—Bueno, queda con Dios —dijo Anna al llegar a la puerta del despacho, donde ya estaban preparadas, al lado del sillón de su marido, una garrafita de agua y una bujía con pantalla—. Me voy a escribir a Moscú.
Alekséi Aleksándrovich le apretó la mano y volvió a besársela.
«En cualquier caso, es un buen hombre, recto, amable y eminente en su campo —se decía Anna, mientras volvía a su habitación, como si lo defendiese de alguien que lo acusara y dijera que era imposible amarlo—.
Pero ¿por qué destacan de esa manera sus orejas? ¿Será que se ha cortado el pelo?»
A las doce en punto, mientras, sentada ante su escritorio, estaba terminando una carta para Dolly, se oyeron unos pasos mesurados, y acto seguido Alekséi Aleksándrovich, lavado y peinado, en zapatillas, se acercó a ella con un libro debajo del brazo.
—Ya es hora de irse a la cama —dijo, con una sonrisa particular, y entró en el dormitorio.
«¿Y qué derecho tenía a mirarlo así?», pensó Anna, recordando el modo en que Vronski lo había mirado.
Después de desvestirse, fue con su marido, pero su rostro ya no irradiaba esa animación de Moscú. La llama que centelleaba entonces en sus ojos y en su sonrisa parecía haberse extinguido o haberse ocultado en alguna parte.
XXXIV
Al abandonar San Petersburgo, Vronski había cedido su espacioso piso de la avenida Morskaia a su buen amigo y compañero Petritski, un joven teniente, de origen más bien modesto, que no sólo no tenía dinero, sino que estaba cargado de deudas. Se emborrachaba todas las tardes y a menudo lo arrestaban por sus aventuras divertidas y escandalosas. No obstante, gozaba de la estima tanto de sus compañeros como de sus superiores. Al llegar a su casa pasadas ya las once, procedente de la estación, Vronski vio a la puerta un coche que le resultaba conocido. Cuando llamó a la puerta, oyó risas de hombre, una voz de mujer que hablaba en francés y los gritos de Petritski: «¡Si es uno de esos canallas, no le dejes pasar!». Vronski entró sin hacer ruido en la primera habitación, sin hacerse anunciar. La baronesa Shilton, amiga de Petritski, resplandeciente con su vestido de raso de color lila, su carita sonrosada y sus cabellos rubios, llenaba toda la habitación, como un canario, con su cháchara parisina. Estaba sentada a la mesa redonda y preparaba café. Petritski, con su abrigo, y el capitán de caballería Kamerovski, de uniforme (probablemente había estado de servicio), se hallaban a su lado.
—¡Si es Vronski! ¡Bravo! —gritó Petritski, saltando ruidosamente de su silla—. ¡El dueño de la casa en persona! Baronesa, sírvale café de la cafetera nueva. ¡No te esperábamos! Confío en que te guste la nueva decoración de tu despacho —añadió, señalando a la baronesa—. ¿Os conocéis?
—¡Pues claro! —respondió Vronski con una alegre sonrisa, al tiempo que estrechaba la mano menuda de la baronesa—. ¡Cómo no! ¡Somos viejos amigos!
—Acaba de llegar usted después de un viaje, así que será mejor que me vaya —dijo la baronesa—. Si molesto, me marcho ahora mismo.
—Baronesa, usted está siempre en su casa —replicó Vronski—. Hola, Kamerovski —añadió, estrechando con poco entusiasmo la mano del capitán.
—Usted nunca me dedica tales cumplidos —dijo la baronesa, dirigiéndose a Petritski.
—¿Cómo que no? Ya verá las cosas que voy a decirle después de la cena.
—¡Después de la cena no tiene ningún mérito! Bueno, voy a prepararle un café mientras usted se lava y se afeita —dijo la baronesa, sentándose de nuevo y girando con mucha precaución el tornillo de la nueva cafetera—. Pierre, pásame el café —añadió, dirigiéndose a Petritski, a quien había dado ese nombre a partir de su apellido, sin disimular sus relaciones—. Voy a añadir un poco más.
—¡Lo va a estropear!
—Nada de eso. Bueno, ¿y cómo está su mujer? —preguntó de pronto la baronesa, interrumpiendo la conversación de Vronski con su compañero—. Le hemos casado durante su ausencia. ¿No ha traído a su mujer?
—No, baronesa. He nacido gitano y moriré como un gitano.
—Mucho mejor, mucho mejor. Deme la mano.
Y la baronesa, sin dejarle salir, se puso a contarle, intercalando alguna broma, sus últimos planes de vida y a continuación le pidió consejo.
—¡Sigue negándose a concederme el divorcio! —se refería a su marido—. ¿Qué puedo hacer? Quiero iniciar los trámites legales. ¿Qué me aconseja usted? Kamerovski, ocúpese del café, que se está saliendo. Como ve, tengo un montón de asuntos en la cabeza. Me he decidido a iniciar un proceso porque necesito mis bienes. Fíjese en qué cosa más absurda —agregó con desprecio—. Con el pretexto de que le soy infiel, quiere seguir disfrutando de mi fortuna.
Vronski escuchaba con gusto el alegre discurso de esa mujer hermosa, asentía a sus palabras, le daba consejos medio en broma y, en general, adoptaba el tono que solía emplear con esa clase de mujeres. Su mundo petersburgués se dividía en dos grupos completamente irreconciliables: el primero, inferior, banal, estúpido y, sobre todo, ridículo, estaba formado por personas convencidas de que el marido debe ser fiel a su legítima esposa; las muchachas, inocentes; las mujeres, pudorosas; los hombres, viriles, firmes y moderados, por no hablar de la necesidad de educar a los hijos, ganarse el pan, pagar las deudas, y otras sandeces por el estilo. En fin, gente grotesca y chapada a la antigua. La segunda, a la que pertenecían todos ellos, estaba formada por gente de verdad, que situaba por encima de todo la elegancia, la belleza, la magnanimidad, la alegría y el valor, capaz de entregarse sin ningún rubor a cualquier pasión, riéndose de todo lo demás.
Vronski aún se hallaba bajo la influencia de la sociedad moscovita, muy diferente, por eso en un primer momento se sintió un tanto desconcertado; pero no tardó en congraciarse con su género de vida habitual, alegre y agradable, y reanudó sus antiguas costumbres como quien mete los pies en unas zapatillas viejas.
El café no terminó de hacerse: se salió de los bordes, salpicó a todo el mundo, estropeó la valiosa alfombra y manchó el vestido de la baronesa, pero cumplió su objetivo: armar alboroto y suscitar risas.
—Bueno, ahora será mejor que me vaya. De otro modo, no acabará usted de lavarse, y caerá sobre mi conciencia el peor crimen que puede cometer un caballero: la falta de aseo. Entonces, ¿me aconseja usted que le ponga un cuchillo en la garganta?
—Sin ninguna duda, pero de tal manera que su mano quede cerca de sus labios. Él se la besará y todo acabará de la mejor manera —respondió Vronski.
—¡Nos vemos luego en el Teatro Francés!
Y desapareció con un rumor de faldas.
Kamerovski también se levantó, y Vronski, sin esperar su marcha, le tendió la mano y se dirigió al cuarto de baño. Mientras se lavaba, Petritski le contó en pocas palabras los cambios que se habían operado en su vida después de su partida. No tenía ni un céntimo. Su padre le había dicho que no le daría nada y que no pagaría sus deudas. Un sastre quería meterlo en la cárcel y otro amenazaba con lo mismo. El comandante del regimiento le había anunciado que, si no ponía fin a esos escándalos, tendría que expulsarlo. Estaba harto de la baronesa, sobre todo por sus constantes ofrecimientos de dinero; pero había otra mujer —ya se la enseñaría a Vronski—, un encanto, una maravilla, de tipo puramente oriental, «algo así como la esclava Rebeca, ya me entiendes». También había reñido la víspera con Berkóshev, que tenía intención de enviarle sus padrinos, pero el asunto no tendría mayores consecuencias, seguro. En general, lo había pasado de maravilla y se había divertido muchísimo. En ese momento, sin dar tiempo a que su amigo entrara a analizar en detalle su situación, Petritski se puso a contarle todas las novedades interesantes. Al escuchar esos relatos a los que estaba tan acostumbrado, en el marco no menos familiar de su propio piso, en el que llevaba viviendo tres años, Vronski experimentó la agradable sensación de haber vuelto a la habitual y despreocupada vida petersburguesa.