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—Anna, tengo que prevenirte —dijo Alekséi Aleksándrovich.

—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó ella.

Su mirada era tan franca y alegre que cualquiera que no la conociera tomo su marido no habría notado nada artificioso ni en el timbre ni en el sentido de sus palabras. Pero para él, que no podía irse cinco minutos tarde a la cama sin que ella le preguntara la razón; para él, que era el primero a quien Anna comunicaba sus alegrías, sus triunfos y sus pesares, el hecho de que no quisiera darse cuenta de su estado ni hablarle de sí misma significaba mucho. Se daba cuenta de que su alma, antes abierta para él, se había cerrado. Además, comprendía que, lejos de experimentar confusión, parecía decirle sin rodeos: «Sí, está cerrada; así debe ser y así será de ahora en adelante». Se sentía como un hombre que llega a su casa y la encuentra cerrada. «Tal vez aún pueda encontrar la llave», pensó.

—Debo prevenirte —dijo en voz baja— de los comentarios que tu imprudencia y tu ligereza pueden suscitar en sociedad. Tu conversación demasiado animada de esta tarde con el conde Vronski —pronunció ese nombre con firmeza, serenidad y mesura— no ha pasado desapercibida.

Mientras hablaba, contemplaba los ojos risueños de Anna, que ahora se Be antojaban terribles por su impenetrabilidad, y se daba cuenta de que sus palabras eran inútiles y vanas.

—No cambiarás nunca —replicó Anna, como si no hubiera entendido nada y sólo hubiera prestado atención a la última frase—. Tan pronto te molesta que me aburra como que me divierta. Esta tarde no me he aburrido. ¿Es que eso te ofende?

Alekséi Aleksándrovich se estremeció y volvió a apretar las manos para que las articulaciones crujieran.

—¡Ah, por favor, no hagas eso! ¡No lo soporto! —exclamó ella. —Anna, ¿de verdad eres tú? —dijo Alekséi Aleksándrovich en voz baja, haciendo un esfuerzo e interrumpiendo el movimiento de sus manos. —Pero ¿qué sucede? —preguntó Anna con una expresión de sorpresa sincera y cómica—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

Alekséi Aleksándrovich guardó silencio y se pasó la mano por la frente y los ojos. Se daba cuenta de que, en lugar de prevenir a su mujer de que no se pusiera en evidencia delante de la sociedad, como había sido su deseo, se inquietaba a su pesar por lo que sucedía en su conciencia y chocaba con un obstáculo tal vez imaginario.

—Lo que quería decirte es lo siguiente. Haz el favor de escucharme —continuó con semblante frío y sereno—. Como bien sabes, considero que los celos son un sentimiento ofensivo y humillante y nunca me dejaré guiar por ellos. Pero hay ciertas conveniencias sociales que no se pueden contravenir impunemente. Reconozco que yo no he advertido nada especial esta noche, pero, a juzgar por la impresión que tu comportamiento ha producido en los demás invitados, tu conducta y tu actitud no han sido las que cabría esperar.

—No entiendo absolutamente nada —dijo Anna, encogiéndose de hombros. «En el fondo le da lo mismo —pensó—. Pero la gente se ha dado cuenta y eso es lo que le preocupa.»—. No estás bien, Alekséi Aleksándrovich —añadió, levantándose y disponiéndose a salir, pero él se adelantó, como intentando cortarle el paso.

Anna jamás había visto en su rostro una expresión tan desagradable y sombría. Se quedó donde estaba y, ladeando la cabeza, se puso a quitarse las horquillas con sus diestras manos.

—Bueno, prosigue —dijo con un tono sereno y burlón—. Te escuchan con atención porque me gustaría saber de qué se trata.

Ella misma se sorprendía de poder expresarse con tanta naturalidad y seguridad, así como de la propia elección de las palabras.

—No tengo derecho a entrar en todos los detalles de tus sentimientos, y hasta lo considero inútil y perjudicial —empezó diciendo Alekséi Aleksándrovich—. Al escarbar en nuestras almas, corremos el riesgo de que salgan a la luz cosas que bien podrían quedar ocultas. Tus sentimientos son asunto de tu conciencia. Pero tengo la obligación ante ti, ante mí mismo y ante Dios de recordarte tus deberes. No son los hombres quienes han unido nuestras vidas, sino Dios. Sólo un crimen puede quebrar ese vínculo, y un crimen de ese tipo lleva aparejado un terrible castigo.

—No entiendo nada. ¡Ah, Dios mío! ¡Lo siento, pero me caigo de sueño! —dijo ella, pasándose la mano por los cabellos con un gesto fulgurante, para quitar las horquillas que quedaban.

—Anna, por el amor de Dios, no hables así —le suplicó Alekséi Aleksándrovich—. Puede que esté equivocado, pero créeme cuando te digo que busco tanto tu bien como el mío. Soy tu marido y te quiero.

Por un instante Anna inclinó la cabeza, y esa chispa burlona desapareció de sus ojos; pero las palabras «te quiero» volvieron a soliviantarla. «¿Que me quiere? —se dijo—. ¿Es que puede querer a alguien? Si no hubiera oído hablar del amor, jamás habría dicho esa palabra. Ni siquiera sabe lo que es.»

—De verdad que no te entiendo, Alekséi Aleksándrovich —dijo—. Explícame lo que encuentras...

—Espera, déjame terminar. Te quiero. Pero no estoy hablando de mí. En este caso las personas más importantes sois tú misma y nuestro hijo. Te lo repito: puede que mis palabras te parezcan completamente innecesarias e inoportunas; puede que me las haya dictado una interpretación errónea de los hechos. En tal caso, te pido que me perdones. Pero, si reconoces que tienen un mínimo fundamento, te ruego que reflexiones, y, si tu corazón te lo pide, que me digas...

Alekséi Aleksándrovich, sin darse cuenta él mismo, estaba diciendo algo completamente distinto de lo que había preparado.

—No tengo nada que decirte. Además... —exclamó de repente, reprimiendo a duras penas una sonrisa—, es hora de irse a la cama.

Alekséi Aleksándrovich suspiró y, sin añadir nada más, se dirigió al dormitorio.

Cuando Anna entró, su marido ya se había acostado. Tenía los labios muy apretados y sus ojos no la miraban. Anna se echó en su cama, esperando a cada momento que él volviera a hablarle. Temía y al mismo tiempo deseaba que la conversación se prolongase. Pero Alekséi Aleksándrovich callaba. Anna aguardó un buen rato, sin moverse, y acabó olvidándose de él. Pensaba en otro hombre y lo veía, con el corazón embargado de emoción y una alegría culpable. De repente oyó un ronquido regular y tranquilo. En un primer momento Alekséi Aleksándrovich se interrumpió, como asustado del ruido que estaba haciendo; pero, tras respirar dos veces con normalidad, volvió a roncar como antes.

—Es tarde, tarde —murmuró Anna con una sonrisa. Estuvo un buen rato sin moverse, con los ojos abiertos, cuyo resplandor creía percibir en la oscuridad.

 

X

A partir de esa noche empezó una vida nueva para Alekséi Aleksándrovich y su mujer. En apariencia, no había pasado nada. Anna seguía frecuentando la buena sociedad, sobre todo la casa de la princesa Betsy, y en todas partes se encontraba con Vronski. Alekséi Aleksándrovich se daba cuenta, pero era incapaz de hacer nada. A todos sus intentos de favorecer una explicación, Anna oponía una irónica perplejidad, que actuaba como una suerte de muralla infranqueable. De puertas afuera las cosas seguían igual, pero su relación había cambiado por completo. Alekséi Aleksándrovich, tan enérgico a la hora de tratar asuntos de Estado, se sentía impotente en este caso. Como un buey, agachó la cabeza, esperando con resignación el golpe final. Cada vez que se ponía a pensar en esa cuestión, se decía que debía hacer un nuevo intento de salvarla, de hacerla entra! en razón, recurriendo para ello a la bondad, la ternura y la persuasión, y cada día se proponía hablar con ella. Pero, en cuanto abría la boca, el espíritu del mal y de la mentira que se había apoderado de Anna se enseñoreaba también de él, y decía cosas muy distintas de las que había preparado, y además en un tono inesperado. Por más que lo intentaba, no podía renunciar a esa entonación burlona tan característica, con la que parecía reírse de sus propias palabras. Y así no había manera de expresarlo que quería.