—¡Cómo! ¿Otro reconocimiento? —exclamó con espanto la madre.
—No, sólo necesito unos detalles más, princesa.
—Por aquí, haga usted el favor.
Y la princesa, acompañada del médico, entró en la sala donde se encontraba Kitty. La hallaron en medio de la habitación, muy enflaquecida, con las mejillas arreboladas y un brillo singular en los ojos, motivado por la vergüenza que había pasado. Al ver al médico, se puso colorada, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Consideraba una cosa estúpida, y hasta ridícula, la enfermedad que padecía y los tratamientos que le imponían. ¿No era como tratar de reconstruir un jarrón reuniendo los pedazos rotos? Tenía el corazón destrozado. ¿Cómo iban a curarla con píldoras y polvos? Pero no se atrevía a contrariar a su madre, tanto más cuanto que ésta se consideraba culpable.
—Haga el favor de sentarse, princesa —dijo el médico famoso con una sonrisa, y a continuación se acomodó frente a ella.
Después de tomarle el pulso, volvió a hacerle una serie de preguntas aburridas. Kitty en un principio le contestó, pero acabó poniéndose en pie, enfadada.
—Perdóneme, doctor, pero la verdad es que todo esto no nos lleva a ninguna parte. Ya es la tercera vez que me pregunta usted lo mismo.
El médico famoso no se ofendió.
—Irritabilidad enfermiza —le dijo a la princesa, una vez que Kitty abandonó la sala—. En cualquier caso, he terminado...
En ese punto, dirigiéndose a la princesa como si fuera una mujer de una inteligencia excepcional, el médico le explicó en términos científicos el estado de su hija y concluyó con unas instrucciones sobre el modo de tomar esas aguas que no eran de ninguna utilidad. Cuando la princesa le preguntó si debían viajar al extranjero, el médico se sumió en profundas reflexiones, como si estuviera resolviendo una cuestión muy compleja. Por fin le presentó su conclusión: podían partir, con tal de que no concedieran crédito a los charlatanes y siguieran al pie de la letra sus instrucciones.
Por lo visto, la marcha del médico fue recibida como si se tratara de un acontecimiento alegre. La madre, ya más contenta, volvió a la habitación de Kitty, y ésta fingió compartir su alborozo. En los últimos tiempos se veía obligada a fingir muy a menudo, casi a cada paso.
—De verdad que me encuentro bien, maman. Pero si le apetece a usted ir, vamos —dijo y, procurando mostrar interés por el inminente viaje, se puso a hablar de los preparativos.
II
Poco después de que se fuera el médico, apareció Dolly. Sabía que ese día iba a celebrarse una consulta y, a pesar de su alumbramiento reciente (a finales del invierno había dado a luz a una niña) y de las muchas preocupaciones e inquietudes que la embargaban, había dejado a la recién nacida y a otra hija que estaba enferma para enterarse de la suerte de Kitty, que se estaba decidiendo en esos momentos.
—¿Y bien? —dijo, nada más entrar en la sala, sin quitarse el sombrero—. Os veo a todos muy contentos. Entonces, ¿ha ido todo bien?
Intentaron explicarle lo que había dicho el médico, pero ninguno fue capaz de transmitirle el sentido de sus palabras, a pesar de que había hablado largo y tendido y con no poca elocuencia. Por lo demás, lo único interesante era que habían decidido marcharse al extranjero.
A Dolly se le escapó un suspiro. Su hermana, su mejor amiga, se iba. Y su vida no era nada alegre. Después de la reconciliación, las relaciones con su marido se habían vuelto humillantes. La unión que había propiciado Anna se reveló poco firme, y la armonía conyugal volvió a romperse por el mismo sitio. No es que hubiera sucedido nada, pero Stepán Arkádevich no estaba casi nunca en casa y rara vez traía dinero. Además, la sospecha de que le era infiel atormentaba a Dolly sin descanso, por más que tratara de acallarla, por temor a reincidir en los tormentos del pasado. Ni siquiera el descubrimiento de una nueva traición podía motivar un ataque de celos como el que ya había sufrido ni producirle una impresión tan penosa. Un descubrimiento de ese tipo no tendría más efecto que privarla de su vida habitual, así que permitía que la engañara, despreciando a su marido y, sobre todo, despreciándose a sí misma por esa debilidad. Por encima de todo, los cuidados de su numerosa familia no le daban un instante de paz: cuando no surgían problemas con la lactancia de la recién nacida, la nodriza se marchaba o caía enfermo uno de los niños, como había sucedido ahora.
—¿Y cómo estáis vosotros? —le preguntó su madre.
—Ay, maman, en casa no tenemos más que disgustos. Lili se ha puesto mala y me temo que sea la escarlatina. Por eso he venido hoy a enterarme de lo que os han dicho. Como sea la escarlatina, no lo quiera Dios, no voy a poder salir en mucho tiempo.
Una vez enterado de la partida del médico, el viejo príncipe abandonó también su despacho y, después de presentar su mejilla a Dolly e intercambiar unas palabras con ella, le preguntó a su mujer:
—Entonces, ¿qué habéis decidido? ¿Os vais? ¿Y qué queréis que haga yo?
—Creo que es mejor que te quedes, Alexandre Andreich —respondió su esposa.
—Como queráis.
— Maman, ¿por qué no viene papá con nosotras? —dijo Kitty—. Sería más divertido tanto para él como para nosotras.
El viejo príncipe se puso en pie y acarició los cabellos de Kitty, que alzó el rostro y le miró, esforzándose por sonreír. Siempre había tenido la sospecha de que era quien mejor le entendía en la familia, a pesar de que hablaba poco con ella. Era su favorita, por ser la menor, y suponía que ese cariño lo hacía más clarividente. Ahora, al contemplar su cara surcada de arrugas y encontrarse con sus bondadosos ojos azules, que la miraban fijamente, tuvo la impresión de que su padre podía ver lo que pasaba en su interior y que comprendía lo que la angustiaba. Se ruborizó y se inclinó hacia él, esperando que la besara, pero el príncipe se limitó a pasarle la mano por el pelo, al tiempo que decía:
—¡Estos estúpidos moños postizos! En lugar de acariciar a tu propia hija, ¡estás tocando los cabellos de una difunta! Bueno, Dólinka —agregó, dirigiéndose a su hija mayor—, ¿qué está haciendo tu campeón?
—Nada, papá —respondió Dolly, entendiendo que se refería a su marido—. Se pasa el día fuera de casa, así que apenas lo veo —no pudo menos de añadir, con una sonrisa irónica.
—¿Aún no se ha ido a la aldea para vender el bosque?
—No, sigue preparándose.
—¡Vaya! —exclamó el príncipe—. Entonces, ¿también yo tengo que empezar con los preparativos? A sus órdenes —añadió, dirigiéndose a su mujer, mientras se sentaba—. Escucha lo que voy a decirte, Katia —prosiguió, volviéndose a su hija menor—: un buen día, al despertarte, debes decirte: «Estoy bien de salud y me siento alegre. Ahora que ha caído una buena helada, ¿por qué no reanudar esos paseos que daba con papá por la mañana temprano?».
Lo que decía su padre parecía muy sencillo, pero al oír esas palabras Kitty se turbó y se desconcertó, como un criminal cogido in fraganti. «Sí, lo sabe todo, lo entiende todo, y está tratando de decirme que, por mucho que me cueste, debo sobreponerme a mi vergüenza.» No tuvo ánimos suficientes para contestar. Pronunció unas palabras, pero de pronto rompió a llorar y salió corriendo de la habitación.
—¡Mira lo que has conseguido con tus bromas! —dijo la princesa, arremetiendo contra su marido—. Siempre tienes que... —Y empezó a lanzarle un reproche tras otro.
El príncipe escuchó un buen rato, sin pronunciar palabra, la regañina de su mujer, pero su semblante se iba ensombreciendo cada vez más.
—Es digna de lástima, la pobrecita, digna de lástima. ¿No te das cuenta de que cualquier alusión a la causa de su pena la hace sufrir? ¡Ah, cómo puede equivocarse una de ese modo con la gente! —añadió la princesa, y por el cambio de tono, tanto Dolly como el príncipe se dieron cuenta de que se estaba refiriendo a Vronski—. No entiendo que no haya leyes que castiguen a esos sujetos viles e innobles.