Agafia Mijáilovna le contaba que Prójor, olvidándose de Dios, se había emborrachado con el dinero que Levin le había dado para comprar un caballo y había pegado a su mujer hasta dejarla medio muerta. Mientras escuchaba, Levin leía el libro y retomaba el curso de los pensamientos suscitados por la lectura. Era el tratado de Tyndall sobre el calor. 20Se acordó de haber censurado al autor por la satisfacción con que hablaba del éxito de sus experimentos y por su falta de miras filosóficas. De pronto se le pasó por la cabeza un pensamiento agradable: «Dentro de dos años tendré dos vacas holandesas; es posible que Pava siga con vida; y a esas tres hay que añadir las doce crías de Berkut. ¡Qué maravilla!». Volvió a sumergirse en la lectura.
«Bueno, supongamos que el calor y la electricidad sean la misma cosa. Pero ¿es posible resolver un problema sustituyendo una cantidad por otra en una ecuación? No. ¿Entonces? El vínculo que existe entre todas las fuerzas de la naturaleza se percibe de manera instintiva... Será especialmente agradable cuando la cría de Pava se convierta en una vaca de manchas rojas, y todo el rebaño, al que se unirán las otras tres... ¡Qué maravilla! Mi mujer y yo saldremos con los invitados para ver llegar a las vacas... Y mi mujer dirá: "Kostia y yo hemos cuidado a esta ternera como a una hija". "¿Cómo pueden interesarle esas cosas?", preguntará un invitado. Y ella responderá: "Todo lo que le interesa a mi marido me interesa a mí". Pero ¿quién será ella?» —Y se acordó de lo que había sucedido en Moscú...—. Bueno, ¿qué le vamos a hacer?... Yo no tengo la culpa. Pero todo tomará un nuevo curso. Es absurdo pensar que la vida no lo permitirá, que el pasado no lo permitirá. Hay que luchar para vivir mejor, mucho mejor...» Levantó la cabeza y se quedó pensativo. La vieja Laska, que aún no se había repuesto de la alegría por su regreso y había salido al patio a ladrar a sus anchas, entró en la pieza, trayendo una bocanada de aire fresco, se acercó moviendo la cola, puso la cabeza bajo la mano de su amo y emitió un aullido quejumbroso, reclamando sus caricias.
—Sólo le falta hablar —dijo Agafia Mijáilovna—. No es más que una perra... pero entiende que el amo ha vuelto y que está triste.
—¿Triste?
—¿Cree usted que no me doy cuenta? ¡Cómo no voy a conocer a los señores? ¡Si he vivido con ellos desde niña! No se preocupe, señorito. Mientras la salud no falte y tenga uno la conciencia tranquila...
Levin la miró de hito en hito, sorprendido de que hubiera adivinado sus pensamientos.
—¿Le apetece un poco más de té? —dijo y, cogiendo la taza, salió de la habitación.
Laska seguía metiendo la cabeza debajo de su mano. Levin la acarició y entonces ella se hizo un ovillo a sus pies, estiró la pata trasera y apoyó encima la cabeza. Y, para demostrar hasta qué punto estaba satisfecha, entreabrió la boca, chasqueó los labios pegajosos y, acomodándolos mejor alrededor de los amarillentos dientes, se sumió en un estado de beatífica paz. Levin siguió con atención estos últimos movimientos.
«¡Lo mismo voy a hacer yo! —se dijo—. ¡Lo mismo voy a hacer yo! No vale la pena preocuparse. Todo se arreglará.»
XXVIII
A la mañana siguiente del baile, muy temprano, Anna Arkádevna mandó un telegrama a su marido en el que le anunciaba que partiría de Moscú ese mismo día.
—No, tengo que volver sin falta —le decía a su cuñada, sorprendida de que hubiera cambiado de planes y, por su tono de voz, parecía como si se hubiera acordado de pronto de un montón de asuntos que no admitían demora—. ¡No, es mejor que me vaya hoy mismo!
Stepán Arkádevich no iba a comer en casa, pero prometió volver a las siete para acompañar a su hermana.
Kitty tampoco se presentó. Según decía la nota que envió, le dolía la cabeza. Dolly y Anna comieron solas con los niños y la institutriz inglesa. Ya fuera por la inconstancia propia de los niños o porque adivinaran por instinto que Anna no era la misma que el día en que le habían cobrado tanto cariño y ya no se ocupaba de ellos, el caso es que dejaron de jugar con ella y de mostrarle afecto, y no manifestaron la menor pena por su marcha. Anna había pasado toda la mañana ocupada con los preparativos de la partida. Escribió billetes a sus conocidos de Moscú, estuvo haciendo cuentas y preparó el equipaje. En general, Dolly tuvo la impresión de que era presa de esa inquietud y esa preocupación que, como bien sabía ella, no suelen carecer de motivo, y en la mayoría de los casos encubre un profundo descontento. Después de comer, Anna se retiró a su habitación para vestirse, y Dolly la acompañó.
—¡Qué rara estás hoy! —le dijo Dolly.
—¿Yo? ¿Tú crees? No es eso, es que no estoy de humor. Me pasa a veces. Tengo ganas de llorar. Es una tontería, ya se me pasará —dijo Anna con cierta precipitación e inclinó el rostro enrojecido sobre el saquito diminuto en el que guardaba el gorro de noche y los pañuelos de batista. Sus ojos, que tenían un brillo especial, no paraban de llenarse de lágrimas—. No quería salir de San Petersburgo y ahora no me apetece regresar.
—Viniendo aquí, has hecho una buena obra —dijo Dolly, examinándola con atención.
Anna la miró con los ojos húmedos de lágrimas.
—No digas eso, Dolly. No he hecho nada ni podía hacer nada. A menudo me sorprende que la gente se haya puesto de acuerdo para mimarme. ¿Qué he hecho? ¿Qué podía hacer? Has encontrado en tu corazón suficiente amor para perdonar...
—¡Sin ti, Dios sabe lo que habría sucedido! ¡Qué feliz eres, Anna! —exclamó Dolly—. En tu alma todo es diáfano y puro.
—Todos tenemos skeletons 21en el alma, como dicen los ingleses.
—¿Qué skeletonspuedes tener tú? En ti todo es claridad.
—¡Los tengo! —dijo de pronto Anna, y una sonrisa maliciosa y burlona, inesperada después de las lágrimas, se asomó a sus labios.
—Bueno, no creo que esos skeletonssean muy lúgubres, sino más bien divertidos —objetó Dolly con una sonrisa.
—No, son lúgubres. ¿Sabes por qué me marcho hoy en lugar de mañana? Me cuesta confesártelo, pero quiero hacerlo —dijo Anna, reclinándose con aire decidido en el sillón y clavando la mirada en Dolly. A continuación, para gran sorpresa suya, advirtió que Anna se ruborizaba hasta las orejas, hasta la raíz de los rizos negros de la nuca—. Sí —prosiguió Anna—. ¿Sabes por qué Kitty no ha venido a comer? Tiene celos de mí. He destruido... He sido la causa de que ese baile, que tendría que haber sido un motivo de regocijo para ella, se convirtiera en un tormento. Es verdad que yo no tengo la culpa, o sólo un poco —añadió, arrastrando con voz débil esa última palabra.
—¡Ah, acabas de hablar en el mismo tono que Stiva! —dijo Dolly, echándose a reír.
Anna se ofendió.
—¡No, no! Yo no soy como Stiva —dijo, frunciendo el ceño—. Te lo cuento porque no me permito dudar de mí misma ni un instante —añadió.
Pero en el momento mismo en que hacía ese último comentario, se dio cuenta de que no estaba diciendo la verdad. No sólo dudaba de sí misma, sino que el recuerdo de Vronski la llenaba de inquietud. De hecho, había adelantado la partida con el único objeto de no volverlo a ver...
—Sí, Stiva me ha dicho que bailaste la mazurca con él y que...
—No puedes imaginarte lo absurdo que resultó todo. Yo sólo pensaba en hacer de casamentera, pero las cosas salieron de otro modo. Tal vez contra mi voluntad...
Se ruborizó y guardó silencio.
—¡Ah, los hombres se dan cuenta de eso en seguida! —dijo Dolly.
—Lo sentiría en el alma si él se lo hubiera tomado en serio —la interrumpió Anna—. Estoy convencida de que todo se olvidará y de que Kitty dejará de odiarme.
—Por otro lado, Anna, si quieres que te hable con franqueza, no me hace mucha gracia que Kitty se case con él. Además, si Vronski ha podido enamorarse de ti en un solo día, es mejor que todo quede como está.