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—Sí, pero las mujeres con sombra suelen acabar mal —dijo la amiga de Anna.

—Debería usted morderse la lengua —dijo de pronto la princesa Miágkaia, al escuchar esas palabras—. La señora Karénina es una mujer maravillosa. Su marido no me gusta, pero a ella le tengo mucho cariño. —¿Y por qué no le gusta Karenin? Es un hombre muy notable —dijo la mujer del embajador—. Mi marido dice que no hay en Europa muchos hombres de Estado como él.

—El mío dice lo mismo, pero yo no le creo —replicó la princesa Miágkaia—. Si nuestros maridos se callaran, veríamos las cosas tal como son. En mi opinión, Alekséi Aleksándrovich no es más que un tonto. Que puede entre nosotros... ¿No es cierto que eso lo aclara todo? Antes, cuando me creía obligada a considerarlo inteligente, llegaba a la conclusión de que la tonta era yo, porque no veía su inteligencia por ningún lado. Pero, en cuanto dije, en voz baja naturalmente: «Es tonto», todo quedó claro. ¿No es verdad?

—¡Qué mordaz está usted hoy! —Nada de eso. Es que no me queda otra salida. Uno de los dos tiene que ser tonto. Y ya sabe usted que uno nunca dice eso de sí mismo.

—Nadie está contento de su fortuna ni descontento de su inteligencia —dijo el diplomático, citando un verso francés. 25

—Así es —se apresuró a confirmar la princesa Miágkaia—. Pero no pienso dejarles que se ceben con Anna. Es una mujer buena y encantadora. ¿Qué culpa tiene de que todos se enamoren de ella y la sigan como sombras?

—Yo no tenía intención de criticarla —se justificó la amiga de Anna.

—Que nadie nos siga como una sombra no nos da derecho a juzgar a los demás.

Después de haber puesto en su sitio a la amiga de Anna, la princesa Miágkaia se levantó y, en compañía de la mujer del embajador, se acercó a la mesa, donde la conversación general se ocupaba del rey de Prusia.

—¿De quién estaban murmurando ustedes allí? —preguntó Betsy.

—De los Karenin. La princesa nos ha ofrecido un retrato de Alekséi Aleksándrovich —respondió la mujer del embajador con una sonrisa, mientras se sentaba a la mesa.

—¡Qué pena que no la hayamos oído! —exclamó la dueña de la casa, con la mirada vuelta hacia la puerta—. ¡Ah, por fin aparece usted! —añadió, dirigiéndose con una sonrisa a Vronski, que entraba en esos momentos.

Vronski no sólo conocía a todos los presentes, sino que los veía a diario. Por tanto, avanzó con ese porte sereno de que suele hacerse gala cuan do uno se reúne con personas de las que acaba de separarse.

—¿Que de dónde vengo? —respondió a la pegunta de la mujer del embajador—. ¡Qué le vamos a hacer! Tendré que confesar. Del teatro bulo Aunque lo he visto ya cien veces, ese espectáculo siempre me depara un placer nuevo. ¡Es una maravilla! Ya sé que debería avergonzarme, pero, mientras en la ópera me quedo dormido, en el teatro bufo me lo paso bien hasta el último momento. Esta tarde...

Nombró a una actriz francesa y se dispuso a decir algo sobre ella, pero la mujer del embajador le interrumpió con una expresión de fingido espanto:

—¡No nos hable de esos horrores, se lo ruego!

—Está bien, no lo haré, tanto más cuanto que todos los conocen.

—Y todos irían allí si estuviera tan bien visto como la ópera —observó la princesa Miágkaia.

 

VII

Se oyeron unos pasos en el umbral, y la princesa Betsy, convencida de que se trataba de la señora Karénina, se fijó en Vronski. El joven clavó la vista en la puerta, y su rostro reflejó una expresión nueva y diferente. Dirigió una mirada alegre, intensa y a la vez tímida a la recién llegada y se levantó lentamente. En el salón apareció Anna. Muy erguida, como siempre, y sin cambiar la dirección de su mirada, recorrió con pasos rápidos, firmes y ligeros, que la distinguían de otras damas de su círculo, la corta distancia que la separaba de la dueña de la casa, le estrechó la mano, esbozó una sonrisa y se volvió hacia Vronski, que le dedicó una profunda reverencia y le ofreció una silla.

Anna le respondió con una simple inclinación de cabeza, se ruborizó y frunció el ceño. Pero al cabo de un instante, después de saludar a algunos conocidos y estrechar las manos que le tendían, le dijo a Betsy:

—Habría querido venir antes, pero he estado en casa de la condesa Lidia y me he entretenido. Estaba allí sir John. Es un hombre muy interesante.

—Ah, ¿el misionero?

—Sí, contó unas cosas de los indios muy interesantes.

La conversación, interrumpida por la llegada de Anna, se reavivó de nuevo, como la llama de una lámpara cuando se sopla.

—¡Sir John! Sí, sir John. Lo conozco. Habla muy bien. Vláseva se ha enamorado perdidamente de él.

—¿Es verdad que la más joven de las Vláseva se casa con Topov?

—Sí, dicen que ya está todo decidido.

—Me sorprende que los padres consientan. Dicen que se casan por amor.

—¿Por amor? ¡Qué ideas tan antediluvianas! ¿Quién se casa por amor en los tiempos que corren? —dijo la mujer del embajador.

—¡Qué se le va a hacer! Esa moda estúpida y antigua no acaba de desaparecer —dijo Vronski.

—Tanto peor para quienes se atienen a ella. Los únicos matrimonios felices que conozco son los de conveniencia.

—Sí, pero sucede a menudo que la felicidad de esos matrimonios por conveniencia se disuelve como polvo precisamente cuando aparece ese amor en el que no creían —dijo Vronski.

—Consideramos matrimonios por conveniencia aquellos en que ambas partes se han corrido sus buenas juergas. Es como la escarlatina, hay que pasarla.

—En ese caso habría que encontrar un medio de inocular el amor, como sucede con la viruela.

—Cuando yo era joven, me enamoré de un sacristán —dijo la princesa Miágkaia—. No sé si eso me serviría de mucha ayuda.

—Bromas aparte, creo que para conocer el amor es necesario equivocarse y luego enmendar el error —terció Betsy.

—¿Incluso después del matrimonio? —preguntó en broma la mujer del embajador.

—Nunca es tarde para arrepentirse —dijo el diplomático, citando un proverbio inglés.

—En efecto —apuntó Betsy—. Primero hay que equivocarse y luego enmendar el error. ¿Y usted qué opina? —añadió, dirigiéndose a Anna, que había escuchado la conversación sin pronunciar palabra, con una sonrisa tenaz y casi imperceptible en los labios.

—Creo —respondió Anna, jugando con un guante que se había quitado—, creo... si hay tantas opiniones como cabezas, debe haber también tantas clases de amor como corazones.

Vronski, con los ojos clavados en Anna, esperaba sus palabras con el alma en vilo. Y una vez que ella dio su parecer, exhaló un suspiro, como si hubiera escapado de un peligro.

Anna se volvió de pronto hacia él.

—Acabo de recibir una carta de Moscú. Me escriben que Kitty Scherbátskaia está muy enferma.

—¿Es posible? —preguntó Vronski, frunciendo el ceño.

Anna le miró con severidad.

—¿Es que no le interesa?

—Al contrario, me interesa mucho. ¿Y qué es lo que le dicen en concreto, si se puede saber? —preguntó.

Anna se puso en pie y se acercó a Betsy.

—Deme una taza de té —dijo, deteniéndose detrás de su silla.

Mientras Betsy le servía el té, Vronski se acercó a Anna.

—¿Qué le han escrito? —repitió.

—A menudo pienso que los hombres no saben lo que es la nobleza, aunque siempre están hablando de esa cuestión —dijo Anna, a modo de respuesta—. Hace tiempo que quería decírselo —añadió y, dando unos pasos, se retiró a un rincón, donde se sentó al lado de una mesa con unos álbumes.

—No acabo de entender el significado de sus palabras —dijo Vronski, entregándole la taza.

Anna le señaló con la vista el sofá que había a su lado y Vronski se apresuró a tomar asiento. —Sí, era algo que quería decirle —continuó, sin mirarle—. Se ha portado usted mal, muy mal.