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Levin y Oblonski tenían casi la misma edad y su tuteo no se debía sólo a que hubieran bebido champán juntos. Eran compañeros y amigos de la primera juventud. A pesar de sus diferencias de carácter y gusto, se profesaban ese cariño sincero que une a los amigos de la primera juventud. No obstante, como suele suceder con personas que han seguido caminos diferentes, cada uno de ellos, aunque apreciaba en principio la actividad del otro, en el fondo de su alma la despreciaba. Ambos consideraban que la vida que llevaban era la verdadera, mientras la del amigo sólo era un espejismo. Siempre que se encontraba con Levin, Oblonski no podía reprimir una sonrisilla irónica. ¡Cuántas veces le había visto llegar del campo, donde se ocupaba de actividades que Stepán Arkádevich nunca pudo entender y que además tampoco le interesaban! Una vez en Moscú, Levin se mostraba siempre agitado, apresurado, un tanto incómodo, al tiempo que irritado por su incomodidad; y la mayoría de las veces venía con una visión completamente nueva e inesperada de las cosas. A Stepán Arkádevich le gustaban y le divertían esas características de su amigo. Por su parte, Levin despreciaba en su fuero interno la vida que Oblonski llevaba en la ciudad, así como sus ocupaciones, que juzgaba intrascendentes y contemplaba con hilaridad. La única diferencia estribaba en que Oblonski hacía lo que hacían los demás y su risa expresaba confianza y benevolencia, mientras en la de Levin se percibía inseguridad y a veces irritación.

—Hace tiempo que te esperábamos —dijo Stepán Arkádevich, entrando en el despacho y liberando el brazo de Levin, como dando a entender que el peligro había pasado—. Me alegro muchísimo de verte —prosiguió—. Bueno, ¿cómo estás? ¿Qué tal va todo? ¿Cuándo has llegado?

Levin guardaba silencio, mientras miraba las caras desconocidas de los dos colegas de su amigo y sobre todo las manos del elegante Grinévich, de dedos blancos y finos, uñas largas y amarillentas con el borde curvado, así como los enormes y brillantes gemelos en los puños de la camisa; por lo visto, esas manos concitaban toda su atención y le impedían pensar. Oblonski se dio cuenta en seguida y sonrió.

—Ah, sí, permitidme que os presente —dijo—. Mis colegas Filipp Ivánovich Nikitin y Mijaíl Stanislávich Grinévich —y, dirigiéndose a Levin, añadió—: un miembro de la asamblea rural, uno de esos hombres nuevos que se ocupan de los asuntos del campo, un atleta capaz de levantar ochenta kilos con una sola mano, ganadero, cazador y amigo mío, Konstantín Dmítrich Levin, hermano de Serguéi Ivánovich Kóznishev.

—Mucho gusto —dijo el vejete.

—Tengo el honor de conocer a su hermano Serguéi Ivánovich —dijo Grinévich, tendiéndole su fina mano de largas uñas.

Levin frunció el ceño, estrechó su mano con frialdad y acto seguido se dirigió a Oblonski. Aunque sentía un gran respeto por su medio hermano escritor, conocido en toda Rusia, no podía soportar que en lugar de llamarlo por su nombre, Konstantín Levin, se refirieran a él como el hermano del célebre Kóznishev.

—No, ya no me ocupo de la asamblea rural. He discutido con todos los miembros y ya no acudo a las sesiones —dijo.

—¡Pues sí que has tardado! —exclamó Stepán Arkádevich con una sonrisa—. Pero ¿cómo ha sido? ¿Qué ha pasado?

—Es una larga historia. Ya te la contaré algún día —respondió Levin, lo que no fue óbice para que al punto iniciara su relato—. Bueno, en pocas palabras, acabé convencido de que esa institución no tiene ningún sentido y nunca podrá tenerlo —prosiguió, con el tono del hombre ofendido—. Por un lado, no es más que un pasatiempo: juegan al parlamento, y yo no soy ni lo bastante joven ni lo bastante viejo para perder el tiempo con esa clase de diversiones; y por otro —en este punto vaciló—, es un medio que emplea la coterie 8del distrito para sacarse unas perras. Antes teníamos las tutorías y los tribunales, ahora la asamblea rural... Ya no se estilan los sobornos, sino que se recibe un salario inmerecido —dijo con tanta vehemencia como si alguno de los presentes hubiera puesto en tela de juicio su opinión.

—¡Vaya! Por lo que veo, has entrado en una nueva fase, te has vuelto conservador —dijo Stepán Arkádevich—. Pero ya hablaremos más tarde de todo eso.

—Sí, más tarde. Pero necesitaba verte —dijo Levin, mirando con odio la mano de Grinévich.

Stepán Arkádevich esbozó una sonrisa apenas perceptible.

—¿Y no eras tú el que decía que no volverías a vestirte a la europea? —dijo, examinando el traje nuevo de su amigo, de indudable corte francés—. ¡Sí, no cabe duda! Has entrado en una nueva fase.

Levin enrojeció de pronto, pero no a la manera de los adultos, apenas un poco y sin darse cuenta, sino como los muchachos, sintiendo que su timidez los vuelve ridículos, lo que los lleva a avergonzarse y ruborizarse aún más, casi hasta las lágrimas. Tanta extrañeza causaba ver esa turbación infantil en ese rostro inteligente y viril que Oblonski apartó la mirada.

—¿Y dónde podemos vernos? Necesito hablar contigo sin falta —dijo Levin.

Oblonski pareció reflexionar unos instantes.

—Escucha: vamos a almorzar a Gurin. Allí hablaremos. Estoy libre hasta las tres.

—No —respondió Levin, después de pensarlo un poco—. Tengo que ir a otro sitio.

—Bueno, en ese caso cenaremos juntos.

—¿Cenar? Pero no se trata de nada especial. Sólo quería decirte un par de cosas, preguntarte algo y después charlar un rato.

—Pues dime ahora ese par de cosas y ya charlaremos después de comer.

—Pues verás... —dijo Levin—. Pero no es nada de particular —su rostro adquirió de pronto una expresión irritada, producto del enorme esfuerzo que tenía que hacer para dominar su timidez—. ¿Qué hacen los Scherbatski? ¿Siguen como antes? —preguntó.

Stepán Arkádevich sabía desde hacía mucho tiempo que Levin estaba enamorado de su cuñada Kitty; por eso esbozó una sonrisa apenas perceptible, y sus ojos chispearon alegres.

—Ya me has dicho el par de palabras, pero ahora no puedo responderte porque... Perdóname un momento...

Entró el secretario con unos documentos en la mano y, con familiaridad respetuosa y la modesta certidumbre, común a todos los secretarios, de que conocía los asuntos mejor que su jefe, se acercó a Oblonski y, valiéndose de una pregunta, se puso a explicarle una dificultad. Sin dejarle terminar, Stepán Arkádevich le puso amistosamente la mano en la manga.

—No, haga lo que le he pedido —dijo, suavizando su observación con una sonrisa, y, después de explicarle en breves palabras cómo entendía él el asunto, apartó los papeles y añadió—: Hágalo así, por favor, Zajar Nikítich.

El secretario se alejó, confuso. Durante la entrevista de su amigo con el secretario, que escuchó con atención irónica, las manos apoyadas en el respaldo de una silla, Levin tuvo tiempo de desembarazarse de su turbación.

—No lo entiendo, no lo entiendo —dijo.

—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Oblonski, con la misma sonrisa alegre, al tiempo que sacaba un cigarrillo. Esperaba alguna salida extravagante por parte de su amigo.

—No entiendo lo que haces —dijo Levin, encogiéndose de hombros—. ¿Cómo puedes tomarte esto en serio?

—¿Y por qué no?

—Pues porque aquí no hay nada que hacer.

—Eso es lo que crees tú, pero estamos sobrecargados de trabajo.

—Papeleos. Pero la verdad es que tienes un don especial para estas cosas —añadió Levin.

—¿Me estás diciendo que, en tu opinión, me faltan aptitudes para otras actividades?

—Puede que sea así —respondió Levin—. Pero de todos modos admiro tu prestancia y me siento orgulloso de tener un amigo tan importante. Pero no has contestado a mi pregunta —agregó, haciendo un esfuerzo desesperado para mirar a Oblonski directamente a los ojos.

—Sí, ya entiendo, ya entiendo. Espera un poco y ya verás cómo acabarás tú igual. Aunque tengas tres mil hectáreas en el distrito de Karazin, músculos de hierro y esa lozanía de una niña de doce años, acabarás igual que nosotros. En cuanto a lo que me preguntas, te diré que no se han producido cambios, pero es una lástima que no hayas ido por allí en tanto tiempo.