—Es toda una historia. Estaba ocupado. ¿Y a que no adivina con qué? Pues reconciliando a un marido con el ofensor de su mujer. ¡Le juro que es verdad!
—¿Y lo consiguió?
—Casi.
—Tiene que contármelo en detalle —dijo Betsy, poniéndose en pie—. Venga en el entreacto.
—No puedo. Me voy al Teatro Francés.
—¿No va a escuchar a la Nilsson? —preguntó Betsy con horror, aunque no habría sido capaz de distinguir a esa cantante de cualquier corista.
—¿Qué le vamos a hacer? Tengo allí una entrevista relacionada con ese asunto de la reconciliación.
—Bienaventurados sean los pacificadores, pues de ellos será el reino de los cielos —replicó Betsy, recordando un comentario semejante que le había oído a alguien—. En ese caso, siéntese y dígame de qué se trata.
Y Betsy volvió a sentarse.
V
—Es un asunto un tanto indiscreto, pero tan gracioso que me muero de ganas de contárselo —dijo Vronski, mirándola con ojos risueños—. No mencionaré los nombres.
—Mejor, así tendré que adivinarlos. —Pues verá: dos jóvenes muy alegres... —Oficiales de su regimiento, supongo.
—Yo no he dicho dos oficiales, sino dos jóvenes. Pues bien, después de almorzar...
—Quiere decir usted después de tomarse unas copas.
—Puede ser. El caso es que los dos, en un estado de ánimo excelente, se van a comer a casa de un camarada. Un coche los adelanta, y la hermosa mujer que lo ocupa vuelve la cabeza, les hace una seña y se echa a reír, o al menos así se lo parece a ellos. Naturalmente, salen en su persecución a galope tendido. Y cuál no será su sorpresa cuando ven que la hermosa mujer se detiene delante de la misma casa a la que ellos se dirigen. La des conocida sube corriendo al piso de arriba, y los dos jóvenes apenas tienen tiempo de ver sus labios rojos, que asoman por debajo del velo, y unos piececitos maravillosos.
—Tanto sentimiento pone en su relato que me malicio que usted mismo era uno de esos dos jóvenes.
—¿No se acuerda usted de lo que acaba de decirme? Sigamos. Los jóvenes entran en casa de su amigo para participar en una comida de despedida. Es probable que bebieran más de la cuenta, como suele suceder en ese tipo de banquetes. En la mesa preguntan quién vive en el piso de arriba. Nadie lo sabe. «¿Viven arriba unas mademoiselles?», preguntan al criado del anfitrión. Y éste les responde que muchas. Después de comer, los invitados pasan al despacho y le escriben una carta apasionada a la desconocida, más bien una declaración de amor, y se la llevan en persona, para poder explicarle los puntos oscuros, en caso de que los hubiera.
—¿Por qué me cuenta usted esas porquerías? ¿Eh?
—Llaman. Les abre una criada. Le entregan la carta y se declaran locos de amor, dispuestos a morir allí mismo, al lado de la puerta. La criada, perpleja, lleva el mensaje. De pronto aparece un señor con patillas en forma de salchicha, colorado como un cangrejo, les comunica que en esa casa no vive otra mujer que la suya y los echa de allí.
—¿Y cómo sabe que tenía patillas en forma de salchicha, como dice usted?
—Pues porque esta mañana he tratado de reconciliarlos.
—¿Y qué pasó?
—Ahora viene lo más interesante. Resulta que esa pareja feliz está formada por un consejero titular y su esposa. El consejero ha presentado una queja, y yo he tenido que hacer el papel de mediador. ¡Y qué mediador! Le aseguro que, comparado conmigo, Talleyrand no es más que un aficionado.
—¿Y qué dificultades tuvo que superar?
—Pues verá... Presentamos nuestras disculpas como es debido: «¡Estamos desolados! Le rogamos disculpe este desgraciado malentendido». El consejero titular de las patillas en forma de salchicha empieza a ablandarse, pero también desea expresar sus sentimientos, y, a medida que lo hace, se acalora, suelta alguna grosería, y una vez más tengo que poner en práctica todo mi talento diplomático: «Reconozco que el comportamiento de mis compañeros ha sido deplorable, pero le ruego que tenga en consideración su juventud, así como el hecho de que se ha tratado de un malentendido; por lo demás, acababan de comer, ya me entiende usted. Están profundamente arrepentidos y le suplican que les perdone». El consejero titular de nuevo se ablanda: «De acuerdo, conde, estoy dispuesto a perdonarlos, pero comprenderá usted que mi esposa, una mujer intachable, ha tenido que soportar la persecución, las groserías y las impertinencias de unos mozalbetes, de unos cana...». Recuerde usted que uno de esos mozalbetes estaba presente, y que yo tenía que reconciliarlos. Una vez más echo mano de la diplomacia, y, cuando ya creo haber resuelto el asunto, el consejero titular se acalora, se pone colorado, se le erizan las patillas en forma de salchicha, y de nuevo me veo obligado a recurrir a las sutilezas de la diplomacia.
—¡Ah, tiene que escuchar usted esta historia! —dijo Betsy, dirigiéndose a una señora que acababa de entrar en el palco, y soltó una carcajada—. Lo que me he podido reír. En fin, bonne chance—añadió, tendiendo a Vronski el único dedo que el abanico le dejaba libre. Y, moviendo los hombros, bajó el corpiño de su vestido, que se le había subido un poco, para que la sala entera pudiera admirarlos en toda su desnudez, a la luz de gas, cuando se asomara al antepecho del palco.
Vronski se marchó al Teatro Francés, donde, en efecto, tenía que ver al comandante de su regimiento, que no se perdía una sola función, para hablar con él de su labor de mediación, que desde hacía ya tres días le ocupaba y le divertía. En aquel asunto estaban implicados Petritski, a quien profesaba un gran afecto, y otro excelente camarada, el joven príncipe Kédrov, un buen muchacho, que acababa de ingresar en el regimiento. Pero lo más importante era que estaba en juego el honor del regimiento.
Los dos pertenecían a la compañía de Vronski. Un funcionario, el consejero titular Venden, había ido a ver al comandante del regimiento para presentar una queja contra los oficiales que habían ofendido a su mujer. Según el testimonio de Venden, su joven esposa, que estaba embarazada —llevaban seis meses casados—, se hallaba en la iglesia con su madre cuando de pronto se sintió indispuesta. Incapaz de seguir de pie, volvió a casa en el primer coche de alquiler que acertó a pasar por allí. Entonces empezaron a perseguirla unos oficiales, ella se asustó y, sintiéndose aún peor, subió corriendo las escaleras de la casa. El propio Venden, que ya había vuelto de su despacho, oyó el timbre y unas voces desconocidas. Salió entonces al recibidor y, al ver a dos oficiales borrachos con una carta en la mano, los echó. Ahora pedía que les impusieran un severo castigo.
—Puede decir usted lo que quiera —declaró a Vronski el comandante del regimiento, después de invitarlo a pasar—, pero Petritski se está volviendo imposible. No pasa una semana sin que se meta en algún lío. Ese funcionario no dejará las cosas así.
Vronski se daba cuenta de que era un caso bastante espinoso. No podía pensarse en un duelo, así que había que hacer todo lo posible para aplacar al consejero titular y echar tierra sobre el asunto. El comandante del regimiento había recurrido a Vronski porque lo consideraba un hombre noble e inteligente y, sobre todo, porque sabía lo importante que era para él el honor del regimiento. Después de debatir un rato sobre las medidas a tomar, resolvieron que Petritski y Kédrov fueran a presentar sus excusas al consejero titular, acompañados de Vronski. Tanto el comandante del regimiento como Vronski eran conscientes de que el nombre de este último, así como su monograma de edecán del emperador, contribuirían en gran medida a calmar los ánimos. Y lo cierto es que surtieron cierto efecto, pero, como había dicho Vronski, el resultado de su intervención seguía siendo dudoso.
Al llegar al Teatro Francés, Vronski salió al vestíbulo con el comandante del regimiento y le habló del éxito o más bien del fracaso de su misión.
Después de reflexionar sobre el asunto, el comandante decidió dejar las cosas como estaban, pero luego, para su propia satisfacción, pidió a Vronski que le contara los detalles de la entrevista y no fue capaz de contener la risa cuando oyó que el consejero titular tan pronto se aquietaba como de nuevo se enfurecía y cuando Vronski le relató cómo aprovechó uno de esos momentos de calma para retirarse, llevándose a Petritski a empujones.