Выбрать главу

La primavera se hizo esperar. Un cielo despejado y un ambiente gélido marcaron las últimas semanas de la Cuaresma. De día, la nieve se fundía al calor del sol; pero de noche la temperatura descendía hasta los siete grados bajo cero. La capa de hielo era tan dura que los carros tenían que transitar fuera de los caminos. El día de Pascua aún había nieve. Pero al día siguiente, de pronto, sopló un viento tibio, se amontonaron las nubes, y durante tres días y tres noches estuvo cayendo una lluvia tibia y torrencial. El jueves amainó el viento, una niebla espesa y gris cubrió la tierra, como para ocultar la misteriosa transformación que se estaba produciendo en la naturaleza. Bajo esa capa de niebla, empezaron a fluir las aguas, crujieron y se desplazaron los hielos, se despeñaron los turbios y espumeantes torrentes. El lunes de Pascua, por la tarde, se disipó la niebla, las nubes se desflecaron en vedijas, el tiempo aclaró y empezó la auténtica primavera.

A la mañana siguiente un sol brillante acabó de fundir la fina capa de hielo que cubría las aguas, y el aire cálido se llenó de los vapores de la tierra vivificada. La hierba vieja reverdecía, al tiempo que la nueva empezaba a despuntar, se hincharon los brotes de los mundillos, de los groselleros y de los pegajosos y barnizados abedules, y en las ramas de los sauces, inundados de una luz dorada, revoloteaban y zumbaban las abejas, liberadas de su encierro invernal. Alondras invisibles cantaban sobre los prados aterciopelados y los rastrojos cubiertos de hielo, las avefrías gemían en las hondonadas y los pantanos inundados por las aguas torrenciales, las grullas y los patos salvajes lanzaban desde lo alto del cielo sus graznidos primaverales. El ganado, cuyo pelaje no se había renovado del todo y tenía calvas aquí y allá, mugía en los pastizales, corderos patizambos retozaban alrededor de sus madres, y muchachos de pies ligeros corrían descalzos, dejando sus huellas en los senderos aún húmedos; en los estanques se oían las voces alegres de las mujeres que lavaban la ropa, y en los patios resonaban los hachazos de los campesinos, que reparaban los rastrillos y los arados. Había llegado de verdad la primavera.

 

XIII

Por primera vez Levin se puso un chaquetón de paño en lugar de la pelliza, se calzó las botas altas y se fue a recorrer la hacienda, vadeando los arroyos, cuyo reflejo le hacía daño en los ojos, pisando tan pronto un pedazo de hielo como el barro pegajoso.

La primavera es la época de los proyectos y de los planes. De la misma manera que un árbol no adivina de qué manera y en qué dirección se extenderán sus ramas y sus tiernos brotes, encerrados en las yemas, Levin no sabía, cuando salía de casa, lo que iba a emprender en su adorada hacienda, pero no paraba de alumbrar planes y proyectos maravillosos. Lo primero que hizo fue ir a ver el ganado. Las vacas ya estaban en el cercado, con su pelaje nuevo y resplandeciente, calentado por el sol, y mugían para que las llevaran a los pastos. Levin, que las conocía en detalle, las contempló arrobado, y a continuación ordenó que las sacasen a los campos y llevasen las terneras al cercado. El pastor, muy contento, se preparó para partir. Las vaqueras, con la saya recogida, chapoteaban en el barro con las piernas desnudas, aún sin tostar, persiguiendo con unas varitas a las terneras, que mugían y retozaban alegres, y las conducían al cercado.

Después de admirar las crías de ese año, que eran de una hermosura poco común —las de más edad tenían ya el tamaño de las vacas de los campesinos y la becerra de la Pava, con sólo tres meses, tenía el tamaño de las de un año—, Levin mandó que sacaran una artesa y que les echaran de comer en el cercado. Pero, como no lo habían usado en todo el invierno, las vallas que habían preparado en el otoño se habían echado a perder. Mandó llamar al carpintero, a quien había dado órdenes de que se ocupara de la trilladora. Y se encontró con que éste estaba arreglando los rastrillos, que tendrían que haber estado listos antes de la Cuaresma. Se puso de muy mal humor. Le sacaba de sus casillas que no hubiera modo de acabar con esa dejadez, contra la que llevaba años luchando con todas sus fuerzas. Se enteró de que habían llevado las vallas, innecesarias en invierno, a las cuadras de los campesinos, donde se habían roto, pues eran de construcción ligera, pensadas para las terneras. Por si eso fuera poco, las gradas y todos los aperos agrícolas que tres carpinteros contratados expresamente tendrían que haber revisado y reparado en el transcurso del invierno seguían sin arreglar: se estaban ocupando de esa tarea cuando ya había llegado el momento de rastrillar. Levin mandó llamar al administrador, pero al final decidió ir a buscarlo en persona. Se lo encontró volviendo de la era, tan radiante como todo en ese día, con su caftán corto guarnecido de piel de cordero y una pajita rota entre los dedos.

—¿Por qué el carpintero no está componiendo la trilladora?

—Había pensado decírselo ayer. Es que era necesario arreglar las gradas. Ya es hora de labrar.

—¿Y qué habéis hecho durante el invierno?

—¿Para qué necesita al carpintero?

—¿Dónde están las vallas para el cercado de los terneros?

—Ordené que las pusieran en su sitio. ¡Pero con esta gente no hay manera! —dijo el administrador, gesticulando con los brazos.

—¡No diga usted con esta gente, sino con este administrador! —exclamó Levin, soliviantado—. ¡No sé para qué sigo teniéndole a mi servicio...! —gritó; pero, dándose cuenta de que de ese modo no iba a arreglar nada, dejó la frase a medias y se contentó con suspirar—. Entonces, ¿podemos empezar a sembrar? —preguntó, después de unos instantes de silencio.

—Mañana o pasado mañana se podrá sembrar detrás de Túrkino.

—¿Y el trébol?

—He enviado a Vasili y a Mishka a sembrarlo, pero no sé si lo conseguirán. La tierra sigue siendo un barrizal.

—Pero ¿cuántas hectáreas?

—Unas seis.

—¿Y por qué no todas? —exclamó Levin.

Al enterarse de que sólo iban a sembrar trébol en seis de las veinte hectáreas, Levin se enfadó todavía más. La teoría y su propia experiencia le decían que, para que el trébol brote bien, debe sembrarse lo antes posible, casi con nieve. Pero no conseguía que le hicieran caso.

—Nos faltan manos. ¿Qué se puede hacer con esta gente? Tres no han aparecido. Y además Semión...

—Haber llamado a alguno de los que se ocupan de la paja.

—Es lo que he hecho.

—¿Y dónde están?

—Cinco están preparando el abono. Cuatro remueven la avena para que no se estropee, Konstantín Dmítrich.

Levin sabía perfectamente lo que significa ese «para que no se estropee»: la avena inglesa destinada a la siembra se había echado a perder. Una vez más no habían hecho lo que les había ordenado.

—¿No os dije ya por la Cuaresma que la aventarais? —exclamó.

—No se preocupe, todo se hará a su debido tiempo.

Levin, irritado, hizo un gesto con la mano, se dirigió al granero para echar un vistazo a la avena y volvió al establo. La avena aún no se había echado a perder, pero los campesinos la estaban removiendo con palas, cuando habría sido más fácil arrojarla directamente al suelo. Después de ordenar que lo hicieran de ese modo y de llevarse a dos de los hombres que estaban allí trabajando para que sembraran el trébol, se calmó y se olvidó de sus desavenencias con el administrador. Por lo demás, el día era tan hermoso que no merecía la pena enfadarse.