—¡No puede ser! —gritó, soltando el pedal del lavabo, bajo cuyo chorro humedecía su cuello fuerte y rojizo—. ¡No puede ser! —repitió, al enterarse de que Laura había abandonado a Fertinhoff para irse con Miléiev—. ¿Y él sigue tan satisfecho de sí mismo, el muy tonto? Bueno, ¿qué me cuentas de Buzulúkov?
—¿Buzulúkov? ¡Menuda historia le ha sucedido! —exclamó Petritski—. Ya conoces su pasión por los bailes. Asiste a todos los de la corte. Bueno, pues acudió a un baile de gala con un casco nuevo. ¿Has visto los cascos nuevos? Son muy bonitos, más ligeros. Así que estaba allí... Pero escúchame.
—Te estoy escuchando —replicó Vronski, secándose con una toalla de felpa.
—Aparece la gran duquesa, del brazo de un embajador, y, para su desgracia, se ponen a hablar de los cascos nuevos. La gran duquesa quiere enseñarle uno a su acompañante... En ese momento repara en nuestro querido amigo —en ese punto Petritski imitó la postura de Buzulúkov—. La gran duquesa le pide que le entregue el casco, pero él se niega. ¿Qué sucede? Le hacen señas, muecas, guiños. ¡Déjaselo! Pero él sigue en sus trece, rígido como un cadáver. ¡Imagínate! Entonces ése... he olvidado su nombre... intenta quitárselo... pero el otro se resiste... Al final consigue arrebatárselo y se lo entrega a la gran duquesa. «Aquí tiene el casco nuevo», dice la gran duquesa. En ese momento le da la vuelta y, ¡figúrate!, caen al suelo, ¡paf!, una pera y varios bombones. ¡Dos libras de bombones!... ¡Había cogido unas provisiones, el angelito!
Vronski se desternillaba de risa. Mucho tiempo después, hablando ya de otras cosas, cuando le venía a la memoria ese incidente, estallaba en una risa franca, enseñando sus dientes fuertes y regulares.
Una vez enterado de todas las novedades, Vronski se puso el uniforme con ayuda de su lacayo y fue a presentarse. Después de cumplir con esa formalidad, tenía intención de ir a ver a su hermano y a Betsy, y a continuación iniciar una serie de visitas por esos ambientes sociales en los que podía coincidir con la señora Karénina. Como es costumbre en San Petersburgo, salió de su casa con intención de no regresar hasta bien entrada la noche.
SEGUNDA PARTE
I
A finales del invierno en casa de los Scherbatski se celebró una consulta médica para determinar el estado de salud de Kitty y lo que debía hacerse para que recuperara las menguadas fuerzas. La joven había estado enferma, y con la llegada de la primavera había empeorado. El médico de cabecera le había recetado aceite de hígado de bacalao, luego hierro y por último nitrato de plata, pero, como ninguno de esos remedios había surtido efecto, aconsejó que al llegar la primavera la enferma viajara al extranjero. Fue entonces cuando la familia recurrió a un médico famoso, hombre aún joven y bastante apuesto, que solicitó reconocer a la paciente. Insistía, al parecer con cierta complacencia, en que el pudor de las muchachas no era más que un vestigio de barbarie y que era perfectamente natural que un hombre aún joven auscultara a una muchacha desnuda. Lo encontraba natural porque lo hacía todos los días, sin que le asaltara, según creía él, ningún sentimiento o pensamiento inconveniente. En consecuencia, el pudor de las muchachas no sólo era un vestigio de barbarie, sino también una ofensa personal.
No había más remedio que claudicar, porque, a pesar de que todos los médicos habían estudiado en la misma escuela, habían seguido los mismos cursos y practicaban la misma ciencia, y a pesar de que algunos tenían una mala opinión de ese médico famoso, los parientes de la princesa y su círculo de amistades consideraban, vaya usted a saber por qué, que estaba en posesión de conocimientos especiales y que era el único capaz de salvar a Kitty. Después de reconocer y auscultar en detalle a la paciente, confusa y muerta de vergüenza, y de lavarse escrupulosamente las manos, el médico famoso pasó al salón para hablar con el príncipe, que le escuchó con el ceño fruncido y tosiendo de vez en cuando. Su experiencia de la vida, su buena salud y su claridad de juicio le llevaban a dudar de la medicina, y en su fuero interno despotricaba de toda esa comedia, tanto más cuanto que era quizá el único que comprendía el motivo de la enfermedad de Kitty. «Mira cómo ladra el sabueso», se dijo, recurriendo a esa expresión propia de cazadores para referirse al médico famoso, mientras escuchaba su cháchara sobre los síntomas de la enfermedad de su hija. En cuanto a éste, le costaba trabajo disimular el desprecio que le merecía ese viejo señor, y hacía visibles esfuerzos por rebajarse al nivel de su entendimiento. Por lo demás, había comprendido que no tenía ningún sentido hablar con él, que la cabeza de esa familia era la madre. Para ella reservaba las perlas de su elocuencia. En ese momento la princesa entró en el salón, acompañada del médico de cabecera. El príncipe se alejó, para que no se dieran cuenta de lo ridícula que le parecía esa comedia. La princesa, desconcertada, no sabía qué hacer. Se sentía culpable ante Kitty.
—Bueno, doctor, decida nuestro destino —dijo—. Dígamelo todo. —«¿Hay esperanzas?», había querido añadir, pero los labios le temblaron y no fue capaz de formular la pregunta—. Hable, doctor...
—Primero quiero cambiar impresiones con mi colega. Luego tendré el honor de comunicarle mi opinión.
—¿Prefieren que les dejemos solos?
—Como gusten.
La princesa suspiró y salió.
Cuando se quedó a solas con su colega, el médico de cabecera empezó a exponer tímidamente su opinión; a saber, que se trataba del principio de un proceso tuberculoso, pero que... etcétera. El médico famoso le escuchaba, pero en mitad de su perorata echó un vistazo a su grueso reloj de oro.
—Ya —dijo—, pero...
El médico de cabecera guardó un respetuoso silencio.
—Como usted sabe, no podemos diagnosticar el principio de un proceso tuberculoso. Antes de la aparición de las cavernas, no disponemos de ninguna prueba. Pero podemos albergar sospechas. Y hay algunos indicios: falta de apetito, excitación nerviosa y demás. Lo que tenemos que preguntarnos es lo siguiente: ¿qué se debe hacer, cuando existen sospechas de un proceso tuberculoso, para despertar el apetito?
—Pero ya sabe usted que siempre hay causas morales y espirituales ocultas —se permitió intercalar el médico de cabecera con una sonrisa sutil.
—Sí, eso por descontado —respondió el médico famoso, consultando de nuevo el reloj—. Perdone, ¿sabe si está arreglado ya el puente Yauza o hay que dar un rodeo? —preguntó—. ¡Ah, ya lo han arreglado! Entonces no necesitaré más de veinte minutos. Como íbamos diciendo, el problema que debemos resolver es el siguiente: despertar el apetito y tonificar los nervios. Una cosa está relacionada con la otra, así que hay que actuar en ambos frentes.
—¿Y el viaje al extranjero? —preguntó el médico de cabecera.
—Soy contrario a ese tipo de viajes. Y permítame que le haga una apreciación: si nos encontramos ante el principio de un proceso tuberculoso, cosa que no podemos saber, un viaje al extranjero no servirá de ninguna ayuda. Lo que necesitamos es un remedio que despierte el apetito sin perjudicar al organismo.
Y el médico famoso expuso su plan: un tratamiento con aguas de Soden, cuyo mérito principal consistía, por lo visto, en que no podían causar ningún daño.
El médico de cabecera le escuchaba con atención y respeto.
—En favor de un viaje al extranjero podría mencionarse el cambio de ambiente, el alejamiento de unas condiciones que despiertan recuerdos ingratos. Además, la madre lo desea —dijo.
—Ah, en ese caso, que se vayan. Con tal de que esos charlatanes alemanes no lo echen todo a perder... Es necesario que obedezcan... Bueno, que se marchen. —Volvió a mirar el reloj—. ¡Ah, ya es hora! —añadió, y se dirigió a la puerta.
El médico famoso anunció a la princesa que quería ver a la enferma una vez más (seguramente pensaba que así lo requerían las conveniencias).