Contempló las cifras de Yimot.
Tenía tres pantallas delante de su escritorio. En la de la izquierda estaba la órbita de Kalgash calculada de acuerdo con la Teoría de la Gravitación Universal, marcada en resplandeciente rojo. En la pantalla de la derecha, en amarillo brillante, estaba la órbita revisada que había producido Beenay, utilizando el nuevo ordenador de la universidad y las más recientes observaciones de la posición actual de Kalgash. La pantalla del centro unía ambas órbitas una encima de la otra. A lo largo de los últimos cinco días Athor había producido siete postulados distintos para explicar la desviación entre la órbita teórica y la observada, y podía llamar a cualquiera de los siete en la pantalla central con pulsar simplemente una tecla.
El problema era que los siete carecían de sentido, y lo sabía. Cada uno tenía un fallo fatal en su misma base…, una suposición que estaba allí no porque los cálculos la justificaran, sino sólo porque la situación exigía ese tipo de suposición especial para que los números encajaran correctamente. Nada era demostrable, nada era confirmable. Era como si en cada caso simplemente hubiera decretado, en algún punto de la cadena lógica, que un hada madrina podía entrar en juego y ajustar las interacciones gravitatorias para explicar la desviación. En realidad, eso era precisamente lo que Athor sabía que necesitaba hallar. Pero tenía que ser un hada madrina real.
El Postulado Ocho, ahora…
Empezó a introducir los cálculos de Yimot. Varias veces sus temblorosos dedos le traicionaron y cometió un error; pero su mente era aún lo bastante aguda como para darse cuenta al instante de que había pulsado la tecla equivocada, y retrocedió y reparó el daño cada vez. En dos ocasiones, mientras trabajaba, casi perdió el conocimiento a causa de la intensidad de su esfuerzo. Pero se obligó a seguir adelante.
Tú eres la única persona en el mundo que posiblemente puede hacer esto, se dijo mientras trabajaba. Así que debes hacerlo.
Sonaba estúpido a sus oídos, y locamente egocéntrico, y quizás un poco paranoico. Probablemente ni siquiera era cierto. Pero en este estadio de agotamiento no podía permitirse tomar en consideración ninguna otra premisa excepto la de su propia indispensabilidad. Todos los conceptos básicos de su proyecto estaban en su mente, y sólo en su mente. Tenía que seguir empujando hasta cerrar el último eslabón en la cadena. Hasta…
Ya estaba.
La última de las cifras de Yimot entró en el ordenador.
Athor pulsó la tecla que traía simultáneamente las dos órbitas a la pantalla central, y luego pulsó la tecla de integraba las nuevas cifras a los esquemas existentes.
La brillante elipse roja que era la órbita original teórica osciló y cambió, y de pronto desapareció. Lo mismo le ocurrió a la amarilla de la órbita observada. Ahora había una sola línea en la pantalla, de un intenso naranja profundo, con las dos simulaciones orbitales coincidiendo hasta la última cifra decimal.
Athor jadeó. Durante un largo momento estudió la pantalla, luego cerró los ojos de nuevo y apoyó la cabeza contra el borde del escritorio. La elipse naranja brillaba como un anillo de llamas contra sus cerrados párpados.
Notó una curiosa sensación de exultación mezclada con desánimo.
Ahora tenía su respuesta; tenía una hipótesis que ciertamente resistiría el más detenido escrutinio. La Teoría de la Gravitación Universal era válida después de todo: la cadena especial de razonamiento sobre la que se había basado su fama no sería invalidada.
Pero al mismo tiempo sabía ahora que el modelo del Sistema Solar con el que estaba tan familiarizado era, de hecho, erróneo. El factor desconocido que habían estado buscando, el gigante invisible, el dragón en el cielo, era real. Athor consideró aquello como algo profundamente inquietante, pese a que había rescatado su famosa teoría. Durante años había creído comprender por completo el ritmo de los cielos, y ahora le resultaba claro que su conocimiento había sido incompleto, que existía algo enormemente extraño en el centro mismo del universo conocido, que las cosas no eran como siempre había creído que tenían que ser. Resultaba duro, a su edad, engullir eso.
Al cabo de un rato Athor alzó la vista. Nada había cambiado en la pantalla. Tecleó algunas ecuaciones interrogativas y nada cambió. Veía una sola órbita, no dos.
Muy bien, se dijo. Así que el universo no es exactamente como creías que era. Será mejor que reordenes tus creencias, entonces. Porque ciertamente no puedes reordenar el universo.
—¡Yimot! —llamó—. ¡Faro! ¡Beenay! ¡Todos!
El pequeño y rechoncho Faro fue el primero en cruzar la puerta, con el alto y delgado Yimot pisándole los talones, y luego el resto del Departamento de Astronomía, Beenay, Thilanda, Klet, Simbron y algunos otros. Se apiñaron justo dentro de la entrada de su oficina. Athor vio la expresión de shock en sus rostros ante el terrible aspecto que sin duda debía de ofrecer, con los ojos locos y extraviados, el blanco pelo apuntando en todas direcciones, el rostro pálido, toda su apariencia era la de un viejo al borde del colapso.
Era importante despejar sus temores de inmediato. No era momento para el melodrama.
—Sí, estoy agotado y lo sé —dijo con voz tranquila—. Y probablemente mi aspecto sea el de algún demonio surgido de los reinos inferiores. Pero tengo algo aquí que parece que funciona.
—¿La idea de la lente gravitatoria? —preguntó Beenay.
—La lente gravitatoria es un concepto totalmente sin futuro —dijo Athor con tono helado—. Al igual que el sol quemado, el pliegue en el espacio, la zona de masa negativa y todas las demás nociones fantásticas con las que hemos estado jugueteando toda la semana. Todas son ideas estupendas, pero no resisten un escrutinio severo. Hay una, sin embargo, que sí lo hace.
Observó cómo los ojos de todos se abrían mucho.
Se volvió hacia la pantalla y empezó a teclear de nuevo las cifras del Postulado Ocho. Su cansancio desapareció mientras trabajaba; esta vez no pulsó ninguna tecla equivocada, no sintió dolores ni agujetas. Había pasado más allá de la fatiga.
—En este postulado —dijo—, suponemos un cuerpo planetario no luminoso similar a Kalgash, que se halla en órbita no en torno a Onos sino en torno al propio Kalgash. Su masa es considerable, de hecho es casi la misma que la del propio Kalgash: suficiente como para ejercer una fuerza gravitatoria sobre nuestro mundo que causa las perturbaciones en nuestra órbita que Beenay ha traído a nuestra atención.
Athor tecleó las visuales, y el Sistema Solar apareció en la pantalla en una imagen estilizada: los seis soles, Kalgash, y el postulado satélite de Kalgash.
Se volvió para enfrentarse a los otros. Todos se miraban incómodos entre sí. Aunque tenían la mitad de su edad, o incluso menos, debían de tener tantas dificultades en alcanzar una aceptación intelectual y emocional de la idea en sí de otro importante cuerpo celeste en el universo como las que tenía él mismo. O quizá simplemente pensaban que se había vuelto senil, y de alguna forma había cometido un desliz en sus cálculos.
—Las cifras que apoyan el Postulado Ocho son correctas —dijo Athor—. Os lo garantizo. Y el postulado ha resistido todas las pruebas a las que lo he sometido.
Les miró desafiante, observando a cada uno por turno, con ojos feroces, como si quisiera recordarles que él era el Athor 77 que había dado al mundo la Teoría de la Gravitación Universal, y que todavía no había perdido sus facultades.
Beenay dijo suavemente:
—¿Y la razón por la que no somos capaces de ver este satélite, señor…?