más en Moscú en una sola noche que en San Petersburgo en todo el invierno —añadió, dirigiendo una mirada a Vronski, que estaba a su lado—. Tengo que descansar antes del viaje.

—¿Se va usted definitivamente mañana? —preguntó Vronski.

—Sí, creo que sí —respondió Anna, a quien pareció sorprender el atrevimiento de esa pregunta; pero el brillo irresistible de sus ojos y la sonrisa con que pronunció esas palabras lo abrasaron.

Anna Arkádevna se marchó a casa antes de que se sirviera la cena.

 

XXIV

«Sí, debe de haber en mí algo desagradable y repulsivo —pensaba Levin, mientras se dirigía a pie a casa de su hermano, después de salir de casa de los Scherbatski—. No me llevo bien con la gente. Dicen que es por culpa del orgullo, pero no soy orgulloso. Si lo fuera, no me habría puesto en semejante situación.» Y se representaba a Vronski, hombre feliz, bueno, inteligente y ponderado. ¡Seguro que él jamás se había visto en una tesitura tan espantosa como la de esa tarde! «Sí, es natural que lo haya elegido a él. No podía ser de otra manera, así que no tengo motivos para quejarme de nada ni de nadie. La culpa la tengo yo. ¿Qué derecho tenía a pensar que ella querría unir su vida a la mía? ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo? Un hombre insignificante a quien nadie necesita.» Se acordó de su hermano Nikolái y se demoró en esa imagen con delectación. «¿Acaso no tiene razón cuando dice que todo en este mundo es vil y repugnante? Me parece que no lo hemos juzgado bien. Naturalmente, desde el punto de vista de Prokofi, que se lo ha encontrado borracho y con la pelliza hecha jirones, es un hombre despreciable; pero yo lo contemplo bajo otra luz. Conozco su alma, sé que nos parecemos. Y yo, en lugar de ir a verle, me he ido primero a comer y después a esa velada.» Levin se acercó a un farol, sacó de la cartera un papel con las señas de su hermano y llamó a un cochero. Durante el largo trayecto, repasó con viveza los episodios que conocía de la vida de su hermano. Durante sus estudios universitarios y un año después de terminarlos, a pesar de las burlas de sus compañeros, Nikolái había vivido como un monje, cumpliendo rigurosamente los preceptos de la religión, asistiendo a los oficios, respetando los ayunos y huyendo de todos los placeres, sobre todo de las mujeres; pero de pronto las pasiones parecieron desatarse en su interior, se rodeó de gente de la peor ralea y se entregó a la más inmunda depravación. Luego se acordó de un niño al que su hermano había traído del campo para educarle y al que, en un ataque de ira, había golpeado con tanta saña que se inició un proceso contra él por un delito de lesiones. También le pasó por la memoria aquel tramposo al que había dado en pago de una deuda de juego una letra de cambio (la misma que había satisfecho Serguéi Ivánovich) y al que luego había denunciado, acusándole de haberle estafado. Se acordó de la noche que había pasado en comisaría por alterar el orden público y del vergonzoso pleito que había iniciado contra su hermano Serguéi Ivánovich, a quien acusaba de haberse quedado la parte que le correspondía de la herencia de su madre. Su último incidente se había producido en la región occidental de Rusia, donde marchó a trabajar: le habían llevado a juicio por darle una paliza a un superior. Todo eso era terriblemente repulsivo, pero a Levin no se lo parecía tanto como a quienes no estaban al tanto de la historia de Nikolái ni conocían su corazón.

Levin recordó que, en los tiempos en que vivía obsesionado por la devoción, los ayunos, los monjes y las ceremonias de la Iglesia, en que buscaba en la religión un freno y una brida a su naturaleza apasionada, nadie le había apoyado; al contrario, todos se habían burlado de él, hasta el propio Levin. Le gastaban bromas, le llamaban Noé y fraile. Y, cuando se entregó al libertinaje, en lugar de ayudarlo, todos se apartaron de él con horror y repugnancia.

Levin barruntaba que, a pesar de su vida escandalosa, su hermano Nikolái, en su fuero interno, en el fondo de su alma, no era peor que quienes lo despreciaban. No tenía la culpa de haber nacido con ese carácter indomable y una inteligencia limitada. Siempre había querido ser bueno. «Le hablaré con el corazón en la mano, le obligaré a hacer lo mismo conmigo y le demostraré que le quiero y que, por tanto, le comprendo», decido Levin para sus adentros, cuando llegó, a eso de las once, al hotel que indicaba la dirección.

—Arriba, números doce y tres —respondió el portero a la pregunta de Levin.

—¿Está en casa?

—Creo que sí.

La puerta de la habitación número doce estaba entornada, y por el hueco, iluminado por una franja de luz, salía una espesa nube de humo, que desprendía un olor a tabaco malo y barato, así como una voz que Levin no conocía. Pero en seguida se enteró de que su hermano estaba allí, porque reconoció su tos.

Cuando atravesó el umbral, el desconocido decía:

—Todo depende de que el asunto se lleve de manera cuidadosa y razonable.

Konstantín Levin echó una ojeada desde la puerta y vio que quien estaba hablando era un joven con una tupida mata de pelo, ataviado con una chaqueta corta. Una mujer joven, con el rostro picado de viruelas, que llevaba un vestido sin cuello ni mangas, estaba sentada en el sofá. No se veía a Nikolái. A Konstantín se le oprimía el corazón al pensar entre qué clase de gente vivía su hermano. Por lo visto, nadie había reparado en su presencia. Mientras se quitaba los chanclos, escuchó lo que decía el señor de la chaqueta. Hablaba de algún negocio.