Sheerin había oído siempre que la Exposición del Centenario de Jonglor era una de las maravillas del mundo, y vio ahora que era cierto. Poder visitarla era un raro privilegio. Se abría sólo una vez cada cien años, durante tres años consecutivos, para conmemorar el aniversario de la fundación de la ciudad…, y ésta, la Exposición del Quinto Centenario de Jonglor, se decía que era la más grande de todas. De hecho sintió una repentina y vigorosa excitación, como no la había conocido desde hacía mucho tiempo, mientras recorría su muy manicurado terreno. Esperaba tener un poco de tiempo más tarde, aquella semana, para explorarla por sí mismo.
Pero su humor cambió bruscamente cuando el coche rodeó el perímetro de la Exposición y les condujo a una entrada en la parte de atrás que llevaba a la zona de diversiones. Allá, tal como Kelaritan había dicho, habían sido acordonadas grandes secciones; y hoscos grupos de gente miraron más allá de las cuerdas con obvia irritación mientras Cubello, Kelaritan y Varitta 312 le condujeron hacia el Túnel del Misterio. Sheerin pudo oírles murmurar furioso, un bajo y duro gruñir que halló inquietante e incluso un poco intimidador.
Se dio cuenta de que el abogado había dicho la verdad. Esa gente se mostraba furiosa porque el Túnel estaba cerrado.
Se sienten celosos, pensó maravillado Sheerin. Saben que vamos al Túnel, y ellos quieren ir también. Pese a todo lo que ha ocurrido allí.
—Podemos ir por este lado —dijo Varitta.
La fachada del Túnel era una enorme estructura piramidal, ahusada en los lados, con una mareante y extraña perspectiva. En su centro había una enorme puerta de entrada de seis lados, espectacularmente perfilada en escarlata y oro. Estaba cerrada con barrotes. Varitta extrajo una llave y abrió una pequeña puerta a la izquierda de la fachada, y todos entraron.
Dentro, todo parecía mucho más ordinario. Sheerin vio una serie de barandillas de metal diseñadas sin duda para las colas de la gente que aguardaba para subir a los vehículos. Más allá había un andén muy parecido a la de cualquier estación de ferrocarril, con una hilera de pequeños cochecitos abiertos aguardando. Y más allá…
Oscuridad.
—Si no le importa firmar esto primero, por favor, doctor… —dijo Cubello.
Sheerin miró el papel que le tendía el abogado. Estaba lleno de palabras confusas, como si danzaran.
—¿Qué es?
—Un pliego de descargo. El formulario estándar.
—Sí. Por supuesto. —Sheerin firmó tranquilamente con su nombre, sin siquiera leer el papel.
No tienes miedo, se dijo. No tienes miedo en absoluto.
Varitta 312 puso un pequeño dispositivo en su mano.
—Es un control de interrupción —explicó—. Todo el trayecto dura quince minutos, pero basta con que apriete este panel verde tan pronto como haya estado dentro el tiempo suficiente para averiguar lo que necesita saber, o en caso de que empiece a sentirse incómodo, y las luces se encenderán. Su vehículo irá rápidamente al extremo más alejado del Túnel y dará la vuelta de regreso hasta la estación.
—Gracias —dijo Sheerin—. Dudo que vaya a necesitarlo.
—Pero mejor que lo lleve consigo. Sólo por si acaso.
—Mi plan es experimentar el trayecto en su totalidad —respondió él, gozando con su propia pomposidad.
Pero también había algo a lo que llamaban estupidez, se recordó. No tenía intención de utilizar el control de interrupción, pero probablemente sería poco juicioso no llevarlo consigo.
Sólo por si acaso.
Subió al andén. Kelaritan y Cubello le miraban de una forma demasiado transparente. Casi podía oírles pensar: Este viejo gordo estúpido va a convertirse en jalea ahí dentro. Bueno, que lo pensaran.
Varitta había desaparecido. Sin duda había ido a poner en marcha el mecanismo del Túnel.
Sí: ahí estaba ahora, en una cabina de control arriba a la derecha, haciendo señas de que todo estaba preparado.
—Si quiere subir al cochecito, doctor… —dijo Kelaritan.
—Por supuesto. Por supuesto.
Menos de uno de cada diez experimentaban efectos perjudiciales. Era muy probable que se tratara de personas ya normalmente vulnerables a los desórdenes de la Oscuridad. Yo no soy de ésas. Yo soy un individuo muy estable.
Entró en el cochecito. Había un cinturón de seguridad; se lo ató en torno a la cintura, ajustándolo con cierta dificultad a su perímetro. El cochecito empezó a rodar hacia delante, lentamente, muy lentamente.
La Oscuridad le estaba aguardando.
Menos de uno de cada diez. Menos de uno de cada diez.
Comprendía el síndrome de la Oscuridad. Eso le protegería, estaba seguro: su comprensión. Aunque toda la Humanidad sentía un miedo instintivo a la ausencia de luz, eso no significaba que la ausencia de luz fuera en sí misma perjudicial.
Lo que era perjudicial, sabía Sheerin, era la reacción de uno a la ausencia de luz. Lo único que había que hacer era permanecer tranquilo. La Oscuridad no es nada más que oscuridad, un cambio de circunstancias externas. Estamos condicionados a aborrecerla porque vivimos en un mundo donde la Oscuridad es algo innatural, donde siempre hay luz, la luz de sus muchos soles. En cualquier momento puede haber tantos como cuatro soles brillando a la vez; normalmente había tres en el cielo, y ninguna ocasión en la que hubiera menos de dos…, excepto aquellos días ocasionales en los que sólo Onos estaba por encima del horizonte; y la luz del gran Onos, el sol principal del sistema, era suficiente por sí misma para mantener alejada la Oscuridad…
La Oscuridad…
La Oscuridad…
¡La Oscuridad!
Sheerin estaba en el Túnel ahora. Detrás de él desapareció el último vestigio de luz, y se dio cuenta de que estaba mirando a un vacío absoluto. No había nada delante de éclass="underline" nada. Un pozo. Un abismo. Una zona de total ausencia de luz. Y estaba cayendo a ella de cabeza.
Sintió que el sudor brotaba por todo su cuerpo.
Sus rodillas empezaron a temblar. Su frente pulsó. Alzó la mano y fue incapaz de verla frente a su rostro.
Interrumpe interrumpe interrumpe interrumpe.
No. Absolutamente no.
Permaneció sentado muy erguido, la espalda rígida, los ojos muy abiertos, mirando impasible a la nada en la que se hundía. Adelante y adelante, cada vez más profundo. Temores primordiales burbujearon y sisearon en las profundidades de su alma, y los obligó a sepultarse de nuevo, muy abajo y muy lejos.
Los soles seguían brillando fuera de aquel túnel, se dijo a sí mismo.
Esto es sólo temporal. Dentro de catorce minutos y treinta segundos estaré de nuevo ahí fuera.
Catorce minutos y veinte segundos.
Catorce minutos y diez segundos.
Catorce minutos…
Pero, ¿se estaba moviendo realmente? No podía decirlo. Quizá no. El mecanismo del cochecito era silencioso; no tenía puntos de referencia. ¿Y si me quedo encallado aquí?, se preguntó. ¿Me quedo simplemente sentado aquí en la oscuridad, sin forma alguna de decir dónde estoy, qué está ocurriendo, cuánto tiempo pasa? ¿Quince minutos, veinte, media hora? ¿Hasta que supere el último límite que mi cordura puede soportar, y entonces…?
Sin embargo, siempre había el control de interrupción.
Pero supongamos que no funciona. ¿Qué ocurrirá si lo pulso y las luces no se encienden?
Supongo que podría probarlo. Sólo para ver…
¡Gordito es un cobarde! ¡Gordito es un cobarde!