Cuando decidió que debía hablar con su mujer, le había parecido sencillo y fácil. Pero ahora, al analizar la cuestión, lo encontraba complicado y difícil.
Alekséi Aleksándrovich no era un hombre celoso. En su opinión, los celos constituían una ofensa para la esposa, en quien había que tener confianza. Jamás se había preguntado en qué se basaba esa confianza, porque tenía la plena seguridad de que su mujer lo amaría siempre. Pero lo cierto es que no albergaba dudas, creía en su fidelidad y estaba seguro de que así debía ser. Y he aquí que de pronto, a pesar de estar convencido de que los celos eran un sentimiento vergonzoso y de que no debía renunciar a lesa confianza, se daba cuenta de que se enfrentaba a una situación ilógica y absurda, y no sabía qué hacer. Alekséi Aleksándrovich se hallaba cara a cara con la vida, ante la posibilidad de que su esposa se hubiera enamorado de otro hombre, y eso le parecía incomprensible y desatinado porque era la vida misma. Ocupado siempre de sus obligaciones profesionales, sólo le había llegado un reflejo de la vida. Y cada vez que se topaba con la vida de verdad, se echaba a un lado. Las sensaciones que le embargaban ahora se asemejaban a las de un hombre que está atravesando tranquilamente un precipicio por un puente y de pronto advierte que el puente se desmorona y que bajo sus pies se abre el abismo. Ese abismo era la vida real, y el puente la vida artificial que había llevado Alekséi Aleksándrovich.
Por primera vez se puso a pensar en la posibilidad de que su mujer se hubiera enamorado de otro hombre y se sintió horrorizado.
Sin desvestirse, se paseaba ahora arriba y abajo por el sonoro parqué del comedor, iluminado por una sola lámpara, por la alfombra del salón oscuro, donde la luz sólo se reflejaba en un retrato suyo de gran tamaño, recién terminado, que colgaba por encima del sofá, y por el despacho de Anna, con dos bujías encendidas, que iluminaban los retratos de sus familiares y amigas, y unos cuantos cachivaches sobre su escritorio que ya se le habían vuelto familiares. Después de atravesar esa habitación, llegaba a la puerta del dormitorio y volvía sobre sus pasos.
Entre tantas idas y venidas, a veces hacía un alto, sobre todo al pasar por el comedor iluminado, y se decía: «Sí, es necesario tomar una decisión y acabar con esto de una vez. Tengo que exponerle mi punto de vista y la resolución que he adoptado. —Y proseguía su paseo—. Pero ¿qué le voy a decir? ¿Acaso he decidido algo? —prosiguió al llegar al salón, sin encontrar una respuesta—. Y a fin de cuentas, ¿qué ha sucedido? —se preguntó al dar la vuelta en el despacho—. Nada. Ha estado un buen rato hablando con él. ¿Y qué? Las mujeres hablan a menudo con hombres en sociedad. Por lo demás, si me dejo ganar por los celos, la humillaré a ella y me humillaré a mí mismo —se dijo al entrar en el despacho de Anna; pero ese razonamiento, que tanto peso tenía antes, le pareció ahora muy poco sólido e insustancial. En la puerta del dormitorio se dio de nuevo la vuelta y, nada más poner el pie en el salón oscuro, una voz interior le murmuró que estaba equivocado y que, si los demás habían notado algo, es que algo había. Y al llegar al comedor, volvió a decirse—: Sí, es necesario tomar una decisión, acabar con esto de una vez, exponerle mi punto de vista... —Y ya en el salón, antes de girar, se preguntó—: Pero ¿qué decisión? ¿Es que ha sucedido algo?». Se respondió que no había pasado nada y volvió a repetirse que los celos constituían una humillación para la mujer, pero, al entrar de nuevo en el salón, estaba convencido de que había sucedido algo. Sus pensamientos, como su cuerpo, describían un círculo perfecto, sin llegar a nada nuevo. Cuando se dio cuenta, se pasó la mano por la frente y se sentó en el despacho de Anna.
Al posar la vista en el escritorio, con su carpeta de malaquita y un billete a medio escribir, sus reflexiones tomaron un curso distinto. Se puso a pensar en ella, se preguntó qué ideas y sentimientos podía albergar. Por primera vez se imaginó vivamente su vida personal, sus pensamientos y sus deseos, y la posibilidad de que también ella tuviera una existencia propia le pareció tan terrible que se apresuró a desecharla. Era ese abismo que tanto le espantaba contemplar. Alekséi Aleksándrovich no estaba habituado a sopesar los pensamientos y sentimientos de un alma ajena, y lo consideraba un acto perjudicial, una fantasía peligrosa. «Y lo más terrible de todo —se decía— es que esta inquietud insensata se apodera de mí en el preciso instante en que estaba a punto de acabar mi labor —se refería al proyecto en el que estaba trabajando—, cuando más necesito disfrutar de serenidad y disponer de todas las fuerzas de mi espíritu. Pero ¿qué puedo hacer? No soy de esos hombres que sucumben a las inquietudes y las preocupaciones sin tener el valor de enfrentarse a ellas.»
—Tengo que reflexionar, tomar una resolución y acabar con esto de una vez —dijo en voz alta.
«No es de mi incumbencia analizar sus sentimientos y lo que pase o deje de pasar en su alma. Eso es asunto de su conciencia y pertenece al ámbito de la religión —se dijo, aliviado de haber encontrado una norma que pudiera aplicarse a esa nueva situación—. En definitiva —prosiguió—, todas las cuestiones relacionadas con sus sentimientos pertenecen a su conciencia, no es asunto mío. Mis obligaciones están claramente definidas. Como cabeza de familia, entra dentro de mis atribuciones guiar su conducta; por tanto, soy en cierta manera responsable. Debo señalarle el peligro que veo, prevenirla e incluso hacer uso de mi autoridad. Es preciso que hable con ella.»
Y en la cabeza de Alekséi Aleksándrovich fueron tomando forma las razones que esa misma noche le diría a su mujer. Mientras meditaba en las palabras que le dirigiría, lamentaba tener que emplear su tiempo y su inteligencia en un asunto doméstico tan intrascendente; en cualquier caso, la forma y la secuencia de su discurso fue perfilándose, adquiriendo la claridad y precisión de un informe. «Debo decirle lo siguiente: en primer lugar, explicarle la importancia de la opinión pública y de las conveniencias sociales; en segundo, recordarle el sentido religioso del matrimonio; en tercero, en caso de que sea necesario, hablarle de las desgracias que puede acarrearle a nuestro hijo; en cuarto, aludir a las desgracias que pueden abatirse sobre ella.» Y, entrelazando los dedos, con las palmas hacia dentro, dio un tirón: las articulaciones crujieron.
Este gesto, una mala costumbre —entrelazar los dedos para que crujieran las articulaciones—, siempre le calmaba y le ayudaba a recuperar el equilibrio que tanto necesitaba. Se oyó el ruido de un carruaje en la entrada, y se detuvo en medio del salón.
De la escalera le llegó el ruido de unos pasos de mujer. Alekséi Aleksándrovich, con su discurso preparado, apretaba los dedos cruzados, esperando un nuevo crujido. Y, en efecto, una articulación crujió.
Aunque estaba satisfecho de su discurso, se asustó cuando el rumor creciente de esos pasos ligeros le anunció que Anna se aproximaba: había llegado el momento de la explicación...
IX
Anna entró con la cabeza inclinada, jugando con las borlas de su capucha. Su rostro brillaba, pero no de felicidad. Recordaba más bien el terrible resplandor de un incendio en una noche oscura. Al ver a su marido, levantó la cabeza y sonrió como si acabara de despertarse.
—¿Aún no estás en la cama? ¡Qué milagro! —dijo, quitándose la capucha y, sin detenerse, se dirigió a su tocador—. Es tarde, Alekséi Aleksándrovich —añadió desde el umbral.
—Anna, tengo que hablar contigo.
—¿Conmigo? —preguntó ella, asomándose a la puerta y mirándole sorprendida.
—Sí.
—¿Qué pasa? ¿De qué se trata? —preguntó, sentándose—. Bueno, hablemos, si es necesario. Pero más valdría que nos fuéramos a dormir.
Anna decía lo primero que se le pasaba por la cabeza, y ella misma se asombraba, al oírse, de la facilidad con la que mentía. ¡Qué sencillas y naturales eran sus palabras! ¡Qué real parecía su deseo de dormir! Era como si estuviera revestida de una coraza impenetrable de mentiras, como si una fuerza invisible la sostuviera y la ayudara.