—¡Ah, lo que tiene uno que oír! —exclamó el príncipe con aire sombrío. Se levantó con intención de marcharse, pero se detuvo al lado de la puerta—. Existen ciertas reglas, querida, y, ya que me obligas, te diré que tú tienes la culpa de todo. Tú y nadie más que tú. Siempre ha habido leyes contra esos jovenzuelos, y sigue habiéndolas. Sí, señora, y si no hubieran sucedido cosas que jamás deberían haber pasado, yo mismo, con lo viejo que soy, habría desafiado a ese petimetre. Ahora tienes que curarla, llamar a esos charlatanes.
Por lo visto, el príncipe tenía mucho más que decir, pero, en cuanto la princesa oyó su tono, se sometió y se arrepintió, como hacía siempre que trataban de cuestiones serias.
—Alexandre, Alexandre —murmuró, dando unos pasos hacia él, y rompió a llorar.
Nada más ver sus lágrimas, el príncipe se calmó y se acercó a ella.
—¡Bueno, basta, basta! Ya sé que también tú estás sufriendo. ¡Qué le vamos a hacer! En realidad, el mal no es demasiado grande. Dios es misericordioso... Démosle las gracias... —añadió, sin saber ya lo que decía, respondiendo de ese modo al húmedo beso que la princesa le había dado en la mano. A continuación salió de la habitación.
En cuanto Kitty, deshecha en lágrimas, se retiró a su cuarto, Dolly, guiada por su instinto maternal, adivinó al instante que aquello sólo podía arreglarlo una mujer, y se dispuso a intentarlo. Se quitó el sombrero y, armándose de valor, se puso manos a la obra. Cuando la princesa había atacado a su marido, había tratado de contenerla, en la medida en que se lo permitía el respeto filial. Pero, durante la réplica indignada del padre, guardó silencio. Sentía vergüenza por su madre y cariño por su padre, que tan poco había tardado en recobrar su ánimo bondadoso. En cuanto el príncipe se marchó, Dolly pasó a ocuparse de lo más urgente: ir a consolar a Kitty.
—Hace tiempo que quería preguntarte una cosa, maman. ¿Sabías que Levin tenía intención de pedir la mano de Kitty la última vez que estuvo aquí? Se lo confesó a Stiva.
—¿Y qué? No entiendo...
—Cabe la posibilidad de que Kitty lo haya rechazado... ¿No te ha dicho nada?
—No, no me ha hablado ni del uno ni del otro. Es demasiado orgullosa. Pero sé que todo se debe a ese...
—Sí, pero, imagínate que haya rechazado a Levin. Y estoy segura de que no lo habría hecho de no haber sido por el otro... El mismo que luego la ha engañado de forma tan cruel.
Anonada por la conciencia de su enorme culpa ante su hija, la princesa se enfadó:
—¡Ah, no entiendo nada! En estos tiempos todas quieren vivir a su manera, no le dicen nada a sus madres y luego...
— Maman, voy a ir a verla.
—Vale. ¿Acaso te lo prohíbo? —replicó la princesa.
III
Al entrar en el pequeño gabinete de Kitty, un cuartito muy agradable, tapizado de rosa, con muñecas vieux saxe, 22tan juvenil, rosada y alegre como la propia Kitty apenas dos meses antes, Dolly recordó con cuánto cariño y alborozo lo habían decorado juntas el año anterior. Se le encogió el corazón cuando vio a su hermana sentada en una silla baja, al pie de la puerta, con los ojos fijos e inmóviles en una punta de la alfombra. Tenía una expresión fría y algo severa que no alteró cuando levantó la vista.
—Me temo que no podré salir de casa en mucho tiempo y tú tampoco podrás venir a verme —dijo Daria Aleksándrovna, sentándose a su lado—. Quería hablar un momento contigo...
—¿De qué? —se apresuró a responder Kitty, levantando asustada la cabeza.
—De tu pena. ¿De qué otra cosa va a ser?
—No tengo ninguna pena.
—Basta, Kitty. ¿Acaso piensas que no me doy cuenta? Lo sé todo. Y, créeme, no tiene tanta importancia. Todas hemos pasado por eso.
Kitty no decía nada, pero sus rasgos seguían expresando la misma severidad.
—No se merece que sufras por él —prosiguió Daria Aleksándrovna, yendo al meollo de la cuestión.
—En efecto, porque me ha desdeñado —dijo Kitty con voz trémula—. ¡No me hables de eso! ¡No me hables de eso, te lo suplico!
—¿Y quién te ha dicho eso? Nadie lo piensa. Estoy convencida de que estaba enamorado de ti y de que lo sigue estando, pero...
—¡Ah, lo que más me desespera es esa compasión! —exclamó Kitty, presa de un enfado repentino. Se removió en la silla, se puso colorada y, moviendo muy deprisa los dedos, se puso a apretujar la hebilla del cinturón tan pronto con una mano como con la otra. Dolly sabía que su hermana recurría a ese gesto cuando estaba furiosa. Y no ignoraba que en tales momentos era capaz de perder la cabeza y proferir muchas cosas innecesarias y desagradables. Quiso calmarla, pero ya era tarde—. ¿Qué es lo que tratas de hacerme entender? ¿Qué? —se apresuró a preguntar Kitty—. ¿Que me he enamorado de un hombre a quien nada le importo y que me muero de amor por él? ¡Y es mi propia hermana quien me lo dice... convencida de que se compadece de mí!... ¡No necesito para nada esas muestras de lástima ni ese disimulo!
—Kitty, eres injusta.
—¿Por qué me atormentas?
—Al contrario... Veo que estás apenada...
Pero Kitty, en su arrebato, ya no la oía.
—Ni estoy afligida ni hay ninguna razón para que me consuelen. Soy demasiado orgullosa para amar a un hombre que no me ama.
—Pero si yo no estoy diciendo... Escucha: dime la verdad —replicó Daria Aleksándrovna, cogiendo de la mano a su hermana—. ¿Te habló Levin?
Al oír ese nombre, Kitty perdió la poca paciencia que le quedaba. Se levantó de un salto, tiró la hebilla al suelo y, agitando los brazos con desmesura, exclamó:
—¿Qué tiene que ver Levin con todo esto? No entiendo por qué te empeñas en hacerme sufrir. Te digo y te repito que soy demasiado orgullosa y que jamás seré capaz de hacer lo que tú haces: volver con el hombre que te ha traicionado, que se ha enamorado de otra mujer. ¡Eso sí que no puedo entenderlo! Tú eres capaz de pasar por eso, pero yo no.
Nada más pronunciar esas palabras, se dirigió a la puerta con intención de salir de la habitación pero, al ver que Dolly bajaba tristemente la cabeza y guardaba silencio, se sentó y se cubrió el rostro con un pañuelo.
Pasaron un par de minutos en silencio. Dolly pensaba en sí misma. Su humillación, de la que no podía olvidarse ni un momento, se agudizó aún más cuando su hermana se la recordó. Jamás habría creído capaz a su hermana de semejante crueldad, y se enfadó con ella. Pero de pronto oyó el rumor de un vestido, acompañado de unos sollozos reprimidos, al tiempo que unos brazos se alzaban y le rodeaban el cuello. Kitty estaba de rodillas delante de ella.
—¡Dólinka, soy tan desdichada! —susurró con tono culpable.
Y ocultó el hermoso rostro, bañado en lágrimas, en la falda de su hermana.
Era como si esas lágrimas hubieran sido necesarias para engrasar la maquinaria de su comprensión mutua, pues a partir de ese momento se pusieron a hablar, pero no de las cuestiones que les preocupaban, sino de temas que no tenían nada que ver, y se comprendieron a la perfección. Kitty se daba cuenta de que las palabras que le había dicho a su pobre hermana, en ese arrebato de cólera, sobre la infidelidad de su marido y su humillación, la habían herido en lo más hondo del corazón, pero que la había perdonado. Dolly, por su parte, se enteró de todo lo que quería saber. Se convenció de que sus sospechas eran ciertas y de que la incurable amargura de Kitty se debía a que había rechazado a Levin para después verse engañada por Vronski; ahora, en cambio, estaba dispuesta a amar a Levin y a odiar a Vronski. Kitty no le dijo ni una palabra al respecto, sólo le habló de su estado de ánimo.
—No tengo ninguna pena —dijo, ya más tranquila—, pero entenderás que todo se me ha vuelto repugnante, molesto y odioso, empezando por mí misma. No puedes figurarte qué pensamientos tan horribles se me pasan por la cabeza.