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—¡Oh, no, no, señor!

Athor sonrió de nuevo, y esta vez no le costó ningún esfuerzo hacerlo.

—Pues es así, ¿sabes? Soy tan humano como cualquier otro, lo creas o no. La Teoría de la Gravitación Universal me proporcionó todos los honores científicos que este planeta podía ofrecer. Es mi pasaporte a la inmortalidad, Beenay. Tú lo sabes. Y tener que enfrentarme a la posibilidad de que la teoría sea errónea…, oh, es un fuerte shock, Beenay, pasa a través de todo mí, desde el pecho hasta la espalda. No cometas ningún error al respecto. Por supuesto, aún sigo creyendo que mi teoría es correcta.

—¿Señor? —dijo Beenay, evidentemente estupefacto—. Pero lo he comprobado y vuelto a comprobar, y…

—Oh, tus descubrimientos son correctos también, estoy seguro de ello. Porque haberos equivocado todos, tú y Faro y Yimot…, no, no, ya he dicho que no lo veo muy posible. Pero lo que tienes aquí no invalida necesariamente la Gravitación Universal.

Beenay parpadeó unas cuantas veces.

—¿No lo hace?

—Ciertamente no —dijo Athor, calentándose en la situación. Casi se sentía alegre ahora. La calma absolutamente irreal de los primeros momentos había dejado paso a la muy distinta tranquilidad que siente uno cuando se halla en persecución de la verdad—. ¿Qué dice la Teoría de la Gravitación Universal, después de todo? Que cada cuerpo en el Universo ejerce una fuerza sobre todos los demás cuerpos, proporcional a la masa y a la distancia. ¿Y qué has intentado hacer usando la Gravitación Universal para calcular la órbita de Kalgash? Bueno, introducir el factor de todos los impactos gravitatorios que ejercen todos los distintos cuerpos astronómicos sobre nuestro mundo en su viaje en torno a Onos. ¿No es así?

—Sí, señor.

—Bien, entonces no hay necesidad de arrojar la Teoría de la Gravitación Universal por la borda, al menos no en este punto. Lo que necesitamos hacer, amigo mío, es simplemente volver a pensar en nuestra comprensión del Universo, y determinar si acaso no ignoramos algo que debiéramos haber introducido en nuestros cálculos…, es decir, algún factor misterioso que, de una forma completamente desconocida por nosotros, esté ejerciendo su fuerza gravitatoria sobre Kalgash sin que lo tengamos en cuenta.

Las cejas de Beenay se alzaron alarmadas. Miró a Athor con la boca abierta, con una expresión que sólo podía ser calificada de auténtico asombro.

Luego se echó a reír. Primero intentó contenerse encajando las mandíbulas, pero la risa insistió en escapar de todos modos, forzándole a agitar los hombros y a emitir estranguladas tosecillas sincopadas; y luego tuvo que apretar ambas manos contra su boca para retener el torrente de regocijo.

Athor le miró, pasmado.

—¡Un factor desconocido! —estalló Beenay al cabo de un momento—. ¡Un dragón en el cielo! ¡Un gigante invisible!

—¿Dragones? ¿Gigantes? ¿De qué estás hablando, muchacho?

—Ayer por la tarde…, Theremon 762…, oh, señor, lo siento, realmente lo siento… —Beenay luchó por recuperar el autocontrol. Los músculos se agitaron en su rostro; parpadeó violentamente y contuvo el aliento; se volvió por un instante, y cuando se volvió de nuevo era otra vez casi él mismo. Avergonzado, dijo—: Tomé un par de copas con Theremon 762 ayer por la tarde…, el periodista, ya sabe…, y le hablé algo de lo que había encontrado, y de lo intranquilo que me sentía de mostrarle a usted mis descubrimientos.

—¿Fuiste a un periodista?

—Uno de confianza. Un buen amigo.

—Todos son unos bribones, Beenay. Créeme.

—No éste, señor. Le conozco, y sé que nunca haría nada que pudiera herirme u ofenderme. De hecho, Theremon me dio algunos excelentes consejos, entre ellos que tenía que venir absolutamente a verle, cosa que hice. Pero también, en un intento de ofrecerme alguna esperanza, ¿sabe?, algún consuelo…, me dijo lo mismo que acaba de decir usted, que quizás hubiera algún «factor desconocido»: ésa fue su frase exacta, un factor desconocido…, que confundía nuestra comprensión de las órbitas de Kalgash. Y yo me eché a reír y le dije que era inútil llevar factores desconocidos a la situación, que era una solución demasiado fácil. Sugerí, sarcásticamente, por supuesto, que si aceptábamos alguna de esas hipótesis, entonces también podíamos decir que un gigante invisible estaba empujando Kalgash fuera de su órbita, o el aliento de un gigantesco dragón. Y ahora aquí está usted, señor, emprendiendo la misma línea de razonamiento…, ¡no un lego en la materia como Theremon, sino el más grande astrónomo del mundo! ¿Ve usted lo ridículo que me siento, señor?

—Creo que si —dijo Athor. Todo aquello empezaba a hacerse un poco cansado. Se pasó una mano por su imponente melena blanca y lanzó a Beenay una mirada de irritación y compasión entremezcladas—. Tenías razón al decirle a tu amigo que inventar fantasías para resolver un problema no resulta muy útil. Pero las sugerencias al azar de los no expertos no siempre carecen de mérito. Por todo lo que sabemos, hay algún factor desconocido que actúa sobre la órbita de Kalgash. Necesitamos al menos considerar esa posibilidad antes de lanzar la teoría por la borda. Creo que lo que necesitamos hacer aquí es utilizar la Espada de Thargola. ¿Sabes lo que es, Beenay?

—Por supuesto, señor. El principio de la parsimonia. Planteado la primera vez por el filósofo medieval Thargola 14, que dijo: «Debemos atravesar con una espada toda hipótesis que no sea estrictamente necesaria», o algo parecido.

—Muy bien, Beenay. Aunque, de la forma que me lo enseñaron a mí, es: «Si se nos ofrecen varias hipótesis, debemos empezar nuestras consideraciones golpeando las más complejas con nuestra espada». Aquí tenemos la hipótesis de que la Teoría de la Gravitación Universal es errónea, contra la hipótesis de que has dejado fuera algún desconocido y quizás incognoscible factor al efectuar tus cálculos de la órbita de Kalgash. Si aceptamos la primera hipótesis, entonces todo lo que creemos saber sobre la estructura del Universo se derrumba en el caos. Si aceptamos la segunda, todo lo que necesitamos hacer es localizar el factor desconocido, y el orden fundamental de las cosas se mantiene. Es mucho más sencillo intentar hallar algo que tal vez hayamos pasado por alto de lo que resultaría establecer una nueva ley general que gobierne los movimientos de los cuerpos celestes. Así, la hipótesis de que la Teoría de la Gravitación es errónea cae ante la Espada de Thargola, y empezamos nuestras investigaciones trabajando con la explicación más sencilla del problema. ¿Qué opinas, Beenay? ¿Qué dices al respecto?

La expresión de Beenay se volvió radiante.

—¡Entonces no he invalidado la Gravitación Universal después de todo!

—Todavía no, al menos. Probablemente te has ganado un lugar en la historia científica, pero todavía no sabemos si es como invalidador o como originador. Recemos para que sea lo último. Y ahora necesitamos pensar intensamente, joven. —Athor 77 cerró los ojos y se frotó la frente, que estaba empezando a dolerle. Había transcurrido largo tiempo desde que había hecho auténtica ciencia por última vez, se dio cuenta. Durante los últimos ocho o diez años se había ocupado casi por entero de asuntos administrativos en el observatorio. Pero a la mente que había producido la Teoría de la Gravitación Universal todavía debían de quedarle uno o dos pensamientos, se dijo—. Primero, quiero echar una mirada más detenida a esos cálculos tuyos —indicó—. Y luego, supongo, una mirada más detenida a mi propia teoría.

10

El cuartel general de los Apóstoles de la Llama era una estilizada pero suntuosa torre de resplandeciente piedra dorada que se alzaba como una brillante jabalina sobre el río Seppitan, en el exclusivo distrito de Birigam de la Ciudad de Saro. Esa esbelta torre, pensó Theremon, debía de ser una de las más valiosas piezas inmobiliarias de toda la capital.