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—Matvéi, mañana llega mi hermana Anna Arkádevna —dijo, deteniendo por un instante la mano gordezuela y reluciente del barbero, que estaba abriendo un rosado camino entre las largas patillas rizadas.

—Gracias a Dios —dijo Matvéi, dando a entender con esa respuesta que era tan consciente como su amo de la importancia de esa novedad: Anna Arkádevna, la querida hermana de su señor, podía contribuir a reconciliar al matrimonio—. ¿Sola o con su marido? —preguntó.

Stepán Arkádevich no pudo pronunciar palabra, porque en ese momento el barbero estaba ocupado con su labio superior, y se limitó a levantar un dedo. El criado, reflejado en el espejo, asintió con la cabeza.

—Sola. ¿Mando preparar las habitaciones de arriba?

—Díselo a Daria Aleksándrovna y que ella decida.

—¿A Daria Aleksándrovna? —exclamó Matvéi con aire dubitativo.

—Sí. Llévale el telegrama y ven luego a comunicarme lo que ha dicho.

«Quiere hacer una prueba», pensó el ayuda de cámara, pero se contentó con añadir:

—A sus órdenes.

Stepán Arkádevich, ya lavado y peinado, se disponía a vestirse cuando Matvéi, con el telegrama en la mano, entró en la habitación y avanzó con pasos lentos por la mullida alfombra, acompañado del ligero crujido de sus botas. El barbero ya se había marchado.

—Daria Aleksándrovna me ha pedido que le informe de que se marcha. Y que el señor, es decir, usted, haga lo que le parezca —dijo, sonriendo sólo con los ojos, las manos metidas en los bolsillos, la cabeza ladeada, la mirada fija en el amo.

Stepán Arkádevich guardó silencio unos instantes. Luego una sonrisa bondadosa y algo triste asomó a su hermoso rostro.

—¿Y qué te parece a ti, Matvéi? —preguntó, moviendo la cabeza.

—No se preocupe, señor, todo se enderezará —respondió el criado.

—¿Se enderezará?

—Seguro.

—¿Tú crees? ¿Quién está ahí? —preguntó Stepán Arkádevich, que había oído el rumor de un vestido detrás de la puerta.

—Soy yo —contestó una voz de mujer, firme y agradable, y al punto apareció en el umbral el rostro severo y picado de viruelas de Matriona Filimónovna, la niñera.

—¿Qué pasa, Matriona? —preguntó Stepán Arkádevich, saliéndole al encuentro.

A pesar de que Stepán Arkádevich era totalmente culpable ante su mujer, y así lo reconocía él mismo, casi todo el mundo en la casa, incluyendo la niñera, el sostén principal de Daria Aleksándrovna, estaba de su parte.

—¿Qué pasa? —dijo con pesar.

—Vaya a verla, señor, y pídale perdón una vez más. Puede que Dios le ampare. Sufre tanto que da pena mirarla, y en la casa todo está manga por hombro. Hay que compadecerse de los niños, señor. Pídale usted perdón. ¡Qué le vamos a hacer! El que algo quiere...

—Pero no me dejará entrar...

—Vaya de todos modos. Dios es misericordioso. Pídaselo usted, señor, pídaselo.

—Bueno, vale, vete —dijo Stepán Arkádevich, sonrojándose de pronto—. Vamos, dame la ropa —añadió, dirigiéndose a Matvéi, y se quitó con resolución la bata.

Soplando sobre unas invisibles motas de polvo, Matvéi sostenía ya la camisa como si fuera una collera y con evidente satisfacción envolvió el cuidado cuerpo de su señor.

 

III

Una vez vestido, Stepán Arkádevich se perfumó con un vaporizador, se ajustó los puños de la camisa, metió en los bolsillos, con el mismo gesto de todas las mañanas, los cigarrillos, la cartera, las cerillas, el reloj de doble cadenita con dijes, sacudió el pañuelo y, sintiéndose limpio, perfumado, lleno de salud y en buena forma física, a pesar de su desdicha, se dirigió, con pasos algo saltarines, al salón, donde ya tenía preparado el café y le esperaban unas cartas y documentos de la oficina.

Stepán Arkádevich tomó asiento y se puso a leer las cartas. Una de ellas, escrita por un comerciante con el que había iniciado tratos para vender un bosque en la hacienda de su mujer, se le antojó muy desagradable. Era de todo punto necesario vender ese bosque. Pero en tanto no se reconciliara con su mujer, no se podía ni hablar del asunto. Lo más repugnante era que un problema de orden económico se hubiera mezclado con la inminente cuestión de la reconciliación. La idea de que en su comportamiento pudiera influir la consideración de esos intereses, de que la necesidad de concretar esa venta le llevara a hacer las paces con su mujer, le parecía ofensiva.

Una vez terminada la lectura del correo, Stepán Arkádevich echó mano de unos documentos oficiales, hojeó a toda prisa dos expedientes, hizo algunas observaciones con un lápiz grande y, dejándolos a un lado, se puso a desayunar; mientras tomaba el café desplegó el periódico de la mañana, todavía húmedo, y se puso a leerlo.

Stepán Arkádevich recibía un periódico liberal, no de tendencias extremas, sino acorde con la opinión de la mayoría. Y aunque, en realidad, no le interesaba la ciencia ni el arte ni la política, defendía con firmeza los puntos de vista que sobre esas cuestiones expresaban tanto la mayoría como su periódico, y sólo cambiaba de opinión cuando lo hacía la mayoría, o mejor dicho, no cambiaba él, sino que eran las mismas opiniones las que iban modificándose de manera imperceptible.

Él no elegía sus puntos de vista y opiniones, sino que unos y otras venían por sí mismos, de la misma manera que tampoco elegía la forma de su sombrero o el corte de su levita: llevaba lo que estaba de moda. Como pertenecía a una esfera social muy concreta y tenía cierta necesidad de esa clase de actividad intelectual que suele desarrollarse en la edad madura, las opiniones le resultaban tan indispensables como el sombrero. Y la única razón para preferir el liberalismo al conservadurismo, que apoyaban tantos representantes de su círculo, era que lo encontraba más razonable, pero por la única razón de que se adaptaba mejor a su género de vida. El partido liberal proclamaba que en Rusia todo iba mal, y de hecho Stepán Arkádevich tenía muchas deudas y muy pocos recursos. El partido liberal afirmaba que el matrimonio era una institución obsoleta que era necesario reformar, y de hecho la vida familiar le proporcionaba muy pocas alegrías, le obligaba a mentir y a disimular, algo que repugnaba a su naturaleza. El partido liberal aseguraba o, mejor dicho, daba a entender, que la religión no tenía otro fin que servir de freno a las capas más bárbaras de la población, y de hecho Stepán Arkádevich no podía aguantar el oficio más corto sin sentir dolor en las piernas ni podía comprender a qué venían esas palabras patéticas y enfáticas sobre el otro mundo, cuando se estaba tan bien en éste. A todo eso había que añadir que Stepán Arkádevich, muy aficionado a las bromas, se divertía a veces desconcertando a los hombres de bien diciendo que, si uno quería enorgullecerse de su linaje, no era sensato detenerse en Riurik 4y renunciar a nuestro primer ancestro, el mono. En suma, el liberalismo acabó convirtiéndose en un hábito: le gustaba su periódico como su cigarro después de la comida, por la ligera niebla que producía en su cabeza. Leyó el artículo de fondo, en el que se afirmaba que en nuestra época no había ninguna razón para considerar que el radicalismo amenazaba con engullir a todos los elementos conservadores y que era obligación del gobierno tomar medidas para acabar con la hidra de la revolución; al contrario, «según nuestra opinión, el peligro no estriba en la supuesta hidra de la revolución, sino en un tradicionalismo intransigente que impide el progreso», etcétera. Leyó también otro artículo sobre economía en el que se mencionaba a Bentham y Mill 5y se lanzaban pullas al Ministerio. Su peculiar agilidad mental le permitía captar el significado de cada una de esas pullas: quién la dirigía y contra quién, qué cuestión la había propiciado, y todo eso, como de costumbre, le proporcionó cierta satisfacción. Pero ese día el recuerdo de los consejos de Matriona Filimónovna y la sensación de desastre que imperaba en la casa le agriaron ese placer. Se enteró también de que, según los rumores, el conde Beust había partido para Weisbaden, de que las canas habían pasado a mejor vida, de que se vendía un carruaje ligero y de que un joven ofrecía sus servicios; pero ninguna de esas novedades le procuró esa satisfacción serena y un tanto irónica de antaño.