—¡Ah, Dios mío, sería una estupidez! —dijo Anna, pero, al oír expresado en voz alta el pensamiento que la ocupaba, se sintió tan satisfecha que un intenso rubor cubrió su cara—. Y ahora me marcho convertida en enemiga de Kitty, a quien he cobrado tanto aprecio. ¡Ah, es encantadora! Pero tú lo arreglarás todo. ¿No es verdad, Dolly?
—¿Cómo va a ser enemiga tuya? Eso es imposible.
—Me gustaría que me tuvierais el mismo cariño que yo os tengo. Ahora os quiero más que antes —dijo Anna con lágrimas en los ojos—. ¡Ah, qué tonta estoy hoy!
Se pasó un pañuelo por la cara y empezó a vestirse.
Justo antes de partir, apareció Stepán Arkádevich, que se había retrasa do. Olía a vino y a tabaco y tenía el rostro colorado y alegre.
La emoción que sentía Anna se había apoderado también de Dolly. En el momento de abrazarla por última vez, murmuró:
—Recuerda, Anna, que nunca olvidaré lo que has hecho por mí. Recuerda que te quiero y que te querré siempre como a mi mejor amiga.
—No entiendo por qué —replicó Anna, besándola y ocultando sus lágrimas.
—Me has comprendido y me comprendes. ¡Adiós, querida!
XXIX
«Bueno, gracias a Dios, todo ha terminado», fue el primer pensamiento que se le pasó por la cabeza a Anna Arkádevna cuando se despidió por última vez de su hermano, que estuvo obstruyendo con su cuerpo la entrada al vagón hasta el tercer toque de campana. Anna ocupó su asiento, al lado de Ánnushka, y examinó el coche cama, envuelto en una suerte de semipenumbra. «Gracias a Dios, mañana veré a Seriozha y a Alekséi Aleksándrovich. Y mi agradable vida de antaño retomará su curso habitual.»
Sumida aún en ese estado de preocupación en el que se encontraba desde la mañana, se entregó con placer a los minuciosos preparativos del viaje: con sus manos ágiles y menudas abrió el saquito rojo, sacó un almohadón, se lo puso en las rodillas, se cubrió bien las piernas y se instaló cómodamente. Una señora enferma ya se estaba preparando para acostarse. Otras dos se pusieron a hablar con Anna, mientras una anciana gruesa se tapaba las piernas y se quejaba de la calefacción. Anna respondió a las dos señoras con un breve comentario, pero, barruntando que la conversación no iba a ser muy interesante, pidió a Ánnushka la linternita, que enganchó en el brazo del asiento y sacó de su bolso una novela inglesa y una plegadera. Al principio no pudo leer: le molestaba el alboroto, las idas y venidas; luego, cuando el tren se puso en marcha, le fue imposible no prestar atención a los ruidos; luego la distrajo la nieve que golpeaba la ventanilla izquierda y se pegaba al cristal, el revisor, que pasó por allí bien arropado y cubierto de nieve, y los comentarios sobre la virulenta ventisca. Más adelante se convirtió todo en monótona repetición: las mismas sacudidas, el mismo traqueteo, la misma nieve en la ventanilla, los mismos cambios bruscos de temperatura, los mismos rostros entrevistos en la penumbra, las mismas voces. Anna se concentró en la lectura. Ánnushka dormitaba ya, sosteniendo en las rodillas el saquito rojo con las manos enfundadas en guantes, uno de los cuales estaba roto. Anna se enteraba ahora de lo que leía, pero aquella lectura no le procuraba ninguna satisfacción: tenía tantas ganas de vivir que le costaba conformarse con el reflejo de esas vidas ajenas. Si la heroína de la novela cuidaba de un enfermo, a ella le entraban ganas de entrar sin hacer ruido en la habitación donde aquél convalecía; si un parlamentario pronunciaba un discurso, ansiaba ser ella quien tomara la palabra; si lady Mary galopaba en pos de su jauría, irritando a su nuera y asombrando a todos con su audacia, ella se moría por imitarla. Pero, como no era posible, se forzaba a seguir leyendo, dando vueltas entre sus pequeñas manos a la lisa plegadera.
El héroe de la novela estaba a punto de alcanzar la felicidad, entendida a la manera de los ingleses: un título de barón y una hacienda, y Anna deseaba trasladarse allí con él. De pronto tuvo la impresión de que aquel hombre debería avergonzarse, y ese mismo sentimiento se apoderó de ella. Pero ¿por qué debía avergonzarse? «¿De qué me avergüenzo yo?», se preguntó entre asombrada y ofendida. Dejó el libro y se recostó en su asiento, apretando firmemente la plegadera con ambas manos. No había nada de lo que avergonzarse. Repasó uno tras otro sus recuerdos de Moscú. Todos eran hermosos, agradables. Se acordó del baile, de Vronski, de su rostro enamorado y sumiso, de su modo de tratarlo: no había nada de lo que avergonzarse. No obstante, al evocar ese recuerdo, el sentimiento de vergüenza se agudizó, como si una voz interior le dijera (al pensar en Vronski): «Caliente, muy caliente, te quemas». «Bueno, ¿y qué? —se dijo con decisión, cambiando de postura—. ¿Qué significa esto? ¿Acaso temo mirar ese recuerdo cara a cara? ¿Por qué? ¿Es que entre ese joven oficial y yo existen o pueden existir relaciones distintas a las que tengo con cualquier conocido?» Sonrió con desprecio y volvió a coger el libro, pero ahora le resultó completamente imposible entender lo que leía. Pasó la plegadera por el cristal, luego acercó la superficie fría y lisa a la mejilla y, cediendo a un repentino e inopinado sentimiento de alegría, estuvo a punto de echarse a reír. Se daba cuenta de que sus nervios estaban cada vez más tensos, como las cuerdas de un instrumento cuando se aprietan las clavijas. Notó que sus ojos se abrían cada vez más, que los dedos de sus manos y de sus pies se crispaban, que había algo en su interior que le impedía respirar y que todas las formas y sonidos de esa penumbra vacilante le afectaban con una fuerza extraordinaria. A cada momento se preguntaba si el tren avanzaba, retrocedía o estaba parado. ¿Era Ánnushka quien estaba sentada a su lado o una mujer ajena? «¿Qué es lo que está colgado en esa percha, una pelliza o un animal? ¿Y quién soy yo? ¿La de siempre u otra persona?» Aunque ese estado de inconsciencia parecía atraerle, le horrorizaba sucumbir a él. No obstante, en su poder estaba entregarse o sucumbir. Se levantó, tratando de sacudirse esa apatía, retiró la manta de viaje y se quitó la pelerina. Liberada por un momento de esa especie de bruma, entendió que aquel hombre delgado, ataviado con un abrigo largo de nanquín al que le faltaba un botón, era el encargado de la calefacción y que había entrado para echar un vistazo al termómetro; que con él habían irrumpido en el vagón el viento y la nieve. Luego todo volvió a confundirse... Aquel hombre tan alto se puso a rascar algo en la pared, la viejecita estiró las piernas, y el espacio pareció llenarse de una nube negra; luego percibió un crujido, un chirrido horrible, como si estuvieran despedazando a alguien; más tarde una luz roja la cegó y, por último, todo quedó oculto como por una pared. Anna tuvo la impresión de que le faltaba el suelo bajo los pies, pero esas sensaciones, lejos de ser terribles, resultaban alegres. Un hombre embozado y cubierto de nieve le dijo algo al oído. Anna se puso en pie, liberada ya de esa somnolencia. Comprendió que estaban llegando a una estación y que aquel hombre era el revisor. Le pidió a Ánnushka la pelerina y el chal, se los puso y se dirigió a la puerta.
—¿Va a salir usted?
—Sí, me apetece tomar el aire. Aquí hace mucho calor.
Anna quiso abrir la puerta. El viento y la nieve salieron a su encuentro, como disputándole esa posesión. También eso se le antojó divertido. Por fin consiguió abrirla y salir. Era como si el viento la hubiera estado esperando para levantarla y llevársela envuelta en su alarido gozoso, pero Anna se agarró con fuerza a la fría barandilla y, recogiéndose la falda, bajó al andén, donde el vagón la protegió. El viento soplaba con fuerza en la escalerilla, pero en el andén, al abrigo de los vagones, su furia disminuía. Llena de alborozo, Anna respiró a pleno pulmón el aire helado, en el que revoloteaban los copos, y se quedó mirando el andén y las luces de la estación.
XXX
La terrible tormenta rugía y silbaba entre las ruedas de los vagones, sobre los postes y en el extremo de la estación. Los vagones, los postes, las personas: todo lo que se veía estaba cubierto de nieve por un lado, y esa capa no hacía más que aumentar. Por un instante la tormenta amainó, pero al poco rato volvió a arreciar con unos arrebatos tan feroces que parecía imposible hacerle frente. Entre tanto, algunas personas corrían por las chirriantes tablas del andén, charlando alegremente, y las grandes puertas de la estación no paraban de abrirse y de cerrarse. La sombra de un hombre encorvado pasó bajo los pies de Anna y a continuación se oyeron unos martillazos en una plancha de hierro. «¡Dame el telegrama!», clamó una voz irritada al otro lado del andén, en medio de la oscuridad y de la borrasca. «¡Por aquí, haga el favor! ¡El número 28!», gritaron varias voces, y a continuación pasaron algunas personas arrebujadas y cubiertas de nieve, seguidas de dos señores con un cigarrillo encendido entre los labios. Volvió a llenarse de aire los pulmones y, ya había sacado la mano del manguito para asir la barandilla y subir al vagón, cuando un hombre con un capote militar se detuvo a pocos pasos de ella, tapándole la vacilante luz del farol. Anna se volvió y al punto reconoció a Vronski. El joven se llevó la mano a la visera de la gorra, se inclinó y le preguntó si podía servirle en algo. Anna estuvo largo rato mirándole, sin responder. A pesar de que lo envolvía la sombra, distinguió, o eso fue lo que le pareció, la expresión de su cara y de sus ojos. Era ese mismo entusiasmo y esa misma sumisión que tanto le habían impresionado la víspera. A lo largo de los últimos días, y también hacía apenas un instante, había estado repitiéndose que Vronski sólo era para ella uno de esos centenares de jóvenes, idénticos unos a otros, con los que se encontraba a cada paso; que jamás se permitiría pensar en él. Pero ahora, nada más verlo, le embargó un sentimiento de alegría y de orgullo. No necesitaba preguntarle qué hacía allí: quería estar cerca de ella. Lo sabía con tanta certeza como si él mismo se lo hubiera confesado.