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—¡Dios mío, qué he hecho! ¡Dolly! ¡Por el amor de Dios! Si... —pero no pudo continuar, ahogado por los sollozos.

Ella cerró de un golpe la cómoda y se lo quedó mirando.

—Dolly, ¿qué puedo decirte? Sólo una cosa: que me perdones... Recuerda todo lo que hemos pasado: ¿es que nueve años de vida no pueden redimir un momento... un momento...?

Ella bajó los ojos y se quedó aguardando sus palabras, como implorándole que la convenciera de alguna manera.

—Un momento... un momento de locura... —añadió, y quiso continuar, pero al oír esas palabras, Dolly volvió a apretar los labios, como sacudida por un dolor físico, y el músculo de la mejilla se estremeció de nuevo.

—¡Váyase, váyase de aquí! —gritó con mayor desesperación aún—. ¡Y no vuelva a hablarme de sus locuras y sus canalladas!

Hizo intención de salir, pero estuvo a punto de caer y se agarró al respaldo de una silla. El rostro de Stepán Arkádevich se dilató, sus labios se hincharon, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Dolly! —pronunció, sollozando—. Por el amor de Dios, piensa en los niños, que no tienen culpa de nada. El único culpable soy yo. Castígame, dime cómo puedo expiar mi culpa. Estoy dispuesto a todo. Soy culpable. No encuentro palabras para expresar lo culpable que soy. ¡Pero te pido que me perdones, Dolly!

Ella se sentó. Stepán Arkádevich escuchaba su respiración trabajosa y difícil y sentía una pena inefable por ella. Dolly trató de hablar varias veces, pero no pudo. Él esperaba.

—Sólo te acuerdas de los niños cuando tienes ganas de jugar con ellos, pero yo pienso en ellos en todo momento y sé que están perdidos sin remedio —acabó diciendo. Por lo visto era una de las frases que se había estado repitiendo a lo largo de esos tres días.

Le había tuteado, y él la miró agradecido e hizo ademán de cogerle la mano, pero ella la apartó con repugnancia.

—Pienso en los niños y haría cualquier cosa por salvarlos, pero no sé lo que les conviene: llevármelos o dejarlos con un padre depravado; sí, con un padre depravado... Dígame, ¿acaso podemos seguir viviendo juntos después de... lo que ha pasado? ¿Acaso es eso posible? Dígame, ¿acaso es eso posible? —repitió, levantando la voz—. Después de que mi marido, el padre de mis hijos, haya tenido un lío con la institutriz de los niños...

—Pero ¿qué se puede hacer?... ¿Qué? —preguntó él con voz lastimera, sin saber él mismo lo que decía y bajando cada vez más la cabeza.

—¡Me resulta usted asqueroso, repugnante! —gritó ella, cada vez más alterada—. ¡Sus lágrimas no son más que agua! Nunca me ha querido. ¡No tiene usted corazón ni dignidad! Es usted un hombre vil y repulsivo. Y se ha convertido en un extraño para mí. Sí, en un extraño —dijo, pronunciando con dolor y rabia la palabra extraño, que se le antojaba terrible.

Stepán Arkádevich se quedó mirándola, asustado y sorprendido de la ira que se reflejaba en su rostro. No comprendía que la lástima que sentía por ella la exasperaba. Se daba cuenta de que la compadecía, pero no veía ni huella de cariño.

«Sí, me odia. No me perdonará nunca», pensó.

—¡Esto es horrible! ¡Horrible! —exclamó.

En ese momento un niño se echó a llorar en la habitación contigua. Probablemente se había caído. Daria Aleksándrovna prestó atención y su rostro de pronto se dulcificó.

Tardó unos instantes en reaccionar, como si no supiera dónde estaba y qué debía hacer; luego se levantó bruscamente y se abalanzó sobre la puerta.

«Pero si quiere a mi hijo —pensó Stepán Arkádevich, advirtiendo el cambio que se había operado en el rostro de su mujer al oír el grito del niño—, ¿cómo puede odiarme a mí?»

—Dolly, sólo una palabra más —dijo, yendo tras ella.

—¡Si me sigue usted, llamaré a los criados y a los niños! ¡Que se enteren todos de que es usted un canalla! ¡Me marcho hoy mismo, así que ya puede ir trayendo aquí a vivir a su querida!

Y salió dando un portazo.

Stepán Arkádevich suspiró, se enjugó el rostro y salió silenciosamente de la habitación. «Matvéi asegura que todo se enderezará, pero ¿cómo? No veo ninguna salida. ¡Ah, qué horror! Y qué gritos tan vulgares —se decía, recordando los chillidos de su mujer y aquellas dos palabras: "canalla" y "querida"—. ¡Puede que lo hayan oído las criadas! Una ordinariez repugnante, repugnante.» Al cabo de unos segundos, Stepán Arkádevich se secó los ojos, suspiró, abombó el pecho y salió de la habitación.

Era viernes, y el relojero alemán daba cuerda al reloj del comedor. Stepán Arkádevich se acordó de que, sorprendido por la puntualidad de ese hombre calvo, un día había dicho en broma que a ese alemán «le habían dado cuerda para toda la vida para que él hiciera lo mismo con los relojes», y sonrió. Le gustaban los chistes ingeniosos. «¡Puede que todo acabe recomponiéndose! Bonita expresión esa de recomponerse —pensó—. Habrá que repetirla.»

—¡Matvéi! —gritó, y añadió cuando éste apareció—: Ocupaos Maria y tú de preparar la salita para Anna Arkádevna.

—A sus órdenes.

Stepán Arkádevich se puso la pelliza y salió a la escalinata.

—¿No va a comer en casa? —le preguntó Matvéi, siguiendo sus pasos.

—Ya veremos. Toma, para los gastos —dijo, sacando diez rublos de su cartera—. ¿Será suficiente?

—Suficiente o no, habrá que apañarse con eso —respondió el criado, cerrando la portezuela del coche y ganando de nuevo la escalinata.

Entre tanto Daria Aleksándrovna había consolado al niño; enterada por el ruido del carruaje de que su marido se había marchado, volvió a su habitación, el único refugio que tenía para escapar de las tareas domésticas, que la asediaban en cuanto salía de allí. Incluso ahora, en el poco tiempo que había pasado en la habitación de los niños, la institutriz inglesa y Matriona Filimónovna se las habían ingeniado para hacerle varias preguntas que no admitían dilación y a las que sólo ella podía dar respuesta: ¿qué ropa había que ponerles a los niños para el paseo? ¿Tenían que darles leche? ¿No sería mejor ponerse a buscar otro cocinero?

—¡Ah, déjenme en paz, déjenme! —les había dicho. Una vez en el dormitorio, se sentó en el mismo lugar que había ocupado mientras hablaba con su marido, se retorció las manos descarnadas, con los anillos deslizándose en los dedos huesudos, y se puso a recordar la conversación que habían tenido. «¡Se ha marchado! Pero ¿habrá roto con ella? —pensaba— ¿No la seguirá viendo? ¿Por qué no se lo he preguntado? No, no hay manera de que nos reconciliemos. Aunque vivamos en la misma casa, seguiremos siendo extraños. ¡Extraños para siempre! —repitió, pronunciando con especial énfasis esa palabra tan terrible para ella—. ¡Y cómo lo quería, Dios mío, cómo lo quería!... ¡Cómo lo quería! ¿Y acaso no lo quiero ahora? ¿No lo quiero incluso más que antes? Lo más espantoso es que...», empezó, pero dejó la frase a medias, porque Matriona Filimónovna asomó la cabeza por la puerta.

—Al menos deje que llame a mi hermano —dijo—. Puede preparar el almuerzo. De otro modo, los niños se quedarán sin comer hasta las seis, como pasó ayer.

—Bueno, está bien. Ahora mismo iré a dar las órdenes oportunas. ¿Se ha ocupado de que alguien vaya a buscar leche fresca?

Y Daria Aleksándrovna, enfrascada en sus quehaceres cotidianos, se olvidó de su pena por un momento.

 

V

Gracias a sus excelentes dotes, Stepán Arkádevich había aprendido mucho en la escuela, pero, como era perezoso y travieso, acabó entre los últimos de su clase. No obstante, a pesar de su vida disoluta, su rango mediocre y sus pocos años, ocupaba un puesto importante y bien remunerado, nada menos que director de un departamento estatal de Moscú. Había obtenido ese nombramiento gracias a la intervención del marido de Anna, Alekséi Aleksándrovich Karenin, personaje destacadísimo en el Ministerio del que dependía el departamento en cuestión. Pero, aun en el caso de que Karenin no le hubiera encontrado esa colocación, Stiva Oblonski habría conseguido ese mismo empleo u otro similar por medio de los centenares de personas a los que podía recurrir —hermanos, hermanas, deudos, primos, tíos, tías—, con un sueldo de unos seis mil rublos al año, cantidad que necesitaba, pues sus asuntos iban de mal en peor, a pesar de la considerable fortuna de su mujer.